tag:blogger.com,1999:blog-55495334514469247772024-02-20T06:19:10.829+01:00Cuentos de miedoUna variada colección de cuentos de miedo, recopilada entre miles de relatos terroríficos de los más grandes autores de todos los tiemposUnknownnoreply@blogger.comBlogger35125tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-50301093851141889342009-03-20T03:10:00.000+00:002009-03-20T03:11:47.130+00:00Una tumba sin fondoMe llamo John Brenwalter. Mi padre, un borracho, logró patentar un invento para fabricar granos de café con arcilla; pero era un hombre honrado y no quiso involucrarse en la fabricación. Por esta razón era sólo moderadamente rico, pues las regalías de su muy valioso invento apenas le dejaban lo suficiente para pagar los gastos de los pleitos contra los bribones culpables de infracción. Fue así que yo carecí de muchas de las ventajas que gozan los hijos de padres deshonestos e inescrupulosos, y de no haber sido por una madre noble y devota (quien descuidó a mis hermanos y a mis hermanas y vigiló personalmente mi educación), habría crecido en la ignorancia y habría sido obligado a asistir a la escuela. Ser el hijo favorito de una mujer bondadosa es mejor que el oro.<br /><br />Cuando yo tenía diecinueve años, mi padre tuvo la desgracia de morir. Había tenido siempre una salud perfecta, y su muerte, ocurrida a la hora de cenar y sin previo aviso, a nadie sorprendió tanto como a él mismo. Esa misma mañana le habían notificado la adjudicación de la patente de su invento para forzar cajas de caudales por presión hidráulica y sin hacer ruido. El Jefe de Patentes había declarado que era la más ingeniosa, efectiva y benemérita invención que él hubiera aprobado jamás. Naturalmente, mi padre previó una honrosa, próspera vejez. Es por eso que su repentina muerte fue para él una profunda decepción. Mi madre, en cambio, cuyas piedad y resignación ante los designios del Cielo eran virtudes conspicuas de su carácter, estaba aparentemente menos conmovida. Hacia el final de la comida, una vez que el cuerpo de mi pobre padre fue alzado del suelo, nos reunió a todos en el cuarto contiguo y nos habló de esta manera:<br /><br />-Hijos míos, el extraño suceso que han presenciado es uno de los más desagradables incidentes en la vida de un hombre honrado, y les aseguro que me resulta poco agradable. Les ruego que crean que yo no he tenido nada que ver en su ejecución. Desde luego -añadió después de una pausa en la que bajó sus ojos abatidos por un profundo pensamiento-, desde luego es mejor que esté muerto.<br /><br />Dijo estas palabras como si fuera una verdad tan obvia e incontrovertible que ninguno de nosotros tuvo el coraje de desafiar su asombro pidiendo una explicación. Cuando cualquiera de nosotros se equivocaba en algo, el aire de sorpresa de mi madre nos resultaba terrible. Un día, cuando en un arranque de mal humor me tomé la libertad de cortarle la oreja al bebé, sus simples palabras: "¡John, me sorprendes!", fueron para mí una recriminación tan severa que al fin de una noche de insomnio, fui llorando hasta ella y, arrojándome a sus pies, exclamé: "¡Madre, perdóname por haberte sorprendido!" Así, ahora, todos -incluso el bebé de una sola oreja- sentimos que aceptar sin preguntas el hecho de que era mejor, en cierto modo, que nuestro querido padre estuviese muerto, provocaría menos fricciones. Mi madre continuó:<br /><br />-Debo decirles, hijos míos, que en el caso de una repentina y misteriosa muerte, la ley exige que venga el médico forense, corte el cuerpo en pedazos y los someta a un grupo de hombres, quienes, después de inspeccionarlos, declaran a la persona muerta. Por hacer esto el forense recibe una gran suma de dinero. Deseo eludir tan penosa formalidad; eso es algo que nunca tuvo la aprobación de... de los restos. John -aquí mi madre volvió hacia mí su rostro angelical- tú eres un joven educado y muy discreto. Ahora tienes la oportunidad de demostrar tu gratitud por todos los sacrificios que nos impuso tu educación. John, ve y mata al forense.<br /><br />Inefablemente complacido por esta prueba de confianza de mi madre y por la oportunidad de distinguirme por medio de un acto que cuadraba con mi natural disposición, me arrodillé ante ella, llevé sus manos hasta mis labios y las bañé con lágrimas de emoción. Esa tarde, antes de las cinco, había eliminado al médico.<br /><br />De inmediato fui arrestado y arrojado a la cárcel. Allí pasé una noche muy incómoda: me fue imposible dormir a causa de la irreverencia de mis compañeros de celda, dos clérigos, a quienes la práctica teológica había dado abundantes ideas impías y un dominio absolutamente único del lenguaje blasfemo. Pero ya avanzada la mañana, el carcelero que dormía en el cuarto contiguo y a quien tampoco habían dejado dormir, entró en la celda y con un feroz juramento advirtió a los reverendos caballeros que, si oía una blasfemia más, su sagrada profesión no le impediría ponerlos en la calle. En consecuencia moderaron su objetable conversación sustituyéndola por un acordeón. Así, pude dormir el pacífico y refrescante sueño de la juventud y la inocencia.<br /><br />A la mañana siguiente me condujeron ante el Juez Superior, un magistrado de sentencia, y se me sometió al examen preliminar. Alegué que no tenía culpa, y añadí que el hombre al que yo había asesinado era un notorio demócrata. (Mi bondadosa madre era republicana y desde mi temprana infancia fui cuidadosamente instruido por ella en los principios de gobierno honesto y en la necesidad de suprimir la oposición sediciosa.) El juez, elegido mediante una urna republicana de doble fondo, estaba visiblemente impresionado por la fuerza lógica de mi alegato y me ofreció un cigarrillo.<br /><br />-Con el permiso de Su Excelencia -comenzó el Fiscal-, no considero necesario exponer ninguna prueba en este caso. Por la ley de la nación se sienta usted aquí como juez de sentencia y es su deber sentenciar. Tanto testimonio como argumentos implicarían la duda acerca de la decisión de Su Excelencia de cumplir con su deber jurado. Ese es todo mi caso.<br /><br />Mi abogado, un hermano del médico forense fallecido, se levantó y dijo:<br /><br />-Con la venia de la Corte... mi docto amigo ha dejado tan bien y con tanta elocuencia establecida la ley imperante en este caso, que sólo me resta preguntar hasta dónde se la ha acatado. En verdad, Su Excelencia es un magistrado penal, y como tal es su deber sentenciar... ¿qué? Ese es un asunto que la ley, sabia y justamente, ha dejado a su propio arbitrio, y sabiamente ya ha descargado usted cada una de las obligaciones que la ley impone. Desde que conozco a Su Excelencia no ha hecho otra cosa que sentenciar. Usted ha sentenciado por soborno, latrocinio, incendio premeditado, perjurio, adulterio, asesinato... cada crimen del código y cada exceso conocido por los sensuales y los depravados, incluyendo a mi docto amigo, el Fiscal. Usted ha cumplido con su deber de magistrado penal, y como no hay ninguna evidencia contra este joven meritorio, mi cliente, propongo que sea absuelto.<br /><br />Se hizo un solemne silencio. El Juez se levantó, se puso la capa negra y, con voz temblorosa de emoción, me sentenció a la vida y a la libertad. Después, volviéndose hacia mi consejero, dijo fría pero significativamente:<br /><br />-Lo veré luego.<br /><br />A la mañana siguiente, el abogado que me había defendido tan escrupulosamente contra el cargo de haber asesinado a su propio hermano -con quien había tenido una pelea por unas tierras- desapareció, y se desconoce su suerte hasta el día de hoy.<br /><br />Entretanto, el cuerpo de mi pobre padre había sido secretamente sepultado a medianoche en el patio de su último domicilio, con sus últimas botas puestas y el contenido de su fallecido estómago sin analizar.<br /><br />-Él se oponía a cualquier ostentación -dijo mi querida madre mientras terminaba de apisonar la tierra y ayudaba a los niños a extender una capa de paja sobre la tierra removida-, sus instintos eran domésticos y amaba la vida tranquila.<br /><br />El pedido de sucesión de mi madre decía que ella tenía buenas razones para creer que el difunto estaba muerto, puesto que no había vuelto a comer a su casa desde hacía varios días; pero el Juez de la Corte del Cuervo -como siempre despreciativamente la llamó después- decidió que la prueba de muerte no era suficiente y puso el patrimonio en manos de un Administrador Público, que era su yerno. Se descubrió que el pasivo daba igual que el activo; sólo había quedado la patente de invención del dispositivo para forzar cajas de seguridad por presión hidráulica y en silencio, y ésta había pasado a ser propiedad legítima del Juez Testamentario y del Administrador Público, como mi querida madre prefería llamarlo. Así, en unos pocos meses, una acaudalada y respetable familia fue reducida de la prosperidad al delito; la necesidad nos obligó a trabajar.<br /><br />Diversas consideraciones, tales como la idoneidad personal, la inclinación, etc., nos guiaban en la selección de nuestras ocupaciones. Mi madre abrió una selecta escuela privada para enseñar el arte de alterar las manchas sobre las alfombras de piel de leopardo; el mayor de mis hermanos, George Henry, a quien le gustaba la música, se convirtió en el corneta de un asilo para sordomudos de los alrededores; mi hermana Mary María, tomaba pedidos de Esencias de Picaportes del Profesor Pumpernickel, para sazonar aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas para horcas. Los demás, demasiado jóvenes para trabajar, continuaron con el robo de pequeños artículos expuestos en las vidrieras de las tiendas, tal como se les había enseñado.<br /><br />En nuestros ratos de ocio atraíamos a nuestra casa a los viajeros y enterrábamos los cuerpos en un sótano.<br /><br />En una parte de este sótano guardábamos vinos, licores y provisiones. De la rapidez con que desaparecían nos sobrevino la supersticiosa creencia de que los espíritus de las personas enterradas volvían a la noche y se daban un festín. Al menos era cierto que con frecuencia, de mañana, solíamos descubrir trozos de carnes adobadas, mercaderías envasadas y restos de comida ensuciando el lugar, a pesar de que había sido cerrado con llave y atrancado, previendo toda intromisión humana. Se propuso sacar las provisiones y almacenarlas en cualquier otro sitio, pero nuestra querida madre, siempre generosa y hospitalaria, dijo que era mejor soportar la pérdida que arriesgarse a ser descubiertos; si a los fantasmas les era negada esta insignificante gratificación, podrían promover una investigación que echaría por tierra nuestro esquema de la división del trabajo, desviando las energías de toda la familia hacia la simple industria a la cual yo me dedicaba: todos terminaríamos decorando las vigas de las horcas. Aceptamos su decisión con filial sumisión, que se debía a nuestro respeto por su sabiduría y la pureza de su carácter.<br /><br />Una noche, mientras todos estábamos en el sótano -ninguno se atrevía a entrar solo- ocupados en la tarea de dispensar al alcalde de una ciudad vecina los solemnes oficios de la cristiana sepultura, mi madre y los niños pequeños sosteniendo cada uno una vela, mientras que George Henry y yo trabajábamos con la pala y el pico, mi hermana Mary María profirió un chillido y se cubrió los ojos con las manos. Estábamos todos sobrecogidos de espanto y las exequias del alcalde fueron suspendidas de inmediato, a la vez que, pálidos y con la voz temblorosa, le rogamos que nos dijera qué cosa la había alarmado. Los niños más pequeños temblaban tanto que sostenían las velas con escasa firmeza, y las ondulantes sombras de nuestras figuras danzaban sobre las paredes con movimientos toscos y grotescos que adoptaban las más pavorosas actitudes. La cara del hombre muerto, ora fulgurando horriblemente en la luz, ora extinguiéndose a través de alguna fluctuante sombra, parecía adoptar cada vez una nueva y más imponente expresión, una amenaza aún más maligna. Más asustadas que nosotros por el grito de la niña, las ratas echaron a correr en multitudes por el lugar, lanzando penetrantes chillidos, o con sus ojos fijos estrellando la oscura opacidad de algún distante rincón, meros puntos de luz verde haciendo juego con la pálida fosforescencia de la podredumbre que llenaba la tumba a medio cavar y que parecía la manifestación visible de un leve olor a moribundo que corrompía el aire insalubre. Ahora los niños sollozaban y se pegaban a las piernas de sus mayores, dejando caer sus velas, y nosotros estábamos a punto de ser abandonados a la total oscuridad, excepto por esa luz siniestra que fluía despaciosamente por encima de la tierra revuelta e inundaba los bordes de la tumba como una fuente.<br /><br />Entretanto, mi hermana, arrodillada sobre la tierra extraída de la excavación, se había quitado las manos de la cara y estaba mirando con ojos dilatados en el interior de un oscuro espacio que había entre dos barriles de vino.<br /><br />-¡Allí está! -Allí está! -chilló, señalando- ¡Dios del cielo! ¿No pueden verlo?<br /><br />Y realmente estaba allí: una figura humana apenas discernible en las tinieblas; una figura que se balanceaba de un costado a otro como si se fuera a caer, agarrándose a los barriles de vino para sostenerse; dio un paso hacia adelante, tambaleándose y, por un momento, apareció a la luz de lo que quedaba de nuestras velas; luego se irguió pesadamente y cayó postrada en tierra. En ese momento todos habíamos reconocido la figura, la cara y el porte de nuestro padre. ¡Muerto estos diez meses y enterrado por nuestras propias manos! ¡Nuestro padre, sin duda, resucitado y horriblemente borracho!<br /><br />En los incidentes ocurridos durante la fuga precipitada de ese terrible lugar; en la aniquilación de todo humano sentimiento en ese tumultuoso, loco apretujarse por la húmeda y mohosa escalera, resbalando, cayendo, derribándose y trepando uno sobre la espalda del otro, las luces extinguidas, los bebés pisoteados por sus robustos hermanos y arrojados de vuelta a la muerte por un brazo maternal; en todo esto no me atrevo a pensar. Mi madre, mi hermano y mi hermana mayores y yo escapamos; los otros quedaron abajo, para morir de sus heridas o de su terror; algunos, quizá, por las llamas, puesto que en una hora, nosotros cuatro, juntando apresuradamente el poco dinero y las joyas que teníamos, y la ropa que podíamos llevar, incendiamos la casa y huimos bajo la luz de las llamas, hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a cobrar el seguro, y mi querida madre dijo en su lecho de muerte, años después en una tierra lejana, que ése había sido el único pecado de omisión que quedaba sobre su conciencia. Su confesor, un hombre santo, le aseguró que, bajo tales circunstancias, el Cielo le perdonaría su descuido.<br /><br />Cerca de diez años después de nuestra desaparición de los escenarios de mi infancia, yo, entonces un próspero falsificador, regresé disfrazado al lugar con la intención de recuperar algo de nuestro tesoro, que había sido enterrado en el sótano. Debo decir que no tuve éxito: el descubrimiento de muchos huesos humanos en las ruinas obligó a las autoridades a excavar por más. Encontraron el tesoro y lo guardaron. La casa no fue reconstruida; todo el vecindario era una desolación. Tal cantidad de visiones y sonidos extraterrenos habían sido denunciados desde entonces, que nadie quería vivir allí. Como no había a quien preguntar o molestar, decidí gratificar mi piedad filial con la contemplación, una vez más, de la cara de mi bienamado padre, si era cierto que nuestros ojos nos habían engañado y estaba todavía en su tumba. Recordaba además que él siempre había usado un enorme anillo de diamante, y yo como no lo había visto ni había oído nada acerca de él desde su muerte, tenía razones como para pensar que debió haber sido enterrado con el anillo puesto. Procurándome una pala, rápidamente localicé la tumba en lo que había sido el patio de mi casa, y comencé a cavar. Cuando hube alcanzado cerca de cuatro pies de profundidad, la tumba se desfondó y me precipité a un gran desagüe, cayendo por el largo agujero de su desmoronado codo. No había ni cadáver ni rastro alguno de él.<br /><br />Imposibilitado para salir de la excavación, me arrastré por el desagüe, quité con cierta dificultad una masa de escombros carbonizados y de ennegrecida mampostería que lo obstaculizaba, y salí por lo que había sido aquel funesto sótano.<br /><br />Todo estaba claro. Mi padre, cualquier cosa que fuera lo que le había provocado esa descompostura durante la cena (y pienso que mi santa madre hubiera podido arrojar algo de luz sobre ese asunto) había sido, indudablemente, enterrado vivo. La tumba se había excavado accidentalmente sobre el olvidado desagüe hasta el recodo del caño, y como no utilizamos ataúd, en sus esfuerzos por sobrevivir había roto la podrida mampostería y caído a través de ella, escapando finalmente hacia el interior del sótano. Sintiendo que no era bienvenido en su propia casa, pero sin tener otra, había vivido en reclusión subterránea como testigo de nuestro ahorro y como pensionista de nuestra providencia. Él era quien se comía nuestra comida; él quien se bebía nuestro vino; no era mejor que un ladrón. En un instante de intoxicación y sintiendo, sin duda, necesidad de compañía, que es el único vínculo afín entre un borracho y su raza, abandonó el lugar de su escondite en un momento extrañamente inoportuno, acarreando deplorables consecuencias a aquellos más cercanos y queridos. Un desatino que tuvo casi la dignidad de un crimen.<br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-83977489309140928432009-01-03T04:03:00.000+00:002009-01-03T04:05:17.286+00:00El Convenio de sir DominickAsí como los contratos de compra-venta y de alquiler están rigurosamente legislados, los pactos diabólicos tendrían que estar incluidos en la ley. Por ejemplo, el artículo primero enumeraría los elementos necesarios:<br /><br />- Viejo pergamino<br />- Pluma<br />- Aguja Esterilizada<br />- ALMANAQUE PERPETUO...<br /><br />En los primeros días del otoño de 1838 un asunto de negocios me llevó al sur de Irlanda. El tiempo era agradable, el lugar y la gente me eran nuevos. Alquilé un caballo en una taberna y envié mi equipaje con un sirviente a bordo de una diligencia de correo y luego, con la curiosidad de un explorador, inicié un recorrido de 25 millas a caballo, por caminos inhóspitos, hasta llegar a mi destino. Atravesé pantanos, colinas, planicies y castillos en ruinas, siempre bajo un consistente viento.<br /><br />Inicié la marcha tarde, y habiendo hecho poco menos de la mitad del camino, ya estaba pensando en hacer un alto en el próximo lugar conveniente, para que descansase el caballo y se alimentase, y también para hacerme de algunas provisiones.<br /><br />Eran cerca de las cuatro cuando el camino, que ascendía gradualmente, se desvió a través de un desfiladero entre la abrupta terminación de unas montañas a mi izquierda, y una colina que se elevaba a mi derecha. Abajo se erguía una precaria villa bajo una larga línea de gigantescos árboles de hayas, cuyas ramas cobijaban a pequeñas chimeneas que emitían sus respectivas columnas de humo. A mi izquierda, separadas por millas, ascendiendo el cordón montañoso antes nombrado, había un bosque salvaje, cuyos follajes y helechos terminaban en las rocas.<br /><br />A medida que descendía, el camino daba algunas curvas, siempre teniendo a mi izquierda el paredón de piedra gris, cubierto aquí y allá con hiedra. Y al acercarme a la villa, a través de sendas en el bosque, pude ver el largo murallón de una vieja y ruinosa casa ubicada entre los árboles, a medio camino entre el pintoresco paisaje montañoso.<br /><br />La soledad y la melancolía de esa ruina picó mi curiosidad, y una vez que hube llegado a la posada de St. Columbkill, habiendo puesto a descansar a mi caballo y permitiéndome a mí mismo una buena comida, comencé a pensar nuevamente en el bosque y la casa ruinosa, resolviendo dar luego un paseo por aquellas soledades.<br /><br />El nombre del lugar, supe, era Dunoran; y luego de traspasar el portón de entrada a la propiedad, inicié un paseo por la dilapidada mansión.<br /><br />Una larga senda en la que sobresalían muchas ligustrinas, me llevó, luego de algunas curvas y recodos, a la vieja casona, bajo la sombra de los árboles.<br /><br />El camino traspasaba una hondonada recubierta de malezas, pequeños árboles y arbustos, y la silente casa tenía su puerta principal abierta hacia esta oscura cañada. Más allá se extendían robustos árboles por entre la casa, en sus desiertos parques y establos.<br /><br />Entré y vagué por todos lados, viendo ortigas y ligustrinas a través de los pasillos; de cuarto en cuarto los cielorrasos estaban caídos, y por aquí y por allá había vigas oscuras y raídas, con zarcillos de hiedra por todos lados. Las paredes altas, con el yeso picado, estaban manchadas y enmohecidas. Las ventanas estaban opacadas por la hiedra y, cerca de la gran chimenea unos grajos, especie de pequeños cuervos, revoloteaban mientras que de los árboles que cubrían la cañada, desde el otro lado, se escuchaban los graznidos de sus pichones.<br /><br />Y, mientras caminaba por entre aquellos melancólicos pasillos, mirando solo en las habitaciones cuyos entarimados no estaban hundidos (circunstancia que hacía de mi exploración una actividad peligrosa), comencé a preguntarme por qué una casa tan grande, en el medio de tan pintoresco paisaje, se había permitido decaer; soñé con la hospitalidad de quienes mucho tiempo antes fueran sus dueños, e imaginé la escena de fiestas y francachelas que se habría visto en medianoche.<br /><br />La gran escalera era de roble, y había aguantado maravillosamente el tiempo. Me senté en sus escalones pensando vagamente en la transitoriedad de todas las cosas bajo el sol.<br /><br />Excepto por el ronco y distante clamor de los pichones, apenas perceptible desde donde yo me encontraba sentado, ningún sonido quebraba la profunda quietud del lugar. Raras veces había experimentado tal sentimiento de soledad. No había viento; ni siquiera el crepitar de una hoja marchita a través del pasillo. Todo era opresivo. Los altos árboles que se erguían alrededor de la casa la oscurecían y añadían algo de terror a la melancolía del lugar.<br /><br />En ese momento, cercano a mí, escuché con desagradable sorpresa una voz muy particular, que repitió estas palabras:<br /><br />-Comida para los gusanos, muerta y podrida.<br /><br />Había una pequeña ventana en la pared, y a través de su oscuro hueco vi, casi entre las sombras, la forma difusa de un hombre, sentado y bamboleando su pie. Me miraba fijo y reía cínicamente; antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, repitió este dicho:<br /><br />-Si la muerte fuera una cosa que con dinero se pudiese evitar, los ricos vivirían y los pobres habrían de morir.<br /><br />-Fue una gran casa, señor -continuó- la Casa Dunoran, de los Sarsfield. Sir Dominick Sarsfield fue el último de su familia. Perdió la vida a no más de seis pies de distancia de donde usted está sentado.<br /><br />Y mientras decía esto, saltó con un leve brinco al piso. Tenía el rostro oscuro, rasgos afilados, un poco encorvado. Tenía un bastón para caminar con el cual señaló a un punto en la pared. Una mancha en el yeso.<br /><br />-¿Ve usted la marca, señor? -dijo.<br /><br />-Sí -respondí, al tiempo que me paraba y miraba con curiosa anticipación.<br /><br />-Está a unos siete u ocho pies del piso, señor, y usted no adivinará de qué proviene.<br /><br />-Me temo que no -dije- supongo que es una mancha de humedad.<br /><br />-Nada de eso, señor -respondió con la misma sonrisa cínica, aún apuntando al manchón con su bastón-. Es un manchón de sesos y sangre. Está ahí desde hace más de cien años; y nunca se irá mientras la pared esté en pie.<br /><br />-Entonces, ¿fue asesinado?<br /><br />-Peor que eso, señor -respondió.<br /><br />-¿Tal vez se suicidó?<br /><br />-Peor que eso, señor. Soy más viejo de lo que parezco, señor; usted no podrá adivinar mis años.<br /><br />Se quedó en silencio, mirándome, como invitándome a una conjetura.<br /><br />-Bueno, yo diría que usted tiene unos cincuenta y cinco.<br /><br />Rió, tomó una pizca de rapé y dijo:<br /><br />-Cumplí setenta hace poco.<br /><br />-Le doy mi palabra que no lo aparenta; aún no lo puedo creer. ¿Usted no recuerda la muerte de sir Dominick Sarsfield? -dije, mirando la ominosa mancha de la pared.<br /><br />-No, señor, eso ocurrió mucho antes de que yo naciera. Pero mi abuelo fue mayordomo aquí y muchas veces escuché de su boca el relato de la muerte de sir Dominick. No hubo mayordomo en la casa desde que ocurrió aquello, pero hubo dos sirvientes que la mantuvieron, y mi tía fue una de ellas. Ella me crió aquí hasta que tuve 9 años, hasta que se marchó a Dublín, desde ese momento todo comenzó a decaer. El viento fue despojando el tejado y la lluvia pudrió el maderamen. Poco a poco, a través de estos sesenta años, la casa se fue convirtiendo en esto que hoy ve usted. Pero yo aún tengo cierto afecto por el lugar, por los viejos tiempos. Nunca vengo por aquí, pero quise echar un vistazo. No pienso que esté viniendo muchas veces a ver la vieja casa, ya que estaré bajo el césped en no mucho tiempo.<br /><br />-Usted se mantiene joven -dije, y dejando este trivial tema, comenté-: No me sorprende que le guste este viejo lugar; es un bello lugar, con muchos árboles.<br /><br />-Desearía que lo hubiera visto cuando las nueces estaban maduras; son las nueces más dulces de toda Irlanda, creo -contestó con un práctico sentido de lo pintoresco-. Usted se llenaría los bolsillos mientras lo recorría.<br /><br />-Este es un bosque muy antiguo -comenté-. No he visto ninguno más hermoso en toda Irlanda.<br /><br />-¡Eiah! Usía, todas las montañas de por aquí ya tenían bosques cuando mi padre era mozo, y Murroa Wood era el más grande de todos. La mayoría eran robles, y hoy han sido en gran parte talados. Ni uno quedó que se pueda comparar con los de aquellos tiempos. ¿Qué camino tomó, usía, para llegar hasta aquí? ¿Vino desde Limerick?<br /><br />-No. Killaloe.<br /><br />-Bueno, entonces pasó por el lugar donde estaba en los viejos tiempos el Murroa Wood. Fue cerca de allí que sir Dominick Sarsfield se encontró por primera vez con el Diablo, el Señor nos libre, y este fue un mal encuentro para él.<br /><br />Había tomado interés en esta aventura que había tenido lugar en el mismo marco que ahora me atraía tanto; y mi nuevo conocido, el pequeño encorvado, estaba bien dispuesto a narrarme la historia. Y comenzando a hablar, pronto nos sentamos.<br /><br />-Cuando sir Dominick estaba aquí, la propiedad estaba esplendorosa; y aquí tenían lugar grandes fiestas, había música y se le daba la bienvenida a todos aquellos que se acercaban. Había vino de tonel de clase, comida caliente, como para incendiar una ciudad, y cerveza y sidra, como para hacer flotar un buque. Esto duraba casi todo el mes, hasta que el tiempo y la lluvia estropeaban las diversiones de nuestras danzas. Por esa época comenzaba la feria de Allybally Killudeen, distrayéndonos con sus diversiones.<br /><br />"Pero sir Dominick sólo estaba comenzando, y no le había quedado método por intentar que lo llevase a deshacerse de su fortuna (bebida, dados, carreras, naipes y todo tipo de azares), con lo que no pasaron muchos años para que se viera en deuda y se convirtiera en un hombre muy desgraciado. Al mundo exterior mostró, mientras pudo, como que no ocurría nada. Luego vendió todos sus perros y luego fueron casi todos los caballos. Con eso se marchó a Francia, y nadie escuchó nada de él durante algo así como dos o tres años. Hasta que al final, muy inesperadamente, una noche se escuchó un golpe en la gran ventana de la cocina. Eran pasadas las diez y el viejo Connor Hanlon, mi abuelo el mayordomo, estaba sentado al lado del fuego, solo, calentándose. Soplaba un viento fuerte por las montañas, y silbaba a través de la copa de los árboles y hacía un ruido triste a través de la gran chimenea."<br /><br />El narrador miró fijo a la más cercana chimenea, visible desde su asiento.<br /><br />-Como no estaba seguro acerca del golpe en la ventana, se levantó y vio el rostro de su patrón. Mi abuelo se alegró de verlo bien, ya que hacía bastante tiempo que no tenía noticias de él; pero al mismo tiempo estaba triste porque habían cambiado las cosas y sólo estaban a cargo de la casa el viejo Juggy Broadrick y mi abuelo mismo, habiendo apenas un hombre en el establo, y era cosa muy lamentable volver a la propia casa en tal estado. Él le dio la mano a Connor y dijo:<br /><br />"-Vine aquí para hablarle. Dejé mi caballo con Dick en el establo; si no lo vuelvo a buscar antes del amanecer, quiere decir que jamás lo volveré a utilizar.<br /><br />"Dicho esto, fue a la gran cocina y tomó un taburete, donde se sentó para tomar un poco de calor del fuego.<br /><br />"-Siéntate, Connor, frente a mí, y escucha lo que voy a contar, y no temas decir lo que pienses.<br /><br />"Habló todo el tiempo mirando al fuego, con sus manos extendidas. Se veía muy cansado.<br /><br />"-¿Y por qué habría de temer, amo Dominick? -preguntó mi abuelo-. Usted ha sido un buen amo para mí, lo mismo que su padre, que su alma descanse en paz, antes de usted. Y soy sincero.<br /><br />"-Todo terminó para mí, Con -dijo sir Dominick.<br /><br />"-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo.<br /><br />"-Reza por ello -dijo sir Dominick-. Perdí mi última moneda; sólo queda esta vieja casa. Debo venderla y he venido, sin saber bien por qué, a dar un último vistazo y luego marcharme hacia la oscuridad.<br /><br />"Y dijo:<br /><br />"-Con, dicen que el Diablo te da dinero durante la noche que al otro día se convierte en guijarros, astillas y cáscaras de nuez. Si juega limpio, creo que podré hacer negocios con él esta noche.<br /><br />"-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo, con un sobresalto, mientras se santiguaba.<br /><br />"-¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cuánto tiempo pasó desde que el capitán Waller lidió conmigo por la joya en New Castle?<br /><br />-'Seis años, amo Dominick, y con el primer disparo le rompió la pierna.<br /><br />"-Lo hice, Con -dijo él- y ahora desearía que, en cambio, él me hubiera atravesado el corazón. ¿Tienes un whisky?<br /><br />"Mi abuelo tomó una botella de un aparador y sir Dominick lo sirvió en una copa.<br /><br />"-Saldré para echar un vistazo a mi caballo -dijo, levantándose y enfundándose con su capa, y con la mirada fija como si estuviese pensando en algo malo.<br /><br />"No tardaré más que un minuto en ir al establo y mirar el caballo por usted, señor -dijo mi abuelo.<br /><br />"-No iba a ir al establo -dijo sir Dominick-; puedo decirte la verdad, ya que lo sabrás tarde o temprano. Iba a ir a través del bosque; si vuelvo me verás en no más de una hora. De cualquier manera, no sería bueno que me siguieras, ya que si lo haces te dispararía y sería un mal fin para nuestra amistad.<br /><br />"Dicho esto, caminó por este pasillo de ahí. Abrió la puerta y salió hacia la espesura bajo la luz de la luna y el viento frío. Mi abuelo lo vio caminar a través del bosque, hasta que entró y cerró la puerta.<br /><br />"Sir Dominick se detuvo para pensar cuando se encontró en el medio del bosque. No se había dado cuenta cuando dejó la casa, pero el whisky no le había aclarado la mente, tan solo le había dado coraje.<br /><br />"Ya no sentía el viento, no temía a la muerte, ni pensaba en nada más que en la vergüenza y la caída de su familia.<br /><br />"De pronto no le vino mejor idea que seguir caminando hasta Murroa Wood, en donde podía subirse a uno de los robles para colgarse con su pañuelo de una de las ramas.<br /><br />"Era una brillante noche de luna llena, tan solo había una pequeña nube que de cuando en cuando ocultaba al satélite que, sin embargo, daba tanta luz como si fuera día.<br /><br />"Marchó hacia el bosque de Murroa, iba tan rápido que cada uno de sus pasos equivalía a tres normales. No tardó mucho tiempo en llegar al lugar en que los robles extendían sus sarmentosas raíces y sus ramas como si fueran los maderos de un techo, dejando filtrar, empero, algo de la luz lunar, y provocando unas sombras gruesas y tan espesas como la suela de mi zapato.<br /><br />"Ya estaba volviendo a su sobriedad, y comenzaba a afloja su paso, pensando que sería mejor enlistarse en el ejército del Rey de Francia.<br /><br />"En ese momento, cuando había resuelto para sí mismo no quitarse la vida, fue que comenzó a escuchar un leve tintineo a través del bosque y, de pronto, vio a un gran caballero justo enfrente suyo, que venía caminando por ese mismo lugar.<br /><br />"Era joven, tal como él, y vestía un sombrero ladeado, con un listón dorado a su alrededor, como el de un oficial, y una indumentaria como la que en algunas ocasiones vestían los oficiales franceses.<br /><br />"Los dos caballeros se quitaron sus respectivos sombreros, y el extraño dijo:<br /><br />"-Estoy reclutando, señor -dijo él- para mi soberano, y usted se dará cuenta de que mi dinero no se convertirá en guijarros, astillas y cáscaras de nuez a la mañana siguiente.<br /><br />"Al mismo tiempo sacó una gran bolsa repleta de oro; sir Dominick sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.<br /><br />"-No tema -dijo el extraño- el dinero no te consumirá. Si pruebas ser honesto y si esto prospera contigo, desearía proponerte un pacto. Hoy estamos a último día de febrero -continuó- te serviré durante siete años exactos, y al término de los mismos tú me servirás a mí. Volveré a buscarte cuando el séptimo año se cumpla, cuando el reloj surque el minuto entre febrero y marzo. Tú no me verás como un mal amo, ni tampoco como un mal sirviente. Amo mis propiedades; y ordeno todos los placeres y glorias del mundo. El contrato se iniciará hoy, y el arriendo se cumplirá en la medianoche del último día nombrado; y en el año de -me dijo el año, pero ciertamente lo olvidé- y si tú prefieres esperar para ver el progreso antes de firmar, tendrás un plazo de ocho meses y 28 días. Pero en este lapso no puedo hacer gran cosa por ti; y si llegado el día no quieres firmar, todo lo que te otorgué se desvanecerá, y te encontrarás tal y como esta noche, listo para colgarte del primer árbol.<br /><br />"Bien, sir Dominick eligió esperar, y regresó a la casa con la bolsa llena de oro, tan redonda como su sombrero. Mi abuelo se alegró de ver a su amo seguro y regresando tan pronto. Llamó nuevamente por la cocina y dejó caer la bolsa sobre la mesa. Se quedó parado y moviendo los hombros, como si hubiera estado cargando un gran peso sobre ellos; miró la bolsa y mi abuelo lo miró a él, y de él a la bolsa y nuevamente a él. Sir Dominick se veía pálido como una hoja de papel.<br /><br />"-No lo se, Con, ¿qué habrá dentro? Es la carga más pesada que jamás acarreé.<br /><br />"Se mostró tímido para abrirla y antes de hacerlo hizo que mi abuelo avivara el fuego de la chimenea. Una vez abierta, vieron que la bolsa estaba repleta de monedas de oro, nuevas y brillosas, como si fueran recién salida de la casa de la moneda.<br /><br />"Sir Dominick hizo que mi abuelo se sentara a su lado mientras contaba cada una de las monedas de la bolsa.<br /><br />"No faltaba mucho para que rompiera el día cuando terminó de contar, y sir Dominick le hizo jurar a mi abuelo que no diría palabra de aquel asunto a nadie. Y él lo guardó en secreto.<br /><br />"Cuando el plazo de los ocho meses y veintiocho días estaba cerca de expirar, sir Dominick regresó muy preocupado a esta casa. No sabía bien qué hacer. Nadie más que mi abuelo sabía algo sobre el tema, y no conocía ni la mitad de lo que había pasado.<br /><br />"A medida que se acercaba el final del mes de octubre, sir Dominick se iba angustiando cada vez más.<br /><br />"Una vez que pudo tranquilizarse pensando que no tendría que decir más nada sobre el asunto, ni hablar nuevamente con aquel que conociera en el bosque de Murroa, las deudas volvieron a hacer palpitar su corazón. Sólo unas semanas antes de la expiración del plazo, todo comenzó a andar mal. Un hombre le escribió desde Londres para decir que sir Dominick había pagado trescientas libras al hombre equivocado, y que debería pagar de nuevo; otro reclamaba una deuda de la que nunca antes había oído nada; y otro más, en Dublín, negaba el pago de una gran deuda, y sir Dominick no tenía idea de dónde había puesto los recibos. Por la misma fecha tuvo una cincuentena de reclamos similares.<br /><br />"Una vez que llegó la noche del 28 de octubre, estaba por volverse loco con la cantidad de reclamos que le llegaban de todos lados. Sólo veía como salida el recurrir a su terrible amigo, aquel a quien había conocido aquella noche en el bosque de aquí cerca.<br /><br />"Así que decidió marchar para cumplimentar el asunto que ya había iniciado, a la misma hora que había ido la última vez. Se quitó el crucifijo que llevaba en torno al cuello, ya que era católico, y su pequeño evangelio, y se deshizo de la astilla de la Sagrada Cruz que guardaba en un relicario, ya que desde que había tomado dinero proveniente del El Maligno, había comenzado a sentir miedo, y se había hecho de diversos elementos para protegerse del poder del demonio. Pero esa noche no se atrevía a llevarlos consigo, así que se los dio en la mano a mi abuelo, sin decirle palabra, con el rostro tan blanco como el papel. Luego tomó su sombrero y espada y le dijo a mi abuelo que estuviera pendiente de su regreso para luego salir hacia el bosque.<br /><br />"Era una noche tranquila, y la luna, no tan brillante como la primera noche, iluminaba el brezal y las rocas y caía sobre el solitario bosque de robles.<br /><br />"Su corazón iba latiendo, a medida que se acercaba al lugar, con mayor fuerza. No había sonido alguno, ni siquiera el aullido distante del perro de la villa cercana. Si no fuera por sus deudas y pérdidas que lo estaban por volver loco y, a pesar del temor por su alma, esperanzas del paraíso y de todo lo que su buen ángel le susurraba al oído, se habría dado la vuelta, habría enviado por su clérigo para que le tomare la confesión y le diera una penitencia, para poder cambiar su camino hacia una buena vida, ya que había llegado al punto de aterrorizarse por el pacto que iba a realizar.<br /><br />"Aligeró el paso hasta que llegó al mismo lugar bajo las grandes ramas del viejo roble. Se detuvo y se sintió tan frío como un muerto. Imagínese que no se sintió mucho mejor cuando vio venir al mismo hombre por detrás del gran árbol.<br /><br />"-Encontró que el dinero fue bueno -dijo éste- pero no fue suficiente. No importa, tendrás suficiente como para ahorrar. Te haré una sugerencia para que cada vez que necesites mi servicio, cada vez que desees verme, sólo tendrás que acudir a este lugar y recordar mi rostro en tu mente, y desear mi presencia. Ahora para fin de año ya no deberás ni un centavo, y nunca perderás a los naipes, siempre tendrás el mejor lanzamiento de dados y apostarás al caballo correcto. ¿Estás complacido?<br /><br />"La voz de sir Dominick casi se atenazaba en su garganta, pero emitió una o dos palabras que significaban su consentimiento. Y con esto El Maligno lo tocó con una aguja, invitándolo a escribir unas palabras que tenía que repetir y que sir Dominick no comprendió, sobre dos delgadas hojas de pergamino. Con una de ellas se quedó el caballero, y la otra se la entregó a sir Dominick, dándosela en la misma mano de la que había tomado su sangre. También le cerró la herida, ¡y esto es verdad, como que usted está ahí sentado!<br /><br />"Bueno, sir Dominick regresó a casa. Estaba muy asustado. Pero poco a poco iba calmándose. En breve tiempo se vio librado de sus deudas. El dinero pronto le cayó en avalancha, y nunca hizo apuesta o tomó parte en juego de azar que no ganara; y por sobre todo, no hubo pobre en sus propiedades que no fuese menos feliz que sir Dominick.<br /><br />"Él volvió a los viejos tiempos, cuando el dinero propiciaba que hubiera sabuesos, caballos y vino en abundancia, muchos invitados, diversiones y todo aquello que alegraba la gran casa. Y algunos dijeron que sir Dominick estaba pensando en casarse, en tanto otros decían que no. De cualquier modo, algo había que lo preocupaba más de lo común y una noche, sin que nadie lo supiera, marchó al bosque de robles. Mi abuelo pensó que sería algún problema con una joven y bella dama de la que estaba celoso y enamorado. Pero es sólo una suposición.<br /><br />"Bien, sir Dominick se metió en el bosque, caminando y espantándose cada vez más a medida que se iba acercando al punto de encuentro; luego de un rato allí, se estaba por volver sobre sus pasos, cuando vio a quien había ido a ver, sentado sobre una gran roca, bajo uno de los árboles. En lugar de estar ataviado como un elegante caballero, con el listón dorado y la gran vestimenta, ahora estaba vestido con harapos y su estatura era del doble que antes. Su rostro estaba embadurnado de hollín y tenía un gran martillo metálico, que se veía tan pesado como cincuenta, con un mango de casi un metro de largo entre sus rodillas. Estaba tan oscuro que no le vio claramente por un largo rato.<br /><br />"Se paró, vio que tenía un tamaño descomunal. Qué ocurrió entre ellos mi abuelo jamás escuchó, pero sir Dominick se empezó a volver un tipo melancólico, noche tras noche, y no reía por nada ni decía palabra alguna a nadie. Cada vez empeoraba más y se volvía más solitario. Y esa cosa, cualquiera que fuera, solía atacarle espontáneamente, algunas veces de una forma y otras veces de otra, podía ser en lugares solitarios o cuando regresaba cabalgando solo a casa. Al final se desesperó tanto que envió por el sacerdote.<br /><br />"El cura estuvo con él por largo tiempo, y cuando hubo escuchado toda la historia se marchó rápidamente en busca del obispo, quien estuvo aquí al día siguiente, dándole un buen consejo a sir Dominick. Le dijo que debía cortar por lo sano con los dados, los juramentos y la bebida, y que debía deshacerse de las malas compañías, para vivir en la virtud hasta que se cumpliera el plazo de siete años. Y si el Diablo no venía por él durante el minuto posterior a las doce en punto del primero de marzo, él estaría a salvo del pacto. No faltaban más de ocho o diez meses para que se cumpliera el plazo de los siete años, y sir Dominick vivió todo ese tiempo de acuerdo al consejo del obispo, tan estrictamente como si estuviera en un retiro.<br /><br />"Bien, usted puede suponer que se sintió raro hasta que llegó la mañana del 28 de febrero.<br /><br />"El cura llegó ese día, y sir Dominick y el reverendo se encerraron juntos en el cuarto que usted ve ahí, donde estuvieron rezando hasta casi la medianoche y durante la siguiente hora. No hubo signos de desorden ni mayor disturbio, y el obispo durmió esa noche en la habitación contigua de sir Dominick, despertando confortable al otro día, estrechando sus manos y besándose como dos camaradas luego de una victoria en la guerra.<br /><br />"Sir Dominick creyó que tendría una placentera velada, luego de todas sus abstinencias y oraciones, así que invitó a una docena de sus camaradas, incluidos el cura, a cenar con él, y hubo copas y un sinfín de vino, juramentos, dados, naipes, cantinelas y cuentos, pero nada bueno para escuchar, de manera que él sacerdote se marchó cuando vio el rumbo que habían tomado las cosas. No faltaba mucho para la medianoche cuando sir Dominick, sentado a la cabeza de su mesa, exclamó:<br /><br />"-¡Este es el mejor primero de marzo que jamás pasé con mis amigos!<br /><br />"-Pero si no estamos a primero de marzo -dijo el señor Hiffernan de Ballyvoreen. Era un hombre erudito y siempre tenía un almanaque.<br /><br />"-¿Qué día es entonces? -preguntó sir Dominick, pasmado, dejando caer una cuchara en el plato y mirándolo fijamente, como si tuviera dos cabezas.<br /><br />"-Estamos a veintinueve de febrero, año bisiesto -dijo.<br /><br />"Y mientras hablaban de esto, el reloj anunció las doce de la noche; y mi abuelo, que estaba medio dormido en su silla junto a la chimenea del vestíbulo, abrió los ojos y vio a un caballero robusto y no muy alto, con una capa y un cabello muy largo y negro, que escapaba de su sombrero, parado en ese lugar donde se ve esa luz contra la pared."<br /><br />Mi encorvado amigo apuntó con su bastón a una pequeña franja que iluminaba la luz del atardecer, que hacía un relieve sobre la profunda oscuridad del pasillo.<br /><br />-Dile a tu amo -dijo él con una voz espantosa, como la del gruñido de una bestia- que estoy aquí por un contrato, y que lo esperaré durante un minuto.<br /><br />"Mi abuelo subió por esas escaleras sobre las cuales usted está sentado.<br /><br />"-Dile que aún no puedo bajar -dijo sir Dominick, y volviéndose a sus compañeros en el cuarto, les dijo, con un sudor frío en la frente-: Por el amor de Dios, caballeros, ¿alguno de ustedes podría saltar por la ventana e ir en busca del cura?<br /><br />"Todos se miraron entre sí, sin saber qué hacer, y en ese momento mi abuelo regresó diciendo:<br /><br />"-Señor, dice que, a no ser que baje, él subirá por usted.<br /><br />"-No comprendo esto, caballeros, veré que significa -dijo sir Dominick, al tiempo que recomponía su semblante y caminaba a través del cuarto, como un hombre condenado al que su verdugo espera fuera. Al bajar las escaleras, algunos de sus camaradas espiaron a través del pasamanos. Mi abuelo iba caminando seis u ocho escalones detrás suyo, y llegó a ver al extraño dar unas zancadas en dirección a sir Dominick. Lo tomó entre sus brazos e hizo girar su cabeza contra la pared. En ese momento las velas y los leños de las chimeneas se apagaron con un fuerte viento que recorrió todo el piso.<br /><br />"Los compañeros bajaron corriendo. Un golpe provino de la puerta principal. Algunos corrieron para arriba y otros para abajo, con faroles. Encontraron a sir Dominick. Alumbraron su cadáver y pusieron sus hombros contra la pared; pero no pudo decir ni media palabra, ya se había enfriado y se estaba poniendo tieso.<br /><br />"Pat Donovan llegaba tarde esa noche. Luego que traspasó el pequeño arroyo, y que su carruaje se encaminó hacia la casa, faltando unos veinticinco metros para llegar, su perro, que estaba a su lado, dio un giro súbito y brincó, dando un aullido que se habrá escuchado a una milla a la redonda; en ese momento dos hombres pasaron a su lado en silencio, provenientes de la casa. Uno de ellos era pequeño y robusto y el otro como sir Dominick, pero sólo la forma, ya que como había muy poca luz bajo los árboles por donde pasaron, sólo se veían como sombras. Cuando pasaron por ahí, él no pudo escuchar sus pasos. Se asustó bastante y, cuando llegó a la casa, encontró a todos en una gran confusión, en torno al cadáver del dueño, con la cabeza en pedazos, yaciendo en aquel lugar."<br /><br />El narrador se detuvo y me indicó con la punta de su bastón el sitio exacto en donde estaba el cuerpo de sir Dominick, y mientras miraba, las sombras iban oscureciendo el manchón rojizo, a medida que el sol se iba ocultando tras las distantes colinas de New Castle, dejando la fantasmagórica escena en el profundo gris de la penumbra.<br /><br />Al fin el narrador y yo partimos, no sin despedirnos con buenos deseos y una pequeña "propina" de mi parte que no fue mal venida.<br /><br />Estaba oscuro y la luna brillaba en lo alto cuando llegué a la villa, monté mi caballo y di una última mirada al lugar de la terrible leyenda de Dunoran.<br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-57985745945854779082008-11-24T02:12:00.000+00:002008-11-24T02:13:49.917+00:00Un Destripador de Antaño (Historias y cuentos de Galicia)La leyenda del «destripador», asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo, jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.<br /><br />- I -<br /><br />Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por la chimenea -pues no la tenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia-, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!<br /><br />El complemento del asunto -gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico- era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el sol, oval y descolorida, donde sólo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado -sin asomo de ofeliana coquetería- con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía -al decir de las gentes- singular parecido.<br /><br />La célebre patrona, objeto de fervorosa devoción para los aldeanos de aquellos contornos, era un «cuerpo santo», traído de Roma por cierto industrioso gallego, especie de Gil Blas, que, habiendo llegado, por azares de la fortuna a servidor de un cardenal romano, no pidió otra recompensa, al terminar, por muerte de su amo, diez años de buenos y leales servicios, que la urna y efigie que adornaban el oratorio del cardenal. Diéronselas y las trajo a su aldea, no sin aparato. Con sus ahorrillos y alguna ayuda del arzobispo, elevó modesta capilla, que a los pocos años de su muerte las limosnas de los fieles, la súbita devoción despertada en muchas leguas a la redonda, transformaron en rico santuario, con su gran iglesia barroca y su buena vivienda para el santero, cargo que desde luego asumió el párroco, viniendo así a convertirse aquella olvidada parroquia de montaña en pingue canonjía. No era fácil averiguar con rigurosa exactitud histórica, ni apoyándose en documentos fehacientes e incontrovertibles, a quién habría pertenecido el huesecillo del cráneo humano incrustado en la cabeza de cera de la Santa. Solo un papel amarillento, escrito con letra menuda y firme y pegado en el fondo de la urna, afirmaba ser aquellas las reliquias de la bienaventurada Herminia, noble virgen que padeció martirio bajo Diocleciano. Inútil parece buscar en las actas de los mártires el nombre y género de muerte de la bienaventurada Herminia. Los aldeanos tampoco lo preguntaban, ni ganas de meterse en tales honduras. Para ellos, la Santa no era figura de cera, sino el mismo cuerpo incorrupto; del nombre germánico de la mártir hicieron el gracioso y familiar de Minia, y a fin de apropiárselo mejor, le añadieron el de la parroquia, llamándola Santa Minia de Tornelos. Poco les importaba a los devotos montañeses el cómo ni el cuándo de su Santa; veneraban en ella la Inocencia y el Martirio, el heroísmo de la debilidad; cosa sublime.<br /><br />A la rapaza del molino le habían puesto Minia en la pila bautismal, y todos los años, el día de la fiesta de su patrona, arrodillábase la chiquilla delante de la urna tan embelesada con la contemplación de la Santa, que ni acertaba a mover los labios rezando. La fascinaba la efigie, que para ella también era un cuerpo real, un verdadero cadáver. Ello es que la Santa estaba preciosa; preciosa y terrible a la vez. Representaba la cérea figura a una jovencita como de quince años, de perfectas facciones pálidas. Al través de sus párpados cerrados por la muerte, pero ligeramente revulsos por la contracción de la agonía, veíanse brillar los ojos de cristal con misterioso brillo. La boca, también entreabierta, tenía los labios lívidos, y transparecía el esmalte de la dentadura. La cabeza, inclinada sobre el almohadón de seda carmesí que cubría un encaje de oro ya deslucido, ostentaba encima del pelo rubio una corona de rosas de plata; y la postura permitía ver perfectamente la herida de la garganta, estudiada con clínica exactitud; las cortadas arterias, la laringe, la sangre, de la cual algunas gotas negreaban sobre el cuello. Vestía la Santa dalmática de brocado verde sobre túnica de tafetán color de caramelo, atavío más teatral que romano en el cual entraban como elemento ornamental bastantes lentejuelas e hilillos de oro. Sus manos, finísimamente modeladas y exangües, se cruzaban sobre la palma de su triunfo. Al través de los vidrios de la urna, al reflejo de los cirios, la polvorienta imagen y sus ropas, ajadas por el transcurso del tiempo, adquirían vida sobrenatural. Diríase que la herida iba a derramar sangre fresca.<br /><br />La chiquilla volvía de la iglesia ensimismada y absorta. Era siempre de pocas palabras; pero un mes después de la fiesta patronal, difícilmente salía de su mutismo, ni se veía en sus labios la sonrisa, a no ser que los vecinos le dijesen que «se parecía mucho con la Santa».<br /><br />Los aldeanos no son blandos de corazón; al revés, suelen tenerlo tan duro y callado como las palmas de las manos; pero cuando no esta en juego su interés propio, poseen cierto instinto de justicia que los induce a tomar el partido del débil oprimido por el fuerte. Por eso miraban a Minia con profunda lástima. Huérfana de padre y madre, la chiquilla vivía con sus tíos. El padre de Minia era molinero, y se había muerto de intermitentes palúdicas, mal frecuente en los de su oficio; la madre le siguió al sepulcro, no arrebatada de pena, que en una aldeana sería extraño género de muerte, sino a poder de un dolor de costado que tomó saliendo sudorosa de cocer la hornada de maíz. Minia quedó solita a la edad de año y medio, recién destetada. Su tío, Juan Ramón -que se ganaba la vida trabajosamente en el oficio de albañil, pues no era amigo de labranza-, entró en el molino como en casa propia, y, encontrando la industria ya fundada, la clientela establecida, el negocio entretenido y cómodo, ascendió a molinero, que en la aldea es ascender a personaje. No tardó en ser su consorte la moza con quien tenía trato, y de quien poseía ya dos frutos de maldición: varón y hembra. Minia y estos retoños crecieron mezclados, sin más diferencia aparente sino que los chiquitines decían al molinero y a la molinera papai y mamai, mientras Minia, aunque nadie se lo hubiese enseñado, no los llamó nunca de otro modo que «señor tío» y «señora tía».<br /><br />Si se estudiase a fondo la situación de la familia, se verían diferencias más graves. Minia vivía relegada a la condición de criada o moza de faena. No es decir que sus primos no trabajasen, porque el trabajo a nadie perdona en casa del labriego; pero las labores más viles, las tareas más duras, guardábanse para Minia. Su prima Melia, destinada por su madre a costurera, que es entre las campesinas profesión aristocrática, daba a la aguja en una sillita, y se divertía oyendo los requiebros bárbaros y las picardihuelas de los mozos y mozas que acudían al molino y se pasaban allí la noche en vela y broma, con notoria ventaja del diablo y no sin frecuente e ilegal acrecentamiento de nuestra especie. Minia era quien ayudaba a cargar el carro de tojo; la que, con sus manos diminutas, amasaba el pan; la que echaba de comer al becerro, al cerdo y a las gallinas; la que llevaba a pastar la vaca, y, encorvada y fatigosa, traía del monte el haz de leña, o del soto el saco de castañas, o el cesto de hierba del prado. Andrés, el mozuelo, no la ayudaba poco ni mucho; pasábase la vida en el molino, ayudando a la molienda y al maquileo, y de riola, fiesta, canto y repiqueteo de panderetas con los demás rapaces y rapazas. De esta temprana escuela de corrupción sacaba el muchacho pullas, dichos y barrabasadas que a veces molestaban a Minia, sin que ella supiese por qué ni tratase de comprenderlo.<br /><br />El molino, durante varios años, produjo lo suficiente para proporcionar a la familia cierto desahogo. Juan Ramón tomaba el negocio con interés, estaba siempre a punto aguardando por la parroquia, era activo, vigilante y exacto. Poco a poco, con el desgaste de la vida que corre insensible y grata, resurgieron sus aficiones a la holgazanería y al bienestar, y empezaron los descuidos, parientes tan próximos de la ruina. ¡El bienestar! Para un labriego estriba en poca cosa: algo más del torrezno y unto en el pote, carne de vez en cuando, pantrigo a discreción, leche cuajada o fresca, esto distingue al labrador acomodado del desvalido. Después viene el lujo de la indumentaria: el buen traje de rizo, las polainas de prolijo pespunte, la camisa labrada, la faja que esmaltan flores de seda, el pañuelo majo y la botonadura de plata en el rojo chaleco. Juan Ramón tenía de estas exigencias, y acaso no fuesen ni la comida ni el traje lo que introducía desequilibrio en su presupuesto, sino la pícara costumbre, que iba arraigándose, de «echar una pinga» en la taberna del Canelo, primero, todos los domingos; luego, las fiestas de guardar; por último muchos días en que la Santa Madre Iglesia no impone precepto de misa a los fieles. Después de las libaciones, el molinero regresaba a su molino, ya alegre como unas pascuas, ya tétrico, renegando de su suerte y con ganas de arrimar a alguien un sopapo. Melia, al verle volver así, se escondía. Andrés, la primera vez que su padre le descargó un palo con la tranca de la puerta, se revolvió como una fiera, le sujetó y no le dejó ganas de nuevas agresiones; Pepona, la molinera, más fuerte, huesuda y recia que su marido, también era capaz de pagar en buena moneda el cachete; sólo quedaba Minia, víctima sufrida y constante. La niña recibía los golpes con estoicismo, palideciendo a veces cuando sentía vivo dolor -cuando, por ejemplo, la hería en la espinilla o en la cadera la punta de un zueco de palo-, pero no llorando jamás. La parroquia no ignoraba estos tratamientos, y algunas mujeres compadecían bastante a Minia. En las tertulias del atrio, después de misa; en las deshojas del maíz, en la romería del santuario, en las ferias, comenzaba a susurrarse que el molinero se empeñaba, que el molino se hundía, que en las maquilas robaban sin temor de Dios, y que no tardaría la rueda en pararse y los alguaciles en entrar allí para embargarles hasta la camisa que llevaban sobre los lomos.<br /><br />Una persona luchaba contra la desorganización creciente de aquella humilde industria y aquel pobre hogar. Era Pepona, la molinera, mujer avara, codiciosa, ahorrona hasta de un ochavo, tenaz, vehemente y áspera. Levantada antes que rayase el día, incansable en el trabajo, siempre se la veía, ya inclinada labrando la tierra, ya en el molino regateando la maquila, ya trotando, descalza, por el camino de Santiago adelante con una cesta de huevos, aves y verduras en la cabeza, para ir a venderla al mercado. Mas ¿qué valen el cuidado y el celo, la economía sórdida de una mujer, contra el vicio y la pereza de dos hombres? En una mañana se bebía Juan Ramón, en una noche de tuna despilfarraba Andrés el fruto de la semana de Pepona.<br /><br />Mal andaban los negocios de la casa, y peor humorada la molinera, cuando vino a complicar la situación un año fatal, año de miseria y sequía, en que, perdiéndose la cosecha del maíz y trigo, la gente vivió de averiadas habichuelas, de secos habones, de pobres y héticas hortalizas, de algún centeno de la cosecha anterior, roído ya por el cornezuelo y el gorgojo. Lo más encogido y apretado que se puede imaginar en el mundo, no acierta a dar idea del grado de reducción que consigue el estómago de un labrador gallego y la vacuidad a que se sujetan sus elásticas tripas en años así. Berzas espesadas con harina y suavizadas con una corteza de tocino rancio; y esto un día y otro día, sin sustancia de carne, sin gota de vino para reforzar un poco los espíritus vitales y devolver vigor al cuerpo. La patata, el pan del pobre, entonces apenas se conocía, porque no sé si dije que lo que voy contando ocurrió en los primeros lustros del siglo décimonono.<br /><br />Considérese cuál andaría con semejante añada el molino de Juan Ramón. Perdida la cosecha, descansaba forzosamente la muela. El rodezno, parado y silencioso, infundía tristeza; semejaba el brazo de un paralítico. Los ratones, furiosos de no encontrar grano que roer, famélicos también ellos, correteaban alrededor de la piedra, exhalando agrios chillidos. Andrés, aburrido por la falta de la acostumbrada tertulia, se metía cada vez más en danzas y aventuras amorosas, volviendo a casa como su padre, rendido y enojado, con las manos que le hormigueaban por zurrar. Zurraba a Minia con mezcla de galantería rústica y de brutalidad, y enseñaba los dientes a su madre porque la pitanza era escasa y desabrida. Vago ya de profesión, andaba de feria en feria buscando lances, pendencias y copas. Por fortuna, en primavera cayó soldado y se fue con el chopo camino de la ciudad. Hablando como la dura verdad nos impone, confesaremos que la mayor satisfacción que pudo dar a su madre fue quitársele de la vista: ningún pedazo de pan traía a casa, y en ella solo sabía derrochar y gruñir, confirmando la sentencia: «Donde no hay harina, todo es mohína».<br /><br />La víctima propiciatoria, la que expiaba todos los sinsabores y desengaños de Pepona, era..., ¿quién había de ser? Siempre había tratado Pepona a Minia con hostil indiferencia; ahora, con odio sañudo de impía madrastra. Para Minia los harapos; para Melia los refajos de grana; para Minia la cama en el duro suelo; para Melia un leito igual al de sus padres; a Minia se le arrojaba la corteza de pan de borona enmohecido, mientras el resto de la familia despachaba el caldo calentito y el compango de cerdo. Minia no se quejaba jamás. Estaba un poco más descolorida y perpetuamente absorta, y su cabeza se inclinaba a veces lánguidamente sobre el hombro, aumentándose entonces su parecido con la Santa. Callada, exteriormente insensible, la muchacha sufría en secreto angustia mortal, inexplicables mareos, ansias de llorar, dolores en lo más profundo y delicado de su organismo, misteriosa pena, y, sobre todo, unas ganas constantes de morirse para descansar yéndose al cielo... Y el paisajista o el poeta que cruzase ante el molino y viese el frondoso castaño, la represa con su agua durmiente y su orla de cañas, la pastorcilla rubia, que, pensativa, dejaba a la vaca saciarse libremente por el lindero orlado de flores, soñaría con idilios y haría una descripción apacible y encantadora de la infeliz niña golpeada y hambrienta, medio idiota ya a fuerza de desamores y crueldades.<br /><br />- II -<br /><br />Un día descendió mayor consternación que nunca sobre la choza de los molineros. Era llegado el plazo fatal para el colono: vencía el término del arriendo, y, o pagaba al dueño del lugar, o se verían arrojados de él y sin techo que los cobijase, ni tierra donde cultivar las berzas para el caldo. Y lo mismo el holgazán Juan Ramón que Pepona la diligente, profesaban a aquel quiñón de tierra el cariño insensato que apenas profesarían a un hijo pedazo de sus entrañas. Salir de allí se les figuraba peor que ir para la sepultura: que esto, al fin, tiene que suceder a los mortales, mientras lo otro no ocurre sino por impensados rigores de la suerte negra. ¿Dónde encontrarían dinero? Probablemente no había en toda la comarca las dos onzas que importaba la renta del lugar. Aquel año de miseria -calculó Pepona-, dos onzas no podían hallarse sino en la boeta o cepillo de Santa Minia. El cura si que tendría dos onzas, y bastantes más, cosidas en el jergón o enterradas en el huerto... Esta probabilidad fue asunto de la conversación de los esposos, tendidos boca a boca en el lecho conyugal, especie de cajón con una abertura al exterior, y dentro un relleno de hojas de maíz y una raída manta. En honor de la verdad, hay que decir que a Juan Ramón, alegrillo con los cuatro tragos que había echado al anochecer para confortar el estómago casi vacío, no se le ocurría siquiera aquello de las onzas del cura hasta que se lo sugirió, cual verdadera Eva, su cónyuge; y es justo observar también que contestó a la tentación con palabras muy discretas, como si no hablase por su boca el espíritu parral.<br /><br />-Oyes, tú, Juan Ramón... El clérigo sí que tendrá a rabiar lo que aquí nos falta... Ricas onciñas tendrá el clérigo.<br /><br />-¿Tú roncas, o me oyes, o qué haces?<br /><br />-Bueno, ¡rayo!, y si las tiene, ¿qué rayos nos interesa? Dar, no nos las ha de dar.<br /><br />-Darlas, ya se sabe; pero... emprestadas...<br /><br />-¡Emprestadas! Sí, ve a que te empresten...<br /><br />-Yo digo emprestadas así, medio a la fuerza... ¡Malditos!... No sois hombres, no tenéis de hombres sino la parola... Si estuviese aquí Andresiño..., un día..., al oscurecer...<br /><br />-Como vuelvas a mentar eso, los diaños lleven si no te saco las muelas del bofetón...<br /><br />-Cochinos de cobardes; aún las mujeres tenemos más riñones...<br /><br />-Loba, calla; tú quieres perderme. El clérigo tiene escopeta... y a más quieres que Santa Minia mande una centella que mismamente nos destrice...<br /><br />-Santa Minia es el miedo que te come...<br /><br />-¡Toma, malvada!...<br /><br />-¡Pellejo, borranchón!...<br /><br />Estaba echada Minia sobre un haz de paja, a poca distancia de sus tíos, en esa promiscuidad de las cabañas gallegas, donde irracionales y racionales, padres e hijos, yacen confundidos y mezclados. Aterida de frío bajo su ropa, que había amontonado para cubrirse -pues manta Dios la diese-, entreoyó algunas frases sospechosas y confusas, las excitaciones sordas de la mujer, los gruñidos y chanzas vinosas del hombre. Tratábase de la Santa... Pero la niña no comprendió. Sin embargo, aquello le sonaba mal; le sonaba a ofensa, a lo que ella, si tuviese nociones de lo que tal palabra significa, hubiese llamado desacato. Movió los labios para rezar la única oración que sabía, y así rezando, se quedó traspuesta. Apenas le salteó el sueño, le pareció que una luz dorada y azulada llenaba el recinto de la choza. En medio de aquella luz, o formando aquella luz, semejante a la que despedía la «madama de fuego» que presentaba el cohetero en la fiesta patronal, estaba la Santa, no reclinada, sino de pie, y blandiendo su palma como si blandiese un arma terrible. Minia creía oír distintamente estas palabras. «¿Ves? Los mato». Y mirando hacia el lecho de sus tíos, los vio cadáveres, negros, carbonizados, con la boca torcida y la lengua de fuera. En este momento se dejó oír el sonoro cántico del gallo; la becerrilla mugió en el establo, reclamando el pezón de su madre... Amanecía.<br /><br />Si pudiese la niña hacer su gusto, se quedaría acurrucada entre la paja la mañana que siguió a su visión. Sentía gran dolor en los huesos, quebrantamiento general, sed ardiente. Pero la hicieron levantar, tirándola del pelo y llamándola holgazana, y, según costumbre, hubo de sacar el ganado. Con su habitual pasividad no replicó; agarró la cuerda y echó hacia el pradillo. La Pepona, por su parte, habiéndose lavado primero los pies y luego la cara en el charco más próximo a la represa del molino, y puéstose el dengue y el mantelo de los días grandes y también -lujo inaudito- los zapatos, colocó en una cesta hasta dos docenas de manzanas, una pella de manteca envuelta en una hoja de col, algunos huevos y la mejor gallina ponedora, y, cargando la cesta en la cabeza, salió del lugar y tomó el camino de Compostela con aire resuelto. Iba a implorar, a pedir un plazo, una prórroga, un perdón de renta, algo que les permitiese salir de aquel año terrible sin abandonar el lugar querido, fertilizado con su sudor... Porque las dos onzas del arriendo..., ¡quia! en la boeta de Santa Minia o en el jergón del clérigo seguirían guardadas, por ser un calzonazos Juan Ramón y faltar de la casa Andresiño..., y no usar ella, en lugar de refajos, las mal llevadas bragas del esposo.<br /><br />No abrigaba Pepona grandes esperanzas de obtener la menor concesión, el más pequeño respiro. Así se lo decía a su vecina y comadre Jacoba de Alberte, con la cual se reunió en el crucero, enterándose de que iba a hacer la misma jornada, pues Jacoba tenía que traer de la ciudad medicina para su hombre, afligido con un asma de todos los demonios, que no le dejaba estar acostado, ni por las mañanas casi respirar. Resolvieron las dos comadres ir juntas para tener menos miedo a los lobos o a los aparecidos, si al volver se les echaba la noche encima; y pie ante pie, haciendo votos porque no lloviese, pues Pepona llevaba a cuestas el fondito del arca, emprendieron su caminata charlando.<br /><br />-Mi matanza -dijo la Pepona- es que no podré hablar cara a cara con el señor marqués, y al apoderado tendré que arrodillarme. Los señores de mayor señorío son siempre los más compadecidos del pobre. Los peores, los señoritos hechos a puñetazos, como don Mauricio, el apoderado; esos tienen el corazón duro como las piedras y le tratan a uno peor que a la suela del zapato. Le digo que voy allá como el buey al matadero.<br /><br />La Jacoba, que era una mujercilla pequeña, de ojos ribeteados, de apergaminadas facciones, con dos toques, cual de ladrillos en los pómulos, contestó en voz plañidera:<br /><br />-¡Ay comadre! Iba yo cien veces a donde va, y no quería ir una a donde voy. ¡Santa Minia nos valga! Bien sabe el Señor Nuestro Dios que me lleva la salud del hombre, porque la salud vale más que las riquezas. No siendo por amor de la salud, ¿quién tiene valor de pisar la botica de don Custodio?<br /><br />Al oír este nombre, viva expresión de curiosidad azorada se pintó en el rostro de la Pepona y arrugóse su frente, corta y chata, donde el pelo nacía casi a un dedo de las tupidas cejas.<br /><br />-¡Ay! Sí, mujer... Yo nunca allá fui. Hasta por delante de la botica no me da gusto pasar. Andan no sé qué dichos, de que el boticario hace «meigallos».<br /><br />-Eso de no pasar, bien se dice; pero cuando uno tiene la salud en sus manos... La salud vale más que todos los bienes de este mundo; y el pobre que no tiene otro caudal sino la salud, ¿qué no hará por conseguirla? Al demonio era yo capaz de ir a pedirle en el infierno la buena untura para mi hombre. Un peso y doce reales llevamos gastados este año en botica, y nada; como si fuese agua de la fuente; que hasta es un pecado derrochar los cuartos así, cuando no hay una triste corteza para llevar a la boca. De manera es que ayer por la noche, mi hombre, que tosía que casi arreventaba, me dijo, dice: «¡Ei!, Jacoba: o tú vas a pedirle a don Custodio la untura, o yo espicho. No hagas caso del médico; no hagas caso, si a manos viene, ni de Cristo Nuestro Señor; a don Custodio has de ir; que si él quiere, del apuro me saca con sólo dos cucharaditas de los remedios que sabe hacer. Y no repares en dinero, mujer, no siendo que quiéraste quedar viuda.» Así es que... -Jacoba metió misteriosamente la mano en el seno y extrajo, envuelto en un papelito, un objeto muy chico- aquí llevo el corazón del arca... ¡un dobloncillo de a cuatro! Se me van los «espíritus» detrás de él; me cumplía para mercar ropa, que casi desnuda en carnes ando; pero primero es la vida del hombre, mi comadre..., y aquí lo llevo para el ladro de don Custodio. Asús me perdone.<br /><br />La Pepona reflexionaba, deslumbrada por la vista del doblón y sintiendo en el alma una oleada tal de codicia que la sofocaba casi.<br /><br />-Pero diga, mi comadre -murmuró con ahínco, apretando sus grandes dientes de caballo y echando chispas por los ojuelos-. Diga: ¿cómo hará don Custodio para ganar tantos cuartos? ¿Sabe qué se cuenta por ahí? Que mercó este año muchos lugares del marqués. Lugares de los más riquísimos. Dicen que ya tiene mercados dos mil ferrados de trigo de renta.<br /><br />-¡Ay, mi comadre! ¿Y cómo quiere que no gane cuartos ese hombre que cura todos los males que el Señor inventó? Miedo da el entrar allí; pero cuando uno sale con la salud en la mano... Ascuche: ¿quién piensa que le quitó la reúma al cura de Morlán? Cinco años llevaba en la cama, baldado, imposibilitado..., y de repente un día se levanta, bueno, andando como usté y como yo. Pues, ¿qué fue? La untura que le dieron en los cuadriles, y que le costó media onza en casa de don Custodio. ¿Y el tío Gorio, el posadero de Silleda? Ese fue mismo cosa de milagro. Ya le tenían puesto los santolios, y traerle un agua blanca de don Custodio... y como si resucitara.<br /><br />-¡Qué cosas hace Dios!<br /><br />-¿Dios? -contestó la Jacoba-. A saber si las hace Dios o el diaño... Comadre, le pido de favor que me ha de acompañar cuando entre en la botica...<br /><br />-Acompañaré.<br /><br />Cotorreando así, se les hizo llevadero el camino a las dos comadres. Llegaron a Compostela a tiempo que las campanas de la catedral y de numerosas iglesias tocaban a misa, y entraron a oírla en las Ánimas, templo muy favorito de los aldeanos, y, por tanto, muy gargajoso, sucio y maloliente. De allí, atravesando la plaza llamada del pan, inundada de vendedoras de molletes y cacharros, atestada de labriegos y de caballerías, se metieron bajo los soportales, sustentados por columnas de bizantinos capiteles, y llegaron a la temerosa madriguera de don Custodio.<br /><br />Bajábase a ella por dos escalones, y entre esto y que los soportales roban luz, encontrábase siempre la botica sumergida en vaga penumbra, resultado a que cooperaban también los vidrios azules, colorados y verdes, innovación entonces flamante y rara. La anaquelería ostentaba aún esos pintorescos botes que hoy se estiman como objeto de arte, y sobre los cuales se leían, en letras góticas, rótulos que parecen fórmulas de alquimia: «Rad. Polip. Q.», «Ra, Su. Eboris», «Stirac. Cala», y otros letreros de no menos siniestro cariz. En un sillón de vaqueta, reluciente ya por el uso, ante una mesa, donde un atril abierto sostenía voluminoso libro, hallábase el boticario, que leía cuando entraron las dos aldeanas, y que al verlas entrar se levantó. Parecía hombre de unos cuarenta y tantos años; era de rostro chupado, de hundidos ojos y sumidos carrillos, de barba picuda y gris, de calva primeriza y ya lustrosa, y con aureola de largas melenas, que empezaban a encanecer: una cabeza macerada y simpática de santo penitente o de doctor alemán emparedado en su laboratorio. Al plantarse delante de las dos mujeres, caía sobre su cara el reflejo de uno de los vidrios azules, y realmente se la podía tomar por efigie de escultura. No habló palabra, contentándose con mirar fijamente a las comadres. Jacoba temblaba cual si tuviese azogue en las venas y la Pepona, más atrevida, fue la que echó todo el relato del asma, y de la untura, y del compadre enfermo, y del doblón. Don Custodio asintió, inclinando gravemente la cabeza: desapareció tres minutos tras la cortina de sarga roja que ocultaba la entrada de la rebotica; volvió con un frasquito cuidadosamente lacrado; tomó el doblón, sepultólo en el cajón de la mesa, y volviendo a la Jacoba un peso duro, contentóse con decir:<br /><br />-Úntele con esto el pecho por la mañana y por la noche -y sin más se volvió a su libro.<br /><br />Miráronse las comadres, y salieron de la botica como alma que lleva el diablo; Jacoba, fuera ya se persignó.<br /><br />Serían las tres de la tarde cuando volvieron a reunirse en la taberna, a la entrada de la carretera donde comieron un «taco» de pan y una corteza de queso duro, y echaron al cuerpo el consuelo de dos deditos de aguardiente. Luego emprendieron el retorno. La Jacoba iba alegre como unas pascuas; poseía el remedio para su hombre; había vendido bien medio ferrado de habas, y de su caro doblón un peso quedaba aún por misericordia de don Custodio. Pepona, en cambio, tenía la voz ronca y encendidos los ojos; sus cejas se juntaban más que nunca; su cuerpo, grande y tosco, se doblaba al andar, cual si le hubiesen administrado alguna soberana paliza. No bien salieron a la carretera, desahogó sus cuitas en amargos lamentos; el ladrón de don Mauricio, como si fuese sordo de nacimiento o verdugo de los infelices:<br /><br />-«La renta, o salen del lugar.» ¡Comadre! Allí lloré, grité, me puse de rodillas, me arranqué los pelos, le pedí por el alma de su madre y de quien tiene en el otro mundo. Él, tieso: «La renta, o salen del lugar. El atraso de ustedes ya no viene de este año, ni es culpa de la mala cosecha... Su marido bebe, y su hijo es otro que bien baila... El señor marqués le diría lo mismo... Quemado está con ustedes... Al marqués no le gustan borrachos en sus lugares.» Yo repliquéle: «Señor, venderemos los bueyes y la vaquiña..., y luego, ¿con qué labramos? Nos venderemos por esclavos nosotros...» «La renta, les digo... y lárguese ya.» Mismo así, empurrando, empurrando..., echóme por la puerta. ¡Ay! Hace bien en cuidar a su hombre, señora Jacoba... ¡Un hombre que no bebe! A mí me ha de llevar a la sepultura aquel pellejo... Si le da por enfermarse, con medicina que yo le compre no sanará.<br /><br />En tales pláticas iban entreteniendo las dos comadres el camino. Como en invierno anochece pronto, hicieron por atajar, internándose hacia el monte, entre espesos pinares. Oíase el toque del Ángelus en algún campanario distante, y la niebla, subiendo del río, empezaba a velar y confundir los objetos. Los pinos y los zarzales se esfumaban entre aquella vaguedad gris, con espectral apariencia. A las labradoras les costaba trabajo encontrar el sendero.<br /><br />-Comadre -advirtió, de pronto y con inquietud, Jacoba-, por Dios le encargo que no cuente en la aldea lo del unto...<br /><br />-No tenga miedo, comadre... Un pozo es mi boca.<br /><br />-Porque si lo sabe el señor cura, es capaz de echarnos en misa una pauliña...<br /><br />-¿Y a él qué le interesa?<br /><br />-Pues como dicen que esta untura «es de lo que es»...<br /><br />-¿De qué?<br /><br />-¡Ave María de gracia, comadre! -susurró Jacoba, deteniéndose y bajando la voz, como si los pinos pudiesen oírla y delatarla-. ¿De veras no lo sabe? Me pasmo. Pues hoy, en el mercado, no tenían las mujeres otra cosa que decir, y las mozas primero se dejaban hacer trizas que llegarse al soportal. Yo, si entré allí, es porque de moza ya he pasado; pero vieja y todo, si usté no me acompaña, no pongo el pie en la botica. ¡La gloriosa Santa Minia nos valga!<br /><br />-A fe, comadre, que no sé ni esto... Cuente, comadre, cuente... Callaré lo mismo que si muriera.<br /><br />-¡Pues si no hay más de qué hablar, señora! ¡Asús querido! Estos remedios tan milagrosos, que resucitan a los difuntos, hácelos don Custodio con «unto de moza».<br /><br />-¿Unto de moza...?<br /><br />-De moza soltera, rojiña, que ya esté en sazón de poder casar. Con un cuchillo le saca las mantecas, y va y las derrite, y prepara los medicamentos. Dos criadas mozas tuvo, y ninguna se sabe qué fue de ella, sino que, como si la tierra se las tragase, que desaparecieron y nadie las volvió a ver. Dice que ninguna persona humana ha entrado en la trasbotica; que allí tiene una «trapela», y que muchacha que entre y pone el pie en la «trapela»..., ¡plas!, cae en un pozo muy hondo, muy hondísimo, que no se puede medir la profundidad que tiene..., y allí el boticario le arranca el unto.<br /><br />Sería cosa de haberle preguntado a la Jacoba a cuántas brazas bajo tierra estaba situado el laboratorio del destripador de antaño; pero las facultades analíticas de la Pepona eran menos profundas que el pozo, y limitóse a preguntar con ansia mal definida:<br /><br />-¿Y para «eso» sólo sirve el unto de las mozas?<br /><br />-Sólo. Las viejas no valemos ni para que nos saquen el unto siquiera.<br /><br />Pepona guardó silencio. La niebla era húmeda: en aquel lugar montañoso convertíase en «brétema», e imperceptible y menudísima llovizna calaba a las dos comadres, transidas de frío y ya asustadas por la oscuridad. Como se internasen en la escueta gándara que precede al lindo vallecito de Tornelos, y desde la cual ya se divisa la torre del santuario, Jacoba murmuró con apagada voz:<br /><br />-Mi comadre..., ¿no es un lobo eso que por ahí va?<br /><br />-¿Un lobo? -dijo, estremeciéndose, Pepona.<br /><br />-Por allí..., detrás de aquellas piedras... dicen que estos días ya llevan comida mucha gente. De un rapaz de Morlán sólo dejaron la cabeza y los zapatos. ¡Asús!<br /><br />El susto del lobo se repitió dos o tres veces antes de que las comadres llegasen a avistar la aldea. Nada, sin embargo, confirmó sus temores, ningún lobo se les vino encima. A la puerta de la casucha de Jacoba despidiéronse, y Pepona entró sola en su miserable hogar. Lo primero con que tropezó en el umbral de la puerta fue con el cuerpo de Juan Ramón, borracho como una cuba, y al cual fue preciso levantar entre maldiciones y reniegos, llevándole en peso a la cama. A eso de medianoche, el borracho salió de su sopor, y con estropajosas palabras acertó a preguntar a su mujer qué teníamos de la renta. A esta pregunta, y a su desconsoladora contestación, siguieron reconvenciones, amenazas, blasfemias, un cuchicheo raro, acalorado, furioso. Minia, tendida sobre la paja, prestaba oído; latíale el corazón; el pecho se le oprimía; no respiraba; pero llegó un momento en que Pepona, arrojándose del lecho, le ordenó que se trasladase al otro lado de la cabaña, a la parte donde dormía el ganado. Minia cargó con su brazado de paja, y se acurrucó no lejos del establo, temblando de frío y susto. Estaba muy cansada aquel día; la ausencia de Pepona la había obligado a cuidar de todo, a hacer el caldo, a coger hierba, a lavar, a cuantos menesteres y faenas exigía la casa... Rendida de fatiga y atormentada por las singulares desazones de costumbre, por aquel desasosiego que la molestaba, aquella opresión indecible, ni acababa de venir el sueño a sus párpados ni de aquietarse su espíritu. Rezó maquinalmente, pensó en la Santa, y dijo entre sí, sin mover los labios: «Santa Minia querida, llévame pronto al Cielo; pronto, pronto...» Al fin se quedó, si no precisamente dormida, al menos en ese estado mixto propicio a las visiones, a las revelaciones psicológicas y hasta a las revoluciones físicas. Entonces le pareció, como la noche anterior, que veía la efigie de la mártir; solo que, ¡cosa rara!, no era la Santa; era ella misma, la pobre rapaza huérfana de todo amparo, quien estaba allí tendida en la urna de cristal, entre los cirios, en la iglesia. Ella tenía la corona de rosas; la dalmática de brocado verde cubría sus hombros; la palma la agarraban sus manos pálidas y frías; la herida sangrienta se abría en su propio pescuezo, y por allí se la iba la vida, dulce, insensiblemente, en oleaditas de sangre muy suaves, que al salir la dejaban tranquila, extática, venturosa... Un suspiro se escapó del pecho de la niña; puso los ojos en blanco, se estremeció..., y quedóse completamente inerte. Su última impresión confusa fue que ya había llegado al cielo, en compañía de la Patrona.<br /><br />- III -<br /><br />En aquella rebotica, donde, según los autorizados informes de Jacoba de Alberte, no entraba nunca persona humana, solía hacer tertulia a don Custodio las más noches un canónigo de la Santa Metropolitana Iglesia, compañero de estudios del farmacéutico, hombre ya maduro, sequito como un pedazo de yesca, risueño, gran tomador de tabaco. Este tal era constante amigo e íntimo confidente de don Custodio, y, a ser verdad los horrendos crímenes que al boticario atribuía el vulgo, ninguna persona más a propósito para guardar el secreto de tales abominaciones que el canónigo don Lucas Llorente, el cual era la quinta esencia del misterio y de la incomunicación con el público profano. El silencio, la reserva más absoluta tomaba en Llorente proporciones y carácter de manía. Nada dejaba transparentar de su vida, y acciones, aun las más leves e inocentes. El lema del canónigo era: «Que nadie sepa cosa alguna de ti.» Y aun añadía (en la intimidad de la trasbotica): «Todo lo que averigua la gente acerca de lo que hacemos o pensamos, lo convierte en arma nociva y mortífera. Vale más que invente que no edifique sobre el terreno que le ofrezcamos nosotros mismos.»<br /><br />Por este modo de ser y por la inveterada amistad, don Custodio le tenía por confidente absoluto, y sólo con él hablaba de ciertos asuntos graves, y sólo de él se aconsejaba en los casos peligrosos o difíciles. Una noche en que, por señas, llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba a trechos, encontró Llorente al boticario agitado, nervioso, semiconvulso. Al entrar el canónigo se arrojó hacia él, y tomándole las manos y arrastrándole hacia el fondo de la rebotica, donde, en vez de la pavorosa «trapela» y el pozo sin fondo, había armarios, estantes, un canapé y otros trastos igualmente inofensivos, le dijo con voz angustiosa:<br /><br />-¡Ay, amigo Llorente! ¡De qué modo me pesa haber seguido en todo tiempo sus consejos de usted, dando pábulo a las hablillas de los necios! A la verdad, yo debí desde el primer día desmentir cuentos absurdos y disipar estúpidos rumores... Usted me aconsejó que no hiciese nada, absolutamente nada, para modificar la idea que concibió el vulgo de mí, gracias a mi vida retraída, a los viajes que realicé al extranjero para aprender los adelantos de mi profesión, a mi soltería y a la maldita casualidad (aquí el boticario titubeó un poco) de que dos criadas... jóvenes..., hayan tenido que marcharse secretamente de casa, sin dar cuenta al público de los motivos de su viaje...; porque..., ¿qué calabazas le importaba al público los tales motivos. Me hace usted el favor de decir? Usted me repetía siempre: «Amigo Custodio, deje correr la bola; no se empeñe nunca en desengañar a los bobos, que al fin no se desengañan, e interpretan mal los esfuerzos que se hacen para combatir sus preocupaciones. Que crean que usted fabrica sus ungüentos con grasa de difunto y que se los paguen más caros por eso, bien; dejadles, dejadles que rebuznen. Usted véndales remedios buenos, y nuevos de la farmacopea moderna, que asegura usted está muy adelantada allá en esos países estranjeros que usted visitó. Cúrense las enfermedades, y crean los imbéciles que es por arte de birlibirloque. La borricada mayor de cuantas hoy inventan y propalan los malditos liberales es esa de «ilustrar a las multitudes». ¡Buena ilustración te dé Dios! Al pueblo no puede ilustrársele. Es y será eternamente un hatajo de babiecas, una recua de jumentos. Si le presenta usted las cosas naturales y racionales, no las cree. Se pirra por lo raro, estrambótico, maravilloso e imposible. Cuanto más gorda es una rueda de molino, tanto más aprisa la comulga. Con que, amigo Custodio, usted deje de andar la procesión, y si puede, apande el estandarte... Este mundo es una danza...»<br /><br />-Cierto -interrumpió el canónigo, sacando su cajita de rapé y torturando entre las yemas el polvito-; eso le debí decir; y qué, ¿tan mal le ha ido a usted con mis consejos? Yo creí que el cajón de la botica estaba de duros a reventar, y que recientemente había usted comprado unos lugares muy hermosos en Valeiro.<br /><br />-¡Los compré, los compré; pero también los amargo! -exclamó el farmacéutico-. ¡Si le cuento a usted lo que me ha pasado hoy! Vaya, discurra. ¿Qué creerá usted que me ha sucedido? Por mucho que prense el entendimiento para idear la mayor barbaridad... lo que es con esta no acierta usted, ni tres como usted.<br /><br />-¿Qué ha sido ello?<br /><br />-¡Verá, verá! Esto es lo gordo. Entra hoy en mi botica, a la hora en que estaba completamente solo, una mujer de la aldea, que ya había venido días atrás con otra a pedirme un remedio para el asma: una mujer alta, de rostro duro, cejijunta, con la mandíbula saliente, la frente chata y los ojos como dos carbones. Un tipo imponente, créalo usted. Me dice que quiere hablarme en secreto y después de verse a solas conmigo en sitio seguro, resulta... ¡Aquí entra lo mejor! Resulta que viene a ofrecerme el unto de una muchacha, sobrina suya, casadera ya, virgen, roja, con todas las condiciones requeridas, en fin, para que el unto convenga a los remedios que yo acostumbro hacer... ¿Qué dice usted de esto, canónigo? A tal punto hemos llegado. Es por ahí cosa corriente y moliente que yo destripo a las mozas, y que con las mantecas que les saco compongo esos remedios maravillosos, ¡puf!, capaces hasta de resucitar a los difuntos. La mujer me lo aseguró. ¿Lo está usted viendo? ¿Comprende la mancha que sobre mí ha caído? Soy el terror de las aldeas, el espanto de las muchachas y el ser más aborrecible y más cochino que puede concebir la imaginación.<br /><br />Un trueno lejano y profundo acompañó las últimas palabras del boticario. El canónigo se reía, frotando sus manos sequitas y meneando alegremente la cabeza. Parecía que hubiere logrado un grande y apetecido triunfo.<br /><br />-Yo sí que digo: ¿lo ve usted, hombre? ¿Ve cómo son todavía más bestias, animales, cinocéfalos y mamelucos de lo que yo mismo pienso? ¿Ve cómo se les ocurre siempre la mayor barbaridad, el desatino de más grueso calibre y la burrada más supina? Basta que usted sea el hombre más sencillo, bonachón y pacífico del orbe; basta que tenga usted ese corazón blandufo, que se interese usted por las calamidades ajenas, aunque le importen un rábano; que sea usted incapaz de matar a una mosca y sólo piense en sus librotes, en sus estudios, y en sus químicas, para que los grandísimos salvajes le tengan por monstruo horrible, asesino, reo de todos los crímenes y abominaciones.<br /><br />-Pero ¿quién habrá inventado estas calumnias, Llorente?<br /><br />-¿Quién? La estupidez universal..., forrada en la malicia universal también. La bestia del Apocalipsis..., que es el vulgo, créame, aunque San Juan no lo haya dejado muy claramente dicho.<br /><br />-¡Bueno! Así será; pero yo, en lo sucesivo, no me dejo calumniar más. No quiero; no, señor. ¡Mire usted qué conflicto! ¡A poco que me descuide, una chica muerta por mi culpa! Aquella fiera, tan dispuesta a acogotarla. Figúrese usted que repetía: «La despacho y la dejo en el monte, y digo que la comieron los lobos. Andan muchos por este tiempo del año, y verá cómo es cierto, que al día siguiente aparece comida.» ¡Ay canónigo! ¡Si usted viese el trabajo que me costó convencer a aquella caballería mayor de que ni yo saco el unto a nadie ni he soñado en tal! Por más que la repetía: «Eso es una animalada que corre por ahí, una infamia, una atrocidad, un desatino, una picardía; y como yo averigüe quién es el que lo propala, a ese sí que le destripo», la mujer firme como un poste, y erre que erre, «señor, dos onzas nada más... Todo calladito, todo calladito..., en dos onzas, tiene los untos. Otra proporción tan buena no la encuentra nunca.» ¡Qué vívora malvada! Las furias del infierno deben de tener una cara así... Le digo a usted que me costó un triunfo persuadirla. No quería irse. A poco la echo con un garrote.<br /><br />-¡Y ojalá que la haya usted persuadido! -articuló el canónigo, repentinamente preocupado y agitado, dando vueltas a la tabaquera entre los dedos-. Me temo que ha hecho usted un pan como unas hostias. ¡Ay Custodio! La ha errado usted. Ahora sí que juro yo que la ha errado.<br /><br />-¿Qué dice usted, hombre, o canónigo, o demonio? -exclamó el boticario, saltando en su asiento alarmadísimo.<br /><br />-Que la ha errado usted. Nada, que ha hecho una tontería de marca mayor por figurarse, como siempre, que en esos brutos cabe una chispa de razón natural, y que es lícito o conducente para algo el decirles la verdad y argüirles con ella y alumbrarlos con las luces del intelecto. A tales horas, probablemente la chica está en la gloria, tan difunta como mi abuela... mañana por la mañana, o pasado le traen el unto envuelto en un trapo... ¡Ya lo verá!<br /><br />-Calle, calle... No puedo oír eso. Eso no cabe en cabeza humana... ¿Yo qué debí hacer? ¡Por Dios, no me vuelva loco!<br /><br />-¿Que qué debió hacer? Pues lo contrario de lo razonable, lo contrario de lo verdadero, lo contrario de lo que haría usted conmigo o con cualquiera otra persona capaz de sacramentos, y aunque quizá tan mala como el populacho, algo menos bestia... Decirles que sí, que usted compraba el unto en dos onzas, o en tres, o en ciento...<br /><br />-Pero entonces...<br /><br />-Aguarde, déjeme acabar... Pero que el unto sacado por ellos de nada servía. Que usted en persona tenía que hacer la operación y por consiguiente, que le trajesen a la muchachita sanita y fresca... Y cuando la tuviese segura en su poder, ya echaríamos mano de la Justicia para prender y castigar a los malvados... ¿Pues no ve usted claramente que esa es una criatura de la cual se quieren deshacer, que les estorba, o porque es una boca más o porque tiene algo y ansían heredarla? ¿No se le ha ocurrido que una atrocidad así se decide en un día, pero se prepara y fermenta en la conciencia a veces largos años? La chica está sentenciada a muerte. Nada; crea usted que a estar horas...<br /><br />Y el canónigo blandió la tabaquera, haciendo el expresivo ademán del que acogota.<br /><br />-¡Canónigo, usted acabará conmigo! ¿Quién duerme ya esta noche? Ahora mismo ensillo la yegua y me largo a Tornelos...<br /><br />Un trueno más cercano y espantoso contestó al boticario que su resolución era impracticable. El viento mugió y la lluvia se desencadenó furiosa, aporreando los vidrios.<br /><br />-¿Y usted afirma -preguntó con abatimiento don Custodio- que serán capaces de tal iniquidad?<br /><br />-De todas. Y de inventar muchísimas que aún no se conocen. ¡La ignorancia es invencible, y es hermana del crimen!<br /><br />-Pues usted -arguyó el boticario- bien aboga por la perpetuidad de la ignorancia.<br /><br />-¡Ay amigo mío! -respondió el oscurantista-. ¡La ignorancia es un mal. Pero el mal es necesario y eterno, de tejas abajo, en este pícaro mundo! Ni del mal ni de la muerte conseguiremos jamás vernos libres.<br /><br />¡Qué noche pasó el honrado boticario tenido, en concepto del pueblo, por el monstruo más espantable y a quien tal vez dos siglos antes hubiesen procesado acusándole de brujería!<br /><br />Al amanecer echó la silla a la yegua blanca que montaba en sus excursiones al campo y tomó el camino de Tornelos. El molino debía de servirle de seña para encontrar presto lo que buscaba.<br /><br />El sol empezaba a subir por el cielo, que después de la tormenta se mostraba despejado y sin nubes, de una limpidez radiante. La lluvia que cubría las hierbas se empapaban ya, y secábase el llanto derramado sobre los zarzales por la noche. El aire diáfano y transparente, no excesivamente frío, empezaba a impregnarse de olores ligeros que exhalaban los mojados pinos. Una pega, manchada de negro y blanco, saltó casi a los pies del caballo de don Custodio. Una liebre salió de entre los matorrales, y loca de miedo, graciosa y brincadora, pasó por delante del boticario.<br /><br />Todo anunciaba uno de esos días espléndidos de invierno que en Galicia suelen seguir a las noches tempestuosas y que tienen incomparable placidez, y el boticario, penetrado por aquella alegría del ambiente, comenzaba a creer que todo lo de la víspera era un delirio, una pesadilla trágica o una extravagancia de su amigo. ¿Cómo podía nadie asesinar a nadie, y así, de un modo tan bárbaro e inhumano? Locuras, insensateces, figuraciones del canónigo. ¡Bah! En el molino, a tales horas, de fijo que estarían preparándose a moler el grano. Del santuario de Santa Minia venía, conducido por la brisa, el argentino toque de la campana, que convocaba a la misa primera. Todo era paz, amor y serena dulzura en el campo...<br /><br />Don Custodio se sintió feliz y alborozado como un chiquillo, y sus pensamientos cambiaron de rumbo. Si la rapaza de los untos era bonita y humilde... se la llevaría consigo a su casa, redimiéndola de la triste esclavitud y del peligro y abandono en que vivía. Y si resultaba buena, leal, sencilla, modesta, no como aquellas dos locas, que la una se había escapado a Zamora con un sargento, y la otra andado en malos pasos con un estudiante, para que al fin resultara lo que resultó y la obligó a esconderse... Si la molinerita no era así, y al contrario, realizaba un suave tipo soñado alguna vez por el empedernido solterón..., entonces, ¿quién sabe, Custodio? Aún no eres tan viejo que...<br /><br />Embelesado con estos pensamientos, dejó la rienda a la yegua..., y no reparó que iba metiéndose monte adentro, monte adentro, por lo más intrincado y áspero de él. Notólo cuando ya llevaba andado buen trecho del camino. Volvió grupas y lo desanduvo; pero con poca fortuna, pues hubo de extraviarse más, encontrándose en un sitio riscoso y salvaje. Oprimía su corazón, sin saber por qué, extraña angustia.<br /><br />De repente, allí mismo, bajo los rayos del sol, del alegre, hermoso, que reconcilia a los humanos consigo mismos y con la existencia, divisó un bulto, un cuerpo muerto, el de una muchacha... Su doblada cabeza descubría la tremenda herida del cuello. Un «mantelo» tosco cubría la mutilación de las despedazadas y puras entrañas; sangre alrededor, desleída ya por la lluvia, las hierbas y malezas pisoteadas, y en torno, el gran silencio de los altos montes y de los solitarios pinares...<br /><br />- IV -<br /><br />A Pepona la ahorcaron en La Coruña. Juan Ramón fue sentenciado a presidio. Pero la intervención del boticario en este drama jurídico bastó para que el vulgo le creyese más destripador que antes, y destripador que tenía la habilidad de hacer que pagasen justos por pecadores, acusando a otros de sus propios atentados. Por fortuna, no hubo entonces en Compostela ninguna jarana popular; de lo contrario, es fácil que le pegasen fuego a la botica, lo cual haría frotarse las manos al canónigo Llorente, que veía confirmadas sus doctrinas acerca de la estupidez universal e irremediable.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-86961883407644461992008-11-13T15:55:00.000+00:002008-11-13T15:56:15.063+00:00El alquimistaAllá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el paso del invasor.<br /><br />Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.<br /><br />Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.<br /><br />Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.<br /><br />Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.<br /><br />El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.<br /><br />Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.<br /><br />«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida<br />Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»<br /><br />proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.<br /><br />El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.<br /><br />Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.<br /><br />Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.<br /><br />Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.<br /><br />El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.<br /><br />Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.<br /><br />Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.<br /><br />Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.<br /><br />-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!<br /><br />FIN<br /><br />1. Casquete: Pieza de la armadura, de forma redondeada y de pequeñas dimensiones, que servía para resguardo de la cabeza. // Cubierta de tela, cuero, etc., que se ajusta a la cabeza.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-3418174556355740932008-10-25T22:47:00.000+00:002008-10-25T22:48:36.286+00:00Espanto en las alturas(En el que se transcribe el manuscrito conocido con el nombre de Notas Fragmentarias de Joyce-Amstrong.)<br /><br />Ha quedado descartada por cuantos han entrado a fondo en el estudio del caso la idea de que el relato extraordinario conocido con el nombre de Notas-fragmentarias de Joyce-Armstrong, sea una complicada y macabra broma tramada por un desconocido que poseía un sentido perverso del humorismo. Hasta el maquinador más fantástico y tortuoso vacilaría ante la perspectiva de ligar sus morbosas alucinaciones con sucesos trágicos y fehacientes para darles una mayor credibilidad. A pesar de que las afirmaciones hechas en esas notas sean asombrosas y lleguen incluso hasta la monstruosidad, lo cierto es que la opinión general se está viendo obligada a darlas por auténticas, y resulta imprescindible que reajustemos nuestras ideas de acuerdo con la nueva situación. Según parece, este mundo nuestro se encuentra ante un peligro por demás extraño e inesperado, del que únicamente lo separa un margen de seguridad muy ligero y precario. En este relato, en el que se transcribe el documento original en su forma, que es por fuerza algo fragmentaria, trataré de exponer ante el lector el conjunto de los hechos hasta el día de hoy, y como prefacio a lo que voy a narrar, diré que si alguien duda de lo que cuenta Joyce-Armstrong, no puede ponerse ni por un momento en tela de juicio todo cuanto se refiere al teniente Myrtle, R. N. y a míster Harry Connor, que halló su fin, sin ninguna duda posible, de la manera que en el documento se describe.<br /><br />Las Notas fragmentarias de Joyce-Armstrong fueron encontradas en el campo conocido con el nombre de Lower Haycook, que queda a una milla al oeste de la aldea de Withyham, en la divisoria de los condados de Kent y de Sussex. El día 15 del pasado mes de septiembre, James Flynn, un peón de labranza que trabaja con el agricultor Mathew Dodd, de la granja Chanutry, de Withyham, vio una pipa de palo de rosa, cerca del sendero que rodea el cierre de arbustos de Lower Haycook. A pocos pasos de distancia recogió unos prismáticos rotos. Por último, distinguió entre algunas ortigas que había en el canal lateral un libro poco abultado, con tapas de lona, que resultó ser un cuaderno de hojas desprendibles, algunas de las cuales se habían soltado y se movían aquí y allá por la base de la cerca. El campesino las recogió, pero algunas de esas hojas, y entre ellas la que debía ser la primera del cuaderno, no se encontraron por más que se las buscó, y esas páginas perdidas dejan un vacío lamentable en este importantísimo relato. El peón entregó el cuaderno a su amo, y éste, a su vez, se lo mostró al doctor H. M. Atherton, de Hartfield. Este caballero comprendió en el acto la necesidad de que tal documento fuese sometido al examen de un técnico, y con ese objeto lo hizo llegar al Club Aéreo de Londres, donde se encuentra actualmente.<br /><br />Faltan las dos primeras páginas del manuscrito, y también ha sido arrancada la página final en que termina el relato: sin embargo, su pérdida no le hace perder coherencia. Se supone que las primeras exponían en detalle los títulos que como aeronauta poseía míster Joyce-Armstrong, pero esos títulos pueden buscarse en otras fuentes, siendo cosa reconocida por todos que nadie le superaba entre los muchos pilotos aéreos de Inglaterra. Míster Joyce-Armstrong gozó durante muchos años la reputación de ser el más audaz y el más cerebral de los aviadores. Esa combinación de cualidades lo puso en condiciones de inventar y de poner a prueba varios dispositivos nuevos entre los que está incluido el hoy corriente mecanismo giroscópico bautizado con su apellido. La parte principal del manuscrito está escrita con tinta y buena letra. pero, unas cuantas líneas del final lo están a lápiz y con letra tan confusa, que resultan difíciles de leer. Para ser exactos, diríamos que están escritas como si hubiesen sido garrapateadas apresuradamente desde el asiento de un aeroplano en vuelo. Conviene que digamos también que hay varias manchas, tanto en la última página como en la tapa exterior, y que los técnicos del Ministerio del Interior han dictaminado que se trata de manchas de sangre, sangre humana probablemente y, sin duda alguna, de animal mamífero. Como en esas manchas de sangre se descubrió algo que se parece extraordinariamente al microbio de la malaria, y como se sabe que Joyce-Armstrong padecía de fiebres intermitentes, podemos presentar el caso como un ejemplo notable de las nuevas armas que la ciencia moderna ha puesto en manos de nuestros detectives.<br /><br />Digamos ahora algunas palabras acerca de la personalidad del autor de este relato que hará época. Según lo que afirman los pocos amigos que sabían en verdad algo de Joyce-Armstrong, era éste un poeta y un soñador, además de mecánico e inventor. Disponía de una fortuna importante, y había invertido buena parte de ella en su afición al vuelo. En sus cobertizos de las proximidades de Devizes tenía cuatro aeroplanos particulares, y se asegura que en el transcurso del año pasado realizó no menos de ciento setenta vuelos. Era hombre reservado y sufría de accesos de misantropía. En esos accesos esquivaba el trato con los demás. El capitán Dangerfield, que era quien más a fondo le trataba, afirma que en ciertos momentos la excentricidad de su amigo amenazaba con adquirir contornos de algo más grave. Una manifestación de esa excentricidad era su costumbre de llevar una escopeta en su aeroplano.<br /><br />Otro detalle característico era la impresión morbosa que produjo en sus facultades el accidente del teniente Myrtle. Éste había caído desde una altura aproximada de treinta mil pies, cuando intentaba superar la marca. Aunque su cuerpo conservó su apariencia de tal, la verdad horrible fue que no quedó el menor rastro de su cabeza. Joyce-Armstrong, según cuenta Dangerfield, planteaba en toda reunión de aviadores la siguiente pregunta, subrayada con una enigmática sonrisa: ¿Quieren decirme adónde fue a parar la cabeza de Myrtle?<br /><br />En otra ocasión, estando de sobremesa en el comedor común de la Escuela de Aviación de Salisbury Plain, planteó un debate acerca de cuál sería el mayor peligro permanente con el que tendrían que enfrentarse los aviadores. Después de escuchar las opiniones que allí se fueron exponiendo acerca de los baches aéreos, la construcción defectuosa y la pérdida de velocidad, al llegarle el turno para exponer su opinión, se encogió de hombros y rehusó hacerlo, dejando la impresión de que no estaba conforme con ninguna de las expuestas por sus compañeros.<br /><br />No estará de más que digamos que, al examinar sus asuntos particulares, después de la total desaparición de este aviador, se vio que lo tenía todo arreglado con tal exactitud que parece indicar que había tenido una fuerte premonición de la catástrofe. Hechas estas advertencias esenciales, paso a copiar la narración al pie de la letra, empezando en la página tercera del ensangrentado cuaderno:<br /><br />"Sin embargo, durante mi cena en Reims con Coselli y con Gustavo Raymond, pude convencerme de que ni el uno ni el otro habían percibido ningún peligro especial en las capas más altas de la atmósfera. No les expuse lo que pensaba; pero como estuve tan próximo a ese peligro, tengo la seguridad de que si ellos lo hubiesen percibido de una manera parecida, habrían expuesto, sin duda alguna, lo que les había ocurrido. Ahora bien; esos dos aviadores son hombres hueros y vanidosos, que sólo piensan en ver sus nombres en los periódicos. Es interesante hacer constar que ni el uno ni el otro pasaron nunca mucho más allá de los veinte mil pies de altura. Todos sabemos que en algunas ascensiones en globo y en la escalada de montañas se ha llegado a cifras más elevadas. Tiene que ser bastante más allá de esa altura cuando el aeroplano penetra en la zona de peligro, dando siempre por bueno el que mis barruntos y corazonadas sean exactos.<br /><br />La aviación se practica entre nosotros desde hace más de veinte años, y surge en el acto la siguiente pregunta: ¿Por qué este peligro no se ha descubierto hasta el día de hoy? La respuesta es evidente. Antaño, cuando se pensaba que un motor de cien caballos de las marcas Gnome o Green bastaba y sobraba para todas las necesidades, los vuelos eran muy limitados. En la actualidad, cuando el motor de trescientos caballos es la regla y no la excepción, el vuelo hasta las capas superiores de la atmósfera se ha hecho fácil y es más corriente. Algunos de nosotros podemos recordar que, siendo jóvenes, Garros conquistó celebridad mundial alcanzando los mil novecientos pies de altura y que sobrevolar los Alpes fue juzgado hazaña extraordinaria. En la actualidad, la norma corriente es inconmensurablemente más elevada, y se hacen veinte vuelos de altura al año por cada uno de los que se hacían en épocas pasadas. Muchos de esos vuelos de altura se han acometido sin daño alguno. Los treinta mil pies han sido alcanzados una y otra vez sin más molestias que el frío y la dificultad de respirar. ¿Qué demuestra esto? Un visitante ajeno a nuestro planeta podría realizar mil descensos en éste sin ver jamás un tigre. Sin embargo, los tigres existen, y si ese visitante descendiera en el interior de una selva, quizá fuese devorado por ellos. Pues bien: en las regiones superiores del aire existen selvas y habitan en ellas cosas peores que los tigres. Yo creo que se llegará, andando el tiempo, a trazar mapas exactos de esas selvas y junglas. Hoy mismo podría yo citar los nombres de dos de ellas. Una se extiende sobre el distrito Pau-Biarritz, en Francia: la otra queda exactamente sobre mi cabeza en este momento, cuando escribo estas líneas en mi casa de Wiltshire. Y estoy por creer que existe otra en el distrito de Homburg-Wiesbaden.<br /><br />Empecé a pensar en el problema al ver cómo desaparecían algunos aviadores. Claro está que todo el mundo aseguraba que habían caído en el mar; pero yo no me quedé en modo alguno satisfecho con esa explicación. Por ejemplo, el caso de Verrier en Francia: su aparato fue encontrado en las proximidades de Bayona, pero nunca se descubrió el paradero de su cadáver. Vino después el caso de Baxter, que desapareció, aunque su motor y una parte de la armazón de hierro fueron descubiertos en un bosque de Leicestershire. El doctor Middleton, de Amesbury, que seguía el vuelo de ese aviador por medio de un telescopio, declara que un momento antes de que las nubes ocultasen el campo visual, vio cómo el aparato, que se encontraba a enorme altura, picó súbitamente en línea perpendicular hacia arriba, y dio una serie de respingos sucesivos de que él jamás habría creído capaz a un aeroplano. Esa fue la última visión que se tuvo de Baxter. Se publicaron en los periódicos cartas, pero no se llegó a nada concreto. Ocurrieron otros casos similares, y de pronto se produjo la muerte de Harry Connor. ¡Qué cacareo se armó a propósito del misterio sin resolver que se encerraba en los aires. y cuántas columnas se imprimieron a ese respecto en los periódicos populares; pero qué, poco se hizo para llegar hasta el fondo mismo del problema! Harry Connor descendió desde una altura ignorada y lo hizo en un fantástico planeo. No salió del aparato y murió en su asiento de piloto. ¿De qué murió? Enfermedad cardíaca, dijeron los médicos. ¡Tonterías! El corazón de Connor funcionaba tan a la perfección como funciona el mío. ¿Qué fue lo que dijo Venables? Venables fue el único que estaba a su lado cuando Connor murió. Dijo que el piloto temblaba y daba la impresión de un hombre que ha sufrido un susto terrible. Murió de miedo, afirmó Venables; pero no podía imaginarse qué fue lo que le asustó. Una sola palabra pronunció el muerto delante de Venables; una palabra que sonó algo así como monstruoso. En la investigación judicial no consiguieron sacar nada en limpio. Pero yo sí que pude sacar. ¡Monstruos! Esa fue la última palabra que pronunció el pobre Harry Connor. Y, en efecto, murió de miedo, tal y como opinó Venables. Tenemos luego el caso de la cabeza de Myrtle. ¿Creen ustedes -cree en realidad nadie- que la fuerza de la caída desde lo alto puede arrancar limpiamente a una persona la cabeza del resto del cuerpo? Bien; quizá eso sea posible pero yo al menos no he creído nunca que a Myrtle le ocurriese una cosa semejante. Tenemos, además, la grasa con que estaban manchadas sus ropas; alguien declaró en la investigación que estaban pegajosas de grasa. ¡Y pensar que esas palabras no intrigaron a nadie! A mí sí que me hicieron meditar, aunque, a decir verdad. ya pensaba en eso hace bastante tiempo. He llevado a cabo tres vuelos de altura, pero nunca llegué a la suficiente<br /> -¡cuántas bromas me dirigía Dangerfield a propósito de mi escopeta! En la actualidad, disponiendo como dispongo de este aparato ligero de Paul Veroner, con su motor Robur de ciento setenta caballos, podría alcanzar fácilmente mañana mismo los treinta mil pies. Llevaré mi escopeta al tratar de superar esa marca, y quizá al mismo tiempo de apuntar a otra cosa. Es peligroso, sin duda alguna. Quien no quiera correr peligros es mejor que renuncie por completo a volar y que se acoja a las zapatillas de franela y al batín. Pero yo haré mañana una visita a la selva de la atmósfera, y si hay algo oculto en ella lo descubriré. Si vuelvo de la escalada, me habré convertido en hombre bastante célebre. Si no regreso este cuaderno podrá servir de explicación de lo que intento hacer, y de cómo perdí mi vida al intentarlo. Pero, por favor, señores: nada de chácharas tontas acerca de accidentes ni de misterios.<br /><br />Para realizar mi tarea he elegido mi monoplano Paul Veroner. Cuando se trata de hacer algo práctico, no hay nada como el monoplano. Ya Beaumont lo descubrió en los primeros días de la aviación. Empezando porque no le perjudica la humedad, y se tiene la impresión en todo momento de que se vuela entre nubes, este aparato mío es un pequeño y simpático modelo, que me responde lo mismo que responde a las riendas un caballo de boca blanda. El motor es un Robur de seis cilindros, que desarrolla una potencia de ciento setenta y cinco caballos. Dispone de todos los adelantos modernos: fuselaje cerrado, buen tren de aterrizaje, frenos, estabilizadores giroscópicos y tres velocidades, se timonea mediante la alteración del ángulo de los planos, de acuerdo con el principio de las persianas de Venecia. Llevo conmigo una escopeta y una docena de cartuchos cargados con postas de caza mayor. ¡Qué cara puso Perkins, mi buen mecánico, cuando le ordené que pusiese esas cosas dentro del aparato! Me vestí con la indumentaria de un explorador del Polo Ártico, con dos elásticos debajo de mi traje especial, y con gruesos calcetines dentro de botas acolchadas, un pasamontañas con orejeras, y mis anteojeras de talco. Dentro del cobertizo me ahogaba de calor, pero yo pretendía subir a alturas de Himalayas y tenía que ataviarme en consecuencia. Perkins se dio cuenta de que yo me traía entre manos algo importante, y me suplicó que lo dejara acompañarme. Quizá lo habría hecho si el aparato hubiese sido un biplano, pero el monoplano es cosa de un solo hombre, si de veras se quiere aprovechar toda su capacidad de ascensión. Metí, como es lógico, una bolsa de oxígeno; quien intente superar la marca de altura y no la lleve se quedará helado o se hará pedazos, si no le ocurren ambas cosas a la vez.<br /><br />Revisé cuidadosamente los planos del timón, la dirección y la palanca elevadora. Hecho eso, me metí en el aparato. Todo, por lo que pude ver, estaba en condiciones. Entonces puse en marcha el motor y comprobé que funcionaba con toda suavidad. Cuando soltaron el aparato, éste se elevó casi instantáneamente en su velocidad mínima. Tracé un par de círculos por encima de mi campo de aviación para que el motor se calentase; saludé entonces a Perkins y a los demás con la mano, horizontalicé los planos y puse el motor en la máxima velocidad. El aparato se deslizó igual que una golondrina a favor del viento por espacio de ocho o diez millas; luego lo levanté un poco de cabeza y empezó a subir trazando una enorme espiral, en dirección al banco de nubes que tenía por encima de mí. Es de la máxima importancia ir ganando altura lentamente para adaptar el organismo a la presión atmosférica conforme se sube.<br /><br />El día era sofocante y caluroso para lo que suele ser un mes de septiembre en Inglaterra, y se advertían el silencio y la pesadez de la lluvia inminente. De cuando en cuando llegaban por el Sudoeste súbitas ráfagas de viento. Una de ellas fue tan violenta e inesperada que me sorprendió distraído y casi me hizo cambiar de dirección por un instante. Recuerdo los tiempos en que bastaba una ráfaga, un súbito torbellino o un bache en el aire para poner en peligro a un aparato; eso ocurría antes de que aprendiésemos a dotar a nuestros aeroplanos de motores potentes capaces de dominarlo todo. En el momento en que yo alcanzaba los bancos de nubes y el altímetro señalaba los tres mil pies, empezó a caer la lluvia. ¡Qué manera de diluviar! El agua tamborileaba sobre las alas del aparato y me azotaba en la cara, empañando mis anteojos de manera que apenas podía distinguir nada. Puse la máquina a la velocidad mínima, porque resultaba difícil avanzar a contralluvia. Al ganar altura, la lluvia se convirtió en granizo, y no tuve más remedio que volverle la espalda. Uno de los cilindros dejó de funcionar; creo que por culpa de una bujía sucia; pero yo seguía subiendo, a pesar de todo, y a la máquina le sobraba fuerza. Todas esas molestias del cilindro, obedeciesen a la causa que fuere, pasaron al cabo de un rato, y pude oír el runruneo pleno y profundo de la máquina, los diez cilindros cantaban al unísono. Ahí es donde se advierte la belleza de nuestros modernos silenciadores. Nos permiten por lo menos el control de nuestros motores por el oído. ¡Cómo chillan, berrean y sollozan cuando funcionan defectuosamente! Antaño se perdían todos esos gritos con que piden socorro, porque el estruendo monstruoso del aparato se lo tragaba todo. ¡Qué lástima que los aviadores primitivos no puedan resucitar para ver la belleza y la perfección del mecanismo, conseguidas al precio de sus vidas!<br /><br />A eso de las nueve y media me estaba yo aproximando a las nubes. Allá abajo, convertida en borrón oscuro por la lluvia, se extendía la gran llanura de Salisbury. Media docena de aparatos volaban llevando pasajeros a una altura de dos mil pies, y parecían negras golondrinas sobre el fondo verde. Supongo que se preguntaban qué diablos hacía yo tan arriba, en la región de las nubes. De pronto se extendió por debajo de mí una cortina gris y sentí que los pliegues húmedos del vapor formaban torbellinos alrededor de mi cara. Experimenté una sensación desagradable de frío y de viscosidad. Pero me encontraba sobre la tormenta de granizo, y eso era una ventaja. La nube era tan negra y espesa como las nieblas londinenses. Anhelando salir de ella, dirigir el aparato hacia arriba hasta que resonó la campanilla de alarma, y advertí que me estaba deslizando hacia atrás. Las alas de mi aparato, empapadas de agua, le habían dado un peso mayor que el que yo pensaba; pero entré en una nube menos espesa y no tardé en superar la primera capa nubosa. Surgió una segunda capa, de color opalino y como deshilachada, a gran altura por encima de mi cabeza; me encontré, pues, con un techo igualmente blanco por encima mío y con un suelo negro e ininterrumpido por debajo, mientras el monoplano ascendía trazando una espiral enorme entre los dos estratos de nubes. En esos espacios de nube a nube se experimenta una mortal sensación de soledad. En cierta ocasión, se me adelantó una gran bandada de pequeñas aves acuáticas, que volaban rapidísimas hacia Occidente. El rápido revuelo de sus alas y sus chillidos sonoros fueron una delicia para mis oídos. Creo que se tratalra de cercetas, pero valgo poco como zoólogo Ahora que nosotros los hombres nos hemos convertido en pájaros, sería preciso que aprendiésemos a conocer a fondo y de una sola ojeada a nuestras hermanas las aves.<br /><br />Por debajo de mí, el viento soplaba con fuerza e imprimía balanceos a la inmensa llanura de nubes. En un momento dado se formó una gran marea, un torbellino de vapores, y a través de su centro, que tomó la configuración de una chimenea, distinguí un trozo del mundo lejano. Un gran biplano blanco cruzó a enorme profundidad por debajo de mí. Me imagino que sería el encargado del servicio matutino de correos entre Bristol y Londres. El agujero provocado por el torbellino de nubes volvió a cerrarse y entonces nada alteró la inmensa soledad en que me encontraba.<br /><br />Poco después de las diez alcancé el borde inferior del estrato de nubes sobre mí. Estaban formadas por finos vapores diáfanos que se deslizaban rápidamente desde el Oeste. Durante todo ese tiempo había ido subiendo de manera constante la fuerza del viento hasta convertirse en una fuerte brisa de veintiocho millas por hora, según mi aparato. La temperatura era ya muy fría, a pesar de que mi altímetro sólo señalaba los nueve mil pies. El motor funcionaba admirablemente, y nos lanzamos hacia arriba con firme runruneo. El banco de nubes era de mayor espesor que lo calculado por mí, pero pude salir de él, poco después, descubriendo un cielo sin nubes y un sol brillante, es decir, todo azul y oro por encima; y todo plata brillante por debajo, formando una llanura inmensa y luminosa hasta perderse de vista. Eran ya más de las diez y cuarto, y la aguja del barógrafo señalaba los doce mil ochocientos pies. Seguí subiendo y subiendo, con el oído puesto en el profundo runruneo de mi motor y los ojos clavados tan pronto en el indicador de revoluciones, como en el marcador del combustible y en la bomba de aceite. Con razón se afirma que los aviadores son gente que no conoce el miedo. La verdad es que tienen que pensar en tantas cosas, que no les queda tiempo para preocuparse de sí mismos. Fue en ese momento cuando advertí la poca confianza que se podía tener en la brújula al alcanzar determinadas alturas. A los quince mil pies, la mía señalaba hacia Occidente,<br />con un punto de desviación hacia el Sur; pero el sol y el viento me proporcionaron la orientación exacta.<br /><br />Esperaba encontrar en semejantes alturas una inmovilidad absoluta; pero a cada mil pies de nueva elevación, el viento adquiría mayor fuerza. Mi aparato gruñía y se estremecía en todas sus junturas y remaches cuando se ponía de cara al viento, y era arrastrado lo mismo que una hoja de papel cuando yo lo frenaba para hacer un viraje, resbalando a favor del viento a una velocidad superior quizá a la que ha viajado mortal alguno. Sin embargo, tenía que seguir haciendo virajes a sotavento, porque lo que me proponía no era únicamente superar la marca de altura. Según todos mis cálculos mi selva aérea quedaba por encima del pequeño Wiltshire, y todo mi esfuerzo resultaría perdido si saliese a la superficie superior del estrato de nubes más allá de ese punto.<br /><br />Cuando alcancé los diecinueve mil pies de altura, a eso del mediodía, el viento soplaba con tal fuerza que no pude menos que observar con algo de preocupación los sostenes de mis alas, temiendo que de un momento a otro estallasen, o se aflojasen. Llegué incluso a soltar el paracaídas que llevaba detrás y aseguré su gancho en la argolla de mi cinturón de cuero, para estar preparado por si ocurría lo peor. Había llegado el momento en que la más pequeña chapucería en la tarea del mecánico se paga con la vida del aviador. El aparato, sin embargo, resistió valerosamente. Todas las fibras y tirantes zumbaban y vibraban lo mismo que cuerdas de arpa bien templada; pero resultaba magnífico ver cómo el aparato seguía imponiéndose a la naturaleza y enseñoreándose del firmamento, a pesar de todos los golpes y sacudidas. Algo hay, sin duda alguna, de divino en el hombre mismo para que haya podido superar las limitaciones que parecían serle impuestas por la creación; para superarlas, además, con el desprendimiento, el heroísmo y la abnegación que ha demostrado en esta conquista del aire. ¡Que se callen los que hablan de que el hombre degenera! ¿En qué época de los anales de nuestra raza se ha escrito hazaña como la de la aviación?<br /><br />Éstos eran los pensamientos que circulaban por mi cerebro mientras trepaba por aquel monstruoso plano inclinado, y el viento me azotaba unas veces en la cara y otras me silbaba detrás de las orejas, y el país de nubes que quedaba por debajo de mí se hundía a distancia tal, que los pliegues y montículos de plata habían quedado alisados y convertidos en una llanura resplandeciente. Pero tuve de pronto la sensación de algo horrible y sin precedentes. Antes había tenido conciencia práctica de lo que suponía encontrarse metido dentro de un torbellino, pero jamás en un torbellino de semejante magnitud. Aquella enorme y arrebatadora riada de viento de que he hablado ya, tenía, según parece, dentro de su corriente, unos remolinos tan monstruosos como ella. Me vi arrastrado súbitamente y sin un segundo de advertencia hasta el corazón de uno de ellos. Giré sobre mí mismo por espacio de un par de minutos con tal velocidad que perdí casi el sentido, y de pronto caí a plomo, sobre el ala izquierda, dentro de la hueca chimenea que formaba el eje de aquél. Caí lo mismo que una piedra, y perdí casi mil pies de altura. Sólo gracias a mi cinturón permanecí en mi asiento, y el golpe de la sorpresa y la falta de respiración me dejaron tirado y casi insensible, de bruces sobre el costado del fuselaje. Pero yo he sido siempre capaz de realizar un esfuerzo supremo; ése es mi único gran mérito como aviador. Tuve la sensación de que el descenso se retardaba. El torbellino tenía más bien forma de cono que de túnel vertical, y yo me había metido durante mi ascensión en el vértice mismo. Con un tirón terrorífico, echando todo mi peso a un lado, enderecé los planos del timón y me zafé del viento. Un instante después salí como una bala de aquel oleaje y me deslizaba suavemente por el firmamento abajo. Después, zarandeado, pero victorioso, dirigí la cabeza del aparato hacia arriba y reanudé mi firme esfuerzo por la espiral hacia lo alto. Di un gran rodeo para evitar el punto de peligro del torbellino, y no tardé en hallarme a salvo por encima suyo. Muy poco después de la una me encontraba a veintiún mil pies sobre el nivel del mar. Vi jubiloso que había salido por encima del huracán, y que el aire se iba calmando más y más a cada cien metros que subía.<br /><br />Por otro lado, la temperatura era muy fría, y sentí las nauseas características que se producen por el enrarecimiento del aire. Desatornillé por vez primera la boca de mi bolsa de oxígeno y aspiré de cuando en cuando una bocanada del gas reconfortante. Lo sentía correr por mis venas igual que una bebida cordial, y me sentí jubiloso casi hasta el punto de la borrachera. Me puse a gritar y cantar a medida que me remontaba cada vez más arriba, dentro de un mundo exterior helado y silencioso.<br /><br />Para mí es cosa completamente clara que la insensibilidad que se apoderó de Glaisher, y en menor grado de Coxnvell, cuando, en 1862, llegaron en su ascensión en globo hasta la altura de treinta mil pies, fue causada por la extraordinaria velocidad con que se realiza una subida perpendicular. No se producen esos síntomas tan espantosos cuando la ascensión se lleva a cabo siguiendo una suave cuesta arriba, acostumbrándose de ese modo, por una graduación lenta, a la menor presión barométrica. A esa misma altura de los treinta mil pies no necesité ni inhalador de oxígeno, y pude respirar sin exagerada fatiga. Sin embargo, el frío era crudísimo, y mi termómetro estaba a cero grado Fahrenheit. A la una y media me hallaba yo casi a siete millas por encima de la superficie de la tierra, y seguía elevándome más y más. Comprobé, sin embargo, que el aire rarificado presentaba un apoyo mucho menos sensible a mis planos, y en consecuencia fue necesario rebajar mucho mi ángulo de ascenso. Era evidente que a pesar de lo ligero de mi peso y de la gran fuerza de mi motor, llegaría a un punto del que no podría pasar. Para empeorar la situación aún más, una de las bujías, empezó a fallar otra vez, y el motor producía explosiones intermitentes a destiempo. Se me angustió el corazón temiendo que iba a fracasar.<br /><br />Fue en esos momentos cuando me ocurrió una cosa extraordinaria. Sentí que pasaba por mi lado y que se me adelantaba algo sibilante que dejaba un reguero de humo y que estalló con un ruido estrepitoso y siseante, despidiendo una nube de vapor. De momento no pude imaginarme lo que había ocurrido. Luego, recordé que la Tierra sufre un constante bombardeo de piedras meteóricas, y que apenas sería habitable si ésas piedras no se convirtiesen casi siempre en vapor al entrar en las capas exteriores de la atmósfera. He ahí un peligro más para el aviador de las grandes alturas; lo digo porque pasaron por mi lado otras dos cuando estaba acercándome a la marca de los cuarenta mil pies. No me cabe la menor duda de que ese peligro ha de ser muy grande en el borde de la envoltura de la Tierra.<br /><br />La aguja de mi barógrafo marcaba cuarenta y un mil trescientos pies, cuando me di cuenta de que ya no podía seguir subiendo. Físicamente, el esfuerzo no era todavía tan grande que me resultase insoportable; pero mi aparato sí que había llegado a su límite. El aire rarificado no presentaba seguro apoyo a las alas, y el menor movimiento se convertía en un deslizamiento lateral; también sus controles respondían como con pereza. Quizá si el motor hubiese funcionado de una manera perfecta, habríamos podido subir otro millar de pies, pero seguía teniendo fallos, y dos de los diez cilindros parecían estar inutilizados. Si yo no había alcanzado aún la zona del espacio que venía buscando, era evidente que ya no tropezaría con ella en este viaje. ¿Y no sería posible que la hubiese alcanzado ya? Cerniéndome en círculo, lo mismo que un colosal halcón, al nivel de los cuarenta mil pies, dejé que el monoplano marchase libre, y me dediqué a observar con cuidado los alrededores con mis prismáticos Mannheim. El firmamento estaba absolutamente limpio sin indicio alguno de los peligros que yo había supuesto.<br /><br />He dicho que me cernía trazando círculos. Se me ocurrió de pronto que haría bien en dar una mayor amplitud a esos círculos, trazando una nueva ruta aérea. El cazador que penetra en una selva terrestre, la atraviesa cuando busca levantar caza. Mis razonamientos me llevaron a pensar que la selva aérea cuya existencia yo había supuesto tenía que caer más o menos por encima del Wiltshire. En ese caso, debía de estar hacia el Sur y el Oeste de donde yo me encontraba. Me orienté por el sol, puesto que la brújula de nada me servía, y tampoco era visible punto alguno de la Tierra. Únicamente se distinguía la lejana llanura plateada de nubes. Sin embargo, obtuve mi dirección hacia el punto señalado. Calculé que mi provisión de gasolina no duraría sino otra hora más o menos; pero podía permitirme gastarla hasta la última gota, ya que me era posible en cualquier momento lanzarme en un planeo ininterrumpido y magnífico que me condujese hasta la superficie de la Tierra.<br /><br />De pronto tuve la sensación de algo nuevo para mí. La atmósfera que tenía delante había perdido su transparencia cristalina. Estaba cubierta de manojitos alargados y desflecados de una cosa que yo podría comparar únicamente con las volutas finísimas del humo de cigarrillos. Flotaba formando roscas y guirnaldas, y se retorcía y giraba lentamente a la luz del sol. Cuando el monoplano los atravesó como una flecha, percibí en mis labios un regusto débil de aceite, y en las partes de madera del aparato apareció una espuma grasienta. Se habría dicho que una materia orgánica infinitamente tenue flotaba en la atmósfera. Orgánica, pero sin vida, como algo difuso y en iniciación, que se extendía por muchos acres cuadrados y que se iba desflecando hasta penetrar en el vacío. No; aquello no tenía vida. ¿Y no podrían ser unos restos de vida? Y, sobre todo, ¿no podría ser el alimento de una vida, de una vida monstruosa, de la misma manera que la pobre grasa del océano sirve de alimento a la enorme ballena? Eso iba pensando cuando alcé los ojos y distinguí la más asombrosa visión que se ofreció nunca a los ojos de un hombre. ¿Podré describírsela al lector tal como yo mismo la vi el jueves pasado?<br /><br />Imagínese el lector una medusa de mar como las que cruzan por nuestros mares en verano, en forma de campana y de un tamaño enorme; mucho más voluminosa, por lo que a mí me pareció, que la cúpula de la iglesia de San Pablo. Su color era ligeramente sonrosado con venas de un fino color verde; pero el conjunto de aquella colosal construcción era tan tenue que apenas se vislumbraba su silueta sobre el fondo azul oscuro del firmamento.<br /><br />Un ritmo suave y regular marcaba sus pulsaciones. De ese cuerpo enorme colgaban dos tentáculos verdes y fláccidos que se balanceaban con lentitud hacia atrás y hacia adelante. Esa visión magnífica cruzó suavemente, con silenciosa majestad, por encima de mi cabeza; era tan ingrávida y frágil como una pompa de jabón, y se deslizó majestuosa por su ruta.<br /><br />Yo había impreso un medio viraje a mi monoplano, a fin de poder seguir contemplando aquel ser grandioso; de pronto, y de una manera instantánea, me encontré en medio de una verdadera escuadra de otros iguales, de todos los tamaños, aunque ninguno de la magnitud del primero. Algunos eran pequeñísimos, pero la mayoría tenía más o menos el volumen de un globo corriente, con idéntica curvatura en la parte superior. Se observaba en ellos una finura de grano y de color que me trajo a la memoria los espejos venecianos de mejor calidad. Los matices predominantes eran el rosa y el verde, pero todos mostraban encantadoras iridiscencias allí donde el sol brillaba a través de sus formas delicadas. Cruzaron, dejándome atrás, algunos centenares de esos seres, formando una escuadra fantástica y maravillosa de bajeles sorprendentes y desconocidos del océano del firmamento. Eran unas criaturas cuyas formas y sustancia se hallaban tan a tono con aquellas alturas serenas que no podía concebirse cosa tan delicada dentro del radio visual y de sonido de nuestra tierra.<br /><br />Pero un nuevo fenómeno atrajo casi en seguida mi atención: el de las serpientes de las regiones exteriores de la atmósfera. Eran éstas unas espirales largas, delgadas y fantásticas de una materia vaporosa, que giraban y se enroscaban con gran rapidez, volando y retorciéndose sobre sí mismas con tal velocidad que apenas mis ojos podían seguirlas. Algunos de esos seres fantasmales tenían veinte o treinta pies de largura, y era difícil calcular su grosor, porque sus diluidos perfiles parecían esfumarse en la atmósfera que las circundaba. Esas serpientes aéreas eran de un color gris muy claro, del color del humo, advirtiéndose en su interior algunas líneas más oscuras, que producían la impresión de un auténtico organismo. Una de esas serpientes pasó rozándome casi la cara. Tuve la sensación de un contacto frío y viscoso; pero la composición era tan impalpable, que no me sugirió la idea de ninguna clase de peligro físico, como tampoco me lo sugirieron los bellos seres acompañados que los habían precedido. Su contextura no ofrecía solidez mayor que la espuma flotante que deja una ola al romperse.<br /><br />Pero me esperaba otra experiencia más terrible. Dejándose caer ingrávida desde una gran altura, vino hacia mí una mancha vaporosa y purpúrea. Cuando la vi por vez primera, me pareció pequeña; pero se fue agrandando rápidamente a medida que se me aproximaba, hasta llegar a ser de centenares de pies cuadrados de volumen. Aunque moldeada en alguna sustancia transparente y como gelatinosa, tenía contornos mucho más marcados y una consistencia más sólida que todo lo que había visto anteriormente. Se advertían también más detalles de que poseía una organización física; destacaban de una manera especial dos láminas circulares, enormes y sombreadas, a uno y otro lado, que podían ser sus ojos, y entre las dos láminas un saliente blanco perfectamente sólido, que presentaba la curvatura y la crueldad del pico de un buitre.<br /><br />El aspecto total de aquel monstruo era terrible y amenazador; cambiaba constantemente de colores, pasando desde un malva muy claro hasta un púrpura sombrío e irritado, tan espeso, que, al interponerse entre mi monoplano y el sol, proyectó una sombra. En la curva superior de su cuerpo inmenso se distinguían tres grandes salientes que sólo se me ocurre comparar con enormes burbujas, y al contemplarlas quedé convencido de que estaban repletas de algún gas extraordinariamente ligero, con el fin de sostener la masa informe y semisólida que flota en el aire rarificado. Aquel ser avanzó rápido, manteniéndose paralelo al monoplano y siguiendo fácilmente su misma velocidad: me dio escolta horrible en un trecho de más de veinte millas, cerniéndose sobre mí como ave de presa que espera el instante de lanzarse sobre su víctima. Su sistema de avance -tan rápido que no era fácil seguirlo- consistía en proyectar delante de él un saliente largo y gelatinoso que, a su vez, parecía tirar hacia sí el resto de aquel cuerpo contorsionante. Era tan elástico y gelatinoso, que no ofrecía en dos momentos sucesivos idéntica conformación, y, sin embargo, a cada nuevo cambio parecía más amenazador y repugnante.<br /><br />Me di cuenta de que traía malas intenciones. Lo pregonaba con los sucesivos aflujos purpúreos de su repugnante cuerpo. Aquellos ojos difusos y salientes, vueltos siempre hacia mí, eran fríos e implacables dentro de su glutinosidad rencorosa. Lancé mi monoplano en picada hacia abajo para huir de aquello. Al hacer yo esa maniobra, con la rapidez de un relámpago se disparó desde aquella masa de burbuja flotante un largo tentáculo y cayó tan rápido y sinuoso como un trallazo sobre la parte delantera de mi aparato. Al apoyarse por un instante sobre el motor caldeado, se oyó un ruidoso silbido, y el tentáculo se retiró con la misma rapidez, mientras que el cuerpo enorme y sin relieve se encogió como acometido de un dolor súbito. Yo me dejé caer en picada; pero el tentáculo volvió a descargarse sobre mi monoplano, y la hélice lo cortó con la misma facilidad que habría cortado una voluta de humo. Una espiral larga, reptante, pegajosa, parecida al anillo de una serpiente, me agarró por detrás, rodeó mi cintura y comenzó a arrastrarme fuera del fuselaje. Yo pugné por libertarme; mis dedos se hundieron en la superficie viscosa, gelatinosa, y logré desembarazarme por un instante de aquella presión; sólo por un instante, porque otro anillo me aferró por una de mis botas y me dio tal tirón, que casi me hizo caer de espaldas.<br /><br />En ese momento disparé los dos cañones de mi escopeta, aunque era lo mismo que atacar a un elefante con un tirador, pues no se podía suponer que ningún arma humana dejara lisiado a aquel volumen gigantesco. Sin embargo, mi puntería fue mejor de lo que yo podía imaginar; una de las grandes ampollas o burbujas que aquel ser tenía en lo alto de la espalda estalló con una tremenda explosión al ser perforada por las postas de mi escopeta. Había acertado en mi suposición: aquellas vejigas enormes y transparentes encerraban un gas que las distendía con su fuerza elevadora; el cuerpo enorme y de aspecto de nube cayó instantáneamente de costado, en medio de retorcimientos desesperados para volver a encontrar el equilibrio, y mientras tanto el pico blanco castañeteaba y jadeaba, presa de una furia espantosa.<br /><br />Pero yo había huido, lanzándome por el plano más escarpado que me atreví a buscar; mi motor a toda marcha y la hélice en plena propulsión, unidos a la fuerza de gravedad, me lanzaron hacia la tierra lo mismo que un aerolito. Al volver la vista, vi que la mancha informe y purpúrea se empequeñecía rápidamente hasta fundirse en el azul del firmamento que tenía detrás. Yo me encontraba fuera de la selva mortal de la región exterior de la atmósfera.<br /><br />Cuando me vi fuera de peligro, cerré la válvula del combustible del motor, porque no hay nada que destroce tan rápidamente a un avión como el lanzarse con toda la potencia del motor en marcha desde gran altura. Fue el mío un vuelo planeado magnífico, en espiral, desde casi ocho millas de altura primero, hasta el nivel del banco de nubes de plata; después, hasta la nube tormentosa del estrato inferior, y, por último, atravesando los goterones de lluvia, hasta la superficie de la tierra. Al salir de las nubes, distinguí por debajo de mí el canal de Bristol; pero como aún me quedaba en el depósito algo de gasolina, me metí veinte millas tierra adentro antes de aterrizar en un campo que quedaba a media milla de la aldea de Ashcombe. Un automóvil que pasaba por allí me cedió tres latas de gasolina, y a las seis y diez minutos de aquella tarde logré posarme suavemente en un prado de mi propia casa, en Devizes, después de una excursión que ningún ser humano ha realizado jamás, quedando con vida para contarlo. He visto la belleza y he visto también el espanto de las alturas; una belleza mayor y un espanto mayor que ésos no están al alcance del hombre.<br /><br />Pues bien: tengo el proyecto de volver a esas alturas antes de anunciar al mundo lo que he descubierto. Me mueve a ello el que necesito poder mostrar algo tangible, a manera de prueba, antes de dar a conocer a los hombres lo que llevo relatado. Es cierto que no tardarán otros en seguir mi camino y traerán la confirmación de lo que yo he afirmado; pero quisiera convencer a todos desde el primer momento. No creo que resulte difícil la captura de aquellas burbujas iridiscentes y encantadoras del aire. Se dejan arrastrar tan lentamente en su carrera, que un monoplano rápido no tendría dificultad alguna en cortarles el paso. Es muy probable que se disolverían en las capas más densas de la atmósfera, en cuyo caso todo lo que yo podría traerme a la tierra sería un montoncito de jalea amorfa. Sin embargo, no dejaría de ser algo que proporcionaría consistencia a mi relato. Sí, volveré a subir, aunque con ello corra un peligro. No parece que esos espantables seres purpúreos abunden. Es probable que no tropiece con ninguno; pero si tropiezo, me zambulliré en el acto hacia la tierra. En el peor de los casos, dispongo siempre de mi escopeta y sé que debo apuntar..."<br /><br />Aquí falta, por desgracia, una página del manuscrito. En la siguiente, con letras grandes e inseguras, aparecen estas líneas:<br /><br />"Cuarenta y tres mil pies. No volveré ya a ver de nuevo la tierra. Por debajo de mí hay tres de esos seres. ¡Que Dios me valga, porque será morir de muerte espantosa!"<br /><br />Tal es, al pie de la letra, el relato de Joyce-Armstrong. De su autor nada ha vuelto a saberse. En el coto de míster Budd-Lushington, en los límites de Kent y de Sussex, a pocas millas del lugar en que fue encontrado el cuaderno, han sido recogidas algunas piezas de su monoplano destrozado. Si la hipótesis del desdichado aviador sobre la existencia de lo que él llama la selva aérea en un espacio limitado de las regiones atmosféricas que quedan encima del Sudoeste de Inglaterra resulta exacta, se deduciría de ello que Joyce-Armstrong lanzó su monoplano a toda velocidad para salir de la misma, pero que fue alcanzado y devorado por aquellos seres espantosos en algún lugar por debajo de la atmósfera exterior y por encima del sitio en el que fueron encontrados esos restos dolorosos. Una persona que apreciase su equilibrio cerebral preferiría no hacer hincapié en el cuadro de aquel monoplano resbalando a toda velocidad cielo abajo, perseguido por los seres espantosos e innominados que se deslizaban con igual rapidez por debajo de él, cortándole siempre el camino de la tierra y estrechando el cerco de su víctima gradualmente. Sé muy bien que son muchos los que todavía toman a chacota los hechos que acabo de relatar; pero incluso quienes se mofan tendrán que reconocer por fuerza que Joyce-Armstrong ha desaparecido, y yo les recomendaría que hiciesen caso de las palabras que él escribió: "Este cuaderno puede servir de explicación de lo que estoy intentando y de cómo perdí mi vida en el intento. Pero, por favor, que se dejen de chácharas y no hablen de accidentes y de misterios".Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-12322663706463364222008-10-17T04:52:00.000+00:002008-10-17T04:54:33.044+00:00El color que cayó del cieloAl Oeste de Arkham las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.<br /><br />Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.<br /><br />En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en mi recta donde ahora hay un marchito erial1; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.<br /><br />Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de "marchito erial" me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.<br /><br />En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me estuvo raro que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.<br /><br />Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero, ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no me maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.<br /><br />Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase "los extraños días" que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarlo a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo había esperado; sin embargo, sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.<br /><br />No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus "fantásticas historias", fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua..., mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.<br /><br />Fue entonces cuando oí la historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que había dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria había empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche..., al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.<br /><br />Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire y aquella columna de humo en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se había enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba el marchito erial.<br /><br />Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no se encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando la señora Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo. Realmente no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.<br /><br />Al día siguiente -todo esto ocurría en el mes de junio de 1882-, los profesores se presentaron de nuevo, muy excitados. Al pasar por la casa de Ammi le contaron lo que había sucedido con la muestra, diciendo que había desaparecido por completo cuando la introdujeron en un recipiente de cristal. El recipiente también había desaparecido, y los profesores hablaron de la extraña afinidad de la piedra con el silicón. Había reaccionado de un modo increíble en aquel laboratorio perfectamente ordenado; sin sufrir ninguna modificación ni expeler ningún gas al ser calentada al carbón, mostrándose completamente negativa al ser tratada con bórax y revelándose absolutamente no volátil a cualquier temperatura, incluyendo la del soplete de oxihidrógeno. En el yunque apareció como muy maleable, y en la oscuridad su luminosidad era muy notable. Negándose obstinadamente a enfriarse, provocó una gran excitación entre los profesores; y cuando al ser calentada ante el espectroscopio mostró unas brillantes bandas distintas a las de cualquier color conocido del espectro normal, se habló de nuevos elementos, de raras propiedades ópticas, y de todas aquellas cosas que los intrigados hombres de ciencia suelen decir cuando se enfrentan con lo desconocido.<br /><br />Caliente como estaba, fue comprobada en un crisol con todos los reactivos adecuados. El agua no hizo nada. Ni el ácido clorhídrico. El ácido nítrico e incluso el agua regia se limitaron a resbalar sobre su tórrida invulnerabilidad. Ammi se encontró con algunas dificultades para recordar todas aquellas cosas, pero reconoció algunos disolventes a medida que se los mencionaba en el habitual orden de utilización: amoniaco y sosa cáustica, alcohol y éter, bisulfito de carbono y una docena más; pero, a pesar de que el peso iba disminuyendo con el paso del tiempo, y de que el fragmento parecía enfriarse ligeramente, los disolventes no experimentaron ningún cambio que demostrara que habían atacado a la sustancia. Desde luego, se trataba de un metal. Era magnético, en grado extremo; y después de su inmersión en los disolventes ácidos parecían existir leves huellas de la presencia de hierro meteórico, de acuerdo con los datos de Widmanstalten. Cuando el enfriamiento era ya considerable colocaron el fragmento en un recipiente de cristal para continuar las pruebas Y a la mañana siguiente, fragmento y recipiente habían desaparecido sin dejar rastro, y únicamente una chamuscada señal en el estante de madera donde los habían dejado probaba que había estado realmente allí.<br /><br />Esto fue lo que los profesores le contaron a Ammi mientras descansaban en su casa, y una vez más fue con ellos a ver el pétreo mensajero de las estrellas, aunque en esta ocasión su esposa no lo acompañó. Comprobaron que la piedra se había encogido realmente, y ni siquiera los más escépticos de los profesores pudieron dudar de lo que estaban viendo. Alrededor de la masa pardusca situada junto al pozo había un espacio vacío, un espacio que eran dos pies menos que el día anterior. Estaba aún caliente, y los sabios estudiaron su superficie con curiosidad mientras separaban otro fragmento mucho mayor que el que se habían llevado. Esta vez ahondaron más en la masa de piedra, y de este modo pudieron darse cuenta de que el núcleo central no era completamente homogéneo.<br /><br />Habían dejado al descubierto lo que parecía ser la cara exterior de un glóbulo empotrado en la sustancia. El color, parecido al de las bandas del extraño espectro del meteoro, era casi imposible de describir; y sólo por analogía se atrevieron a llamarlo color. Su contextura era lustrosa, y parecía quebradiza y hueca. Uno de los profesores golpeó ligeramente el glóbulo con un martillo, y estalló con un leve chasquido. De su interior no salió nada, y el glóbulo se desvaneció como por arte de magia, dejando un espacio esférico de unas tres pulgadas de diámetro, Los profesores pensaron que era probable que encontraran otros glóbulos a medida que la sustancia envolvente se fuera fundiendo.<br /><br />La conjetura era equivocada, ya que los investigadores no consiguieron encontrar otro glóbulo, a pesar de que taladraron la masa por diversos lugares. En consecuencia, decidieron llevarse la nueva muestra que habían recogido... y cuya conducta en el laboratorio fue tan desconcertante como la de su predecesora. Aparte de ser casi plástica, de tener calor, magnetismo y ligera luminosidad, de enfriarse levemente en poderosos ácidos, de perder peso y volumen en el aire y de atacar a los compuestos de silicón con el resultado de una mutua destrucción. La piedra no presentaba características de identificación; y al fin de las pruebas, los científicos de la Universidad se vieron obligados a reconocer que no podían clasificarla. No era nada de este planeta, sino un trozo del espacio exterior; y, como tal, estaba dotado de propiedades exteriores y desconocidas y obedecía a leyes exteriores y desconocidas.<br /><br />Aquella noche hubo una tormenta, y cuando los profesores acudieron a casa de Nahum al día siguiente, se encontraron con una desagradable sorpresa. La piedra, magnética como era, debió poseer alguna peculiar propiedad eléctrica ya que había "atraído al rayo", como dijo Nahum, con una singular persistencia. En el espacio de una hora el granjero vio cómo el rayo hería seis veces la masa que se encontraba junto al pozo, y al cesar la tormenta descubrió que la piedra había desaparecido. Los científicos, profundamente decepcionados, tras comprobar el hecho de la total desaparición, decidieron que lo único que podían hacer era regresar al laboratorio y continuar analizando el fragmento que se habían llevado el día anterior y que como medida de precaución hablan encerrado en una caja de plomo. El fragmento duró una semana transcurrida la cual no se había llegado a ningún resultado positivo. La piedra desapareció, sin dejar ningún residuo, y con el tiempo los profesores apenas creían que habían visto realmente aquel misterioso vestigio de los insondables abismos exteriores; aquel único, fantástico mensaje de otros universos y otros reinos de materia, energía y entidad.<br /><br />Como era lógico, los periódicos de Arkham hablaron mucho del incidente y enviaron a sus reporteros a entrevistar a Nahum y a su familia. Un rotativo de Boston envío también un periodista, y Nahum se convirtió rápidamente en una especie de celebridad local. Era un hombre delgado, de unos cincuenta años, que vivía con su esposa y sus tres hijos del producto de lo que cultivaba en el valle. Él y Ammi se hacían frecuentes visitas, lo mismo que sus esposas; y Ammi sólo tenía frases de elogio para él después de todos aquellos años. Parecía estar orgulloso de la atención que había despertado el lugar, y en las semanas que siguieron a su aparición y desaparición habló con frecuencia del meteorito. Los meses de julio y agosto fueron cálidos; y Nahum trabajó de firme en sus campos, y las faenas agrícolas lo cansaron más de lo que lo habían cansado otros años, por lo que llegó a la conclusión de que los años habían empezado a pesarle.<br /><br />Luego llegó la época de la recolección. Las peras v manzanas maduraban lentamente, y Nahum aseguraba que sus huertos tenían un aspecto más floreciente que nunca. La fruta crecía hasta alcanzar un tamaño fenomenal y un brillo musitado, y su abundancia era tal que Nahum tuvo que comprar unos cuantos barriles más a fin de poder embalar la futura cosecha. Pero con la maduración llegó una desagradable sorpresa, ya que toda aquella fruta de opulenta presencia resultó incomible. En vez del delicado sabor de las peras y manzanas, la fruta tenía un amargor insoportable. Lo mismo ocurrió con los melones y los tomates, y Nahum vio con tristeza cómo se perdía toda su cosecha. Buscando una explicación a aquel hecho, no tardó en declarar que el meteorito había envenenado el suelo, y dio gracias al cielo porque la mayor parte de las otras cosechas se encontraban en las tierras altas a lo largo del camino.<br /><br />El invierno se presentó muy pronto y fue muy frío. Ammi veía a Nahum con menos frecuencia que de costumbre, y observó que empezaba a tener un aspecto preocupado. También el resto de la familia había asumido un aire taciturno; y fueron espaciando sus visitas a la iglesia y su asistencia a los diversos acontecimientos sociales de la comarca. No pudo encontrarse ningún motivo para aquella reserva o melancolía, aunque todos los habitantes de la casa daban muestras de cuando en cuando de un empeoramiento en su estado de salud física y mental. Esto se hizo más evidente cuando el propio Nahum declaró que estaba preocupado por ciertas huellas de pasos que había visto en la nieve. Se trataba de las habituales huellas invernales de las ardillas rojas, de los conejos blancos y de los zorros, pero el caviloso granjero afirmó que encontraba algo raro en la naturaleza y disposición de aquellas huellas. No fue más explícito, pero parecía creer que no era característica de la anatomía y las costumbres de ardillas y conejos y zorros. Ammi no hizo mucho caso de todo aquello hasta una noche que pasó por delante de la casa de Nahum en su trineo, en su camino de regreso de Clark's Corners. En el cielo brillaba la luna, y un conejo cruzó corriendo el camino, y los saltos de aquel conejo eran más largos de lo que les hubiera gustado a Ammi y a su caballo. Este último, en realidad, se hubiera desbocado si su dueño no hubiera empuñado las riendas con mano firme. A partir de entonces, Ammi mostró un mayor respeto por las historias que contaba Nahum, y se preguntó por qué los perros de Gardner parecían estar tan asustados y temblorosos cada mariana. Incluso habían perdido el ánimo para ladrar.<br /><br />En el mes de febrero los chicos de McGregor, de Meadow Hill, salieron a cazar marmotas, y no lejos de las tierras de Gardner capturaron un ejemplar muy especial. Las proporciones de su cuerpo parecían ligeramente alteradas de un modo muy raro, imposible de describir, en tanto que su rostro tenía una expresión que hasta entonces nadie había visto en el rostro de una marmota. Los chicos quedaron francamente asustados y tiraron inmediatamente el animal, de modo que por la comarca sólo circuló la grotesca historia que los mismos chicos contaron. Pero esto, unido a la historia del conejo que asustaba a los caballos en las inmediaciones de la casa de Nahum, dio pie a que empezara a tomar cuerpo una leyenda, susurrada en voz baja.<br /><br />La gente aseguraba que la nieve se había fundido mucho más rápidamente en los alrededores de la casa de Nahum que en otras partes, y a principios de marzo se produjo una agitada discusión en la tienda de Potter, de Clark's Corners. Stephen Rice había pasado por las tierras de Gardner a primera hora de la mañana y se había dado cuenta de que la hierba fétida empezaba a crecer en todo el fangoso suelo. Hasta entonces no se había visto hierba fétida de aquel tamaño, y su color era tan raro que no podía ser descrito con palabras. Sus formas eran monstruosas, y el caballo había relinchado lastimeramente ante la presencia de un hedor que hirió también desagradablemente el olfato de Stephen. Aquella misma tarde, varias personas fueron a ver con sus propios ojos aquella anomalía, y todas estuvieron de acuerdo en que las plantas de aquella clase no podían brotar en un mundo saludable. Se mencionaron de nuevo los frutos amargos del otoño anterior, y corrió de boca en boca que las tierras de Nahum estaban emponzoñadas. Desde luego, se trataba del meteorito; y recordando lo extraño que les había parecido a los hombres de la Universidad, varios granjeros hablaron del asunto con ellos.<br /><br />Un día, hicieron una visita a Nahum; pero como se trataba de unos hombres que no prestaban crédito con facilidad a las leyendas, sus conclusiones fueron muy conservadoras. Las plantas eran raras, desde luego, pero toda la hierba fétida es más o menos rara en su forma y en su color. Quizás algún elemento mineral del meteorito había penetrado en la tierra, pero no tardaría en desaparecer. Y en cuanto a las huellas en la nieve y a los caballos asustados... se trataba únicamente de habladurías sin fundamento, que habían nacido a consecuencia de la caída del meteorito. Pero unos hombres serios no podían tener en cuenta las habladurías de los campesinos, ya que los supersticiosos labradores dicen y creen cualquier cosa. Ese fue el veredicto de los profesores acerca de los extraños días. Sólo uno de ellos, encargado de analizar dos redomas de polvo en el curso de una investigación policíaca, año y medio más tarde, recordó que el extraño color de la hierba fétida era muy parecido al de las insólitas bandas de luz que reveló el fragmento del meteoro en el espectroscopio de la Universidad, y al del glóbulo que encontraran en el interior de la piedra. En el análisis que el mencionado profesor llevó a cabo, las muestras revelaron al principio las mismas insólitas bandas, aunque más tarde perdieran la propiedad.<br /><br />Los árboles florecieron prematuramente alrededor de la casa de Nahum, y por la noche se mecían ominosamente al viento. El segundo hijo de Nahum, Thaddeus, un muchacho de quince años, juraba que los árboles se mecían también cuando no hacía viento; pero ni siquiera los más charlatanes prestaron crédito a esto. Desde luego, en el ambiente había algo raro. Toda la familia Gardner desarrolló la costumbre de quedarse escuchando, aunque no esperaban oír ningún sonido al cual pudieran dar nombre. La escucha era en realidad resultado de momentos en que la conciencia parecía haberse desvanecido en ellos. Desgraciadamente, esos momentos eran más frecuentes a medida que pasaban las semanas, hasta que la gente empezó a murmurar que toda la familia Nahum estaba mal de la cabeza. Cuando salió la primera saxífraga2, su color era también muy extraño; no completamente igual al de la hierba fétida, pero indudablemente afín a él e igualmente desconocido para cualquiera que lo viera. Nahum cogió algunos capullos y se los llevó a Arkham para enseñarlos al editor de la Gazette, pero aquel dignatario se limitó a escribir un artículo humorístico acerca de ellos, ridiculizando los temores y las supersticiones de los campesinos. Fue un error de Nahum contarle a un estólido ciudadano la conducta que observaban las mariposas -también de gran tamaño- en relación con aquellas saxífragas.<br /><br />Abril aportó una especie de locura a las gentes de la comarca y empezaron a dejar de utilizar el camino que pasaba por los terrenos de Nahum, hasta abandonarlo por completo. Era la vegetación. Los renuevos de los árboles tenían unos extraños colores, y a través del suelo de piedra del patio y en los prados contiguos crecían unas plantas que solamente un botánico podía relacionar con la flora de la región. Pero lo más raro de todo era el colorido, que no correspondía a ninguno de los matices que el ojo humano había visto hasta entonces. Plantas y arbustos se convirtieron en una siniestra amenaza, creciendo insolentemente en su cromática perversión. Ammi y los Gardner opinaron que los colores tenían para ellos una especie de inquietante familiaridad, y llegaron a la conclusión de que les recordaban el glóbulo que había sido descubierto dentro del meteoro. Nahum labró y sembró los diez acres de terreno que poseía en la parte alta, sin tocar los terrenos que rodeaban su casa. Sabía que sería trabajo perdido y tenía la esperanza de que aquellas extrañas hierbas que estaban creciendo arrancarían toda la ponzoña del suelo. Ahora estaba preparado para cualquier cosa, por inesperada que pudiera parecer, y se había acostumbrado a la sensación de que cerca de él había algo que esperaba ser oído. El ver que los vecinos no se acercaban por su casa le molestó, desde luego; pero afectó todavía más a su esposa. Los chicos no lo notaron tanto porque iban a la escuela todos los días; pero no pudieron evitar el enterarse de las habladurías, las cuales los asustaron un poco, especialmente a Thaddeus, que era un muchacho muy sensible.<br /><br />En mayo llegaron los insectos y la hacienda de Gardner se convirtió en un lugar de pesadilla, lleno de zumbidos y de serpenteos. La mayoría de aquellos animales tenían un aspecto insólito y se movían de un modo muy raro, y sus costumbres nocturnas contradecían todas las anteriores experiencias. Los Gardner adquirieron el hábito de mantenerse vigilantes durante la noche. Miraban en todas direcciones en busca de algo..., aunque no podían decir de qué. Fue entonces cuando comprobaron que Thaddeus había estado en lo cierto al hablar de lo que ocurría con los árboles. La señora Gardner fue la primera en comprobarlo una noche que se encontraba en la ventana del cuarto contemplando la silueta de un arce que se recortaba contra un cielo iluminado por la luna. Las ramas del arce se estaban moviendo y no corría el menor soplo de viento. Cosa de la savia, seguramente. Las cosas más extrañas resultaban ahora normales. Sin embargo, el siguiente descubrimiento no fue obra de ningún miembro de la familia Gardner. Se habían familiarizado con lo anormal hasta el punto de no darse cuenta de muchos detalles. Y lo que ellos no fueron capaces de ver fue observado por un viajante de comercio de Boston, que pasó por allí una noche, ignorante de las leyendas que corrían por la región. Lo que contó en Arkham apareció en un breve artículo publicado por la Gazette; y aquel articulo fue lo que todos los granjeros, incluido Nahum, se echaron primero a los ojos. La noche había sido oscura, pero alrededor de una granja del valle -que todo el mundo supo que se trataba de la granja de Nahum- la oscuridad había sido menos intensa. Una leve aunque visible fosforescencia parecía surgir de toda la vegetación, y en un momento determinado un trozo de aquella fosforescencia se deslizó furtivamente por el patio que había cerca del granero.<br /><br />Los pastos no parecían haber sufrido los efectos de aquella insólita situación, y las vacas pacían libremente cerca de la casa, pero hacia finales de mayo la leche empezó a ser mala. Entonces Nahum llevó a las vacas a pacer a las tierras altas y la leche volvió a ser buena. Poco después el cambio en la hierba y en las hojas, que hasta entonces se habían mantenido normalmente verdes, pudo apreciarse a simple vista. Todas las hortalizas adquirieron un color grisáceo y un aspecto quebradizo. Ammi era ahora la única persona que visitaba a los Gardner, y sus visitas fueron espaciándose más y más. Cuando cerraron la escuela, por ser época de vacaciones, los Gardner quedaron virtualmente aislados del mundo, y a veces encargaban a Ammi que les hiciera sus compras en el pueblo. Continuaban desmejorando física y mentalmente, y nadie quedó sorprendido cuando circuló la noticia de que la señora Gardner se había vuelto loca.<br /><br />Esto ocurrió en junio, alrededor del aniversario de la caída del meteoro, y la pobre mujer empezó a gritar que veía cosas en el aire, cosas que no podía describir. En su desvarío no pronunciaba ningún nombre propio, sino solamente verbos y pronombres. Las cosas se movían, y cambiaban, y revoloteaban, y los oídos reaccionaban a impulsos que no eran del todo sonidos. Nahum no la envió al manicomio del condado, sino que dejó que vagabundeara por la casa mientras fuera inofensiva para sí misma y para los demás. Cuando su estado empeoró no hizo nada. Pero cuando los chicos empezaron a asustarse y Thaddeus casi se desmayó al ver la expresión del rostro de su madre al mirarlo, Nahum decidió encerrarla en el ático. En julio, la señora Gardner dejó de hablar y empezó a arrastrarse a cuatro patas, y antes de terminar el mes, Nahum se dio cuenta de que su esposa era ligeramente luminosa en la oscuridad, tal como ocurría con la vegetación de los alrededores de la casa.<br /><br />Esto sucedió un poco antes de que los caballos se dieran a la fuga. Algo los había despertado durante la noche, y sus relinchos y su cocear habían sido algo terrible. A la mañana siguiente, cuando Nahum abrió la puerta del establo, los animales salieron disparados como alma que lleva el diablo. Nahum tardó una semana en localizar a los cuatro, y cuando los encontró se vio obligado a matarlos porque se habían vuelto locos y no había quién los manejara. Nahum le pidió prestado un caballo a Ammi para acarrear el heno, pero el animal no quiso acercarse al granero. Respingó, se encabritó y relinchó, y al final tuvieron que dejarlo en el patio, mientras los hombres arrastraban el carro hasta situarlo junto al granero. Entretanto, la vegetación iba tomándose gris y quebradiza. Incluso las flores, cuyos colores habían sido tan extraños, se volvían grises ahora, y la fruta era gris y enana e insípida. Las jarillas y el trébol dorado dieron flores grises y deformes, y las rosas, las rascamoños y las malvarrosas del patio delantero tenían un aspecto tan horrendo, que Zenas, el mayor de los hijos de Nahum, las cortó todas. Al mismo tiempo fueron muriéndose todos los insectos, incluso las abejas que habían abandonado sus colmenas.<br /><br />En septiembre toda la vegetación se había desmenuzado, convirtiéndose en un polvillo grisáceo, y Nahum temió que los árboles murieran antes de que la ponzoña se hubiera desvanecido del suelo. Su esposa tenía ahora accesos de furia, durante los cuales profería unos gritos terribles, y Nahum y sus hijos vivían en un estado de perpetua tensión nerviosa. No se trataban ya con nadie, y cuando la escuela volvió a abrir sus puertas los chicos no acudieron a ella. Fue Ammi, en una de sus raras visitas, quien descubrió que el agua del pozo ya no era buena. Tenía un gusto endiablado, que no era exactamente fétido ni exactamente salobre, y Ammi aconsejó a su amigo que excavara otro pozo en las tierras altas para utilizarlo hasta que el suelo volviera a ser bueno. Sin embargo, Nahum no hizo el menor caso de aquel consejo, ya que había llegado a impermeabilizarse contra las cosas raras y desagradables. Él y sus hijos siguieron utilizando la teñida agua del pozo, bebiéndola con la misma indiferencia con que comían sus escasos y mal cocidos alimentos y conque realizaban sus improductivas y monótonas tareas a través de unos días sin objetivo. Había algo de estólida resignación en todos ellos, como si anduvieran en otro mundo entre hileras de anónimos guardianes hacia un lugar familiar y seguro.<br /><br />Thaddeus se volvió loco en septiembre, después de una visita al pozo. Había ido allí con un cubo y había regresado con las manos vacías, encogiendo y agitando los brazos y murmurando algo acerca de "los colores movibles que había allí abajo". Dos locos en una familia representaban un grave problema, pero Nahum se portó valientemente. Dejó que el muchacho se moviera a su antojo durante una semana, hasta que empezó a portarse peligrosamente, y entonces lo encerró en el ático, enfrente de la habitación ocupada por su madre. El modo como se gritaban el uno al otro desde detrás de sus cerradas puertas era algo terrible, especialmente para el pequeño Merwin, que imaginaba que su madre y su hermano hablaban en algún terrible lenguaje que no era de este mundo. Merwin se estaba convirtiendo en un chiquillo peligrosamente imaginativo, y su estado empeoró desde que encerraron al hermano que había sido su mejor compañero de juegos.<br /><br />Casi al mismo tiempo empezó la mortalidad entre el ganado. Las aves de corral adquirieron un color gris y murieron rápidamente. Los cerdos engordaron desordenadamente y luego empezaron a experimentar repugnantes cambios que nadie podía explicar. Su carne era desaprovechable, desde luego, y Nahum no sabía qué pensar ni qué hacer. Ningún veterinario rural quiso acercarse a su casa, y el veterinario de Arkham quedó francamente desconcertado. La cosa resultaba tanto más inexplicable por cuanto aquellos animales no habían sido alimentados con la vegetación emponzoñada. Luego les llegó el turno a las vacas. Ciertas zonas, y a veces el cuerpo entero, aparecieron anormalmente hinchadas o comprimidas, y aquellos síntomas fueron seguidos de atroces colapsos o desintegraciones. En las últimas fases -que terminaban siempre con la muerte- adquirían un color grisáceo y un aspecto quebradizo, tal como había ocurrido con los cerdos. En el caso de las vacas no podía hablarse de veneno, ya que estaban encerradas en mi establo. Ninguna mordedura de un animal salvaje podía haber inoculado el virus, ya que no hay ningún animal terrestre que pueda pasar a través de obstáculos sólidos. Debía tratarse de una enfermedad natural..., aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de enfermedad producía aquellos terribles resultados. En la época de la cosecha no quedaba ningún animal vivo en la casa, ya que el ganado y las aves de corral habían muerto y los perros habían huido. Los perros, en número de tres, habían desaparecido una noche y no volvieron a aparecer. Los cinco gatos se habían marchado un poco antes, pero su desaparición apenas fue notada, ya que en la casa no había ahora ratones y únicamente la señora Gardner sentía cierto afecto por los graciosos felinos.<br /><br />El 19 de octubre Nahum se presentó en casa de Ammi con espantosas noticias. La muerte había sorprendido al pobre Thaddeus en su habitación del ático, y lo habla sorprendido de un modo que no podía ser contado. Nahum había excavado una tumba en la parte trasera de la granja y había metido allí lo que encontró en la habitación. En la habitación no podía haber entrado nadie, ya que la pequeña ventana enrejada y la cerradura de la puerta estaban intactas; pero lo sucedido tenía muchos puntos de contacto con lo ocurrido en el establo. Ammi y su esposa consolaron al atribulado granjero lo mejor que pudieron, aunque no consiguieron evitar un estremecimiento. El horror parecía rondar alrededor de los Gardner y de todo lo que tocaban, y la sola presencia de uno de ellos en la casa era como un soplo de regiones innominadas e innominables. Ammi acompañó a Nahum a su hogar de muy mala gana e hizo lo que pudo para calmar los histéricos sollozos del pequeño Merwin. Zenas no necesitaba ser calmado. Se encontraba en un estado de completo atontamiento y se limitaba a mirar fijamente un punto indeterminado del espacio y a obedecer lo que su padre le ordenaba. Y Ammi pensó que ese estado de abulia era lo mejor que podía ocurrirle. De cuando en cuando los gritos de Merwin eran contestados desde el ático, y en respuesta a una mirada interrogadora Nahum dijo que su esposa estaba muy débil. Cuando se acercaba la noche, Ammi se las arregló para marcharse, ya que ningún sentimiento de amistad podía hacerle permanecer en aquel lugar cuando la vegetación empezaba a brillar débilmente y los árboles podían o no moverse sin que soplara el viento. Era una verdadera suerte para Ammi el hecho de que no fuese una persona imaginativa. De haberlo sido, de haber podido relacionar y reflexionar sobre todos los portentos que lo rodeaban, no cabe duda de que hubiese perdido la chaveta. A la hora del crepúsculo regresó apresuradamente a su casa, sintiendo resonar terriblemente en sus oídos los gritos de la loca y del pequeño Merwin.<br /><br />Tres días más tarde Nahum se presentó en casa de Ammi muy de mañana, y en ausencia de su huésped le contó a la señora Pierce una horrible historia que ella escuchó temblando de miedo. Esta vez se trataba del pequeño Merwin. Había desaparecido. Había salido de la casa cuando ya era de noche con un farol y un cubo para traer agua, y no había regresado. Hacía días que su estado no era normal y se asustaba de todo. El padre oyó un frenético grito en el patio, pero cuando abrió la puerta y se asomó el muchacho había desaparecido. No se veía ni rastro de él, y en ninguna parte brillaba el farol que se había llevado. En aquel momento, Nahum creyó que el farol y el cubo habían desaparecido también; pero al hacerse de día, y al regreso de su búsqueda de toda la noche por campos y bosques, Nahum había descubierto unas cosas muy raras cerca del pozo: una retorcida y semifundida masa de hierro, que había sido indudablemente el farol; y junto a ella un asa doblada junto a otra masa de hierro, asimismo retorcida y semifundida, que correspondía al cubo. Eso fue todo. Nahum imaginaba lo inimaginable. La señora Pierce estaba como atontada, y Ammi, cuando llegó a casa y oyó la historia, no pudo dar ninguna opinión. Merwin había desaparecido y sería inútil decírselo a la gente que vivía en aquellos alrededores y que huían de los Gardner como de la peste. Tan inútil como decírselo a los ciudadanos de Arkham que se reían de todo. Thad había desaparecido, y ahora había desaparecido Merwin. Algo estaba arrastrándose y arrastrándose, esperando ser visto y oído. Nahum no tardaría en morirse, y deseaba que Ammi velara por su esposa y por Zenas, si es que lo sobrevivían. Todo aquello era un castigo de alguna clase, aunque Nahum no podía adivinar a qué se debía, ya que siempre había vivido en el santo temor de Dios.<br /><br />Durante más de dos semanas, Ammi no tuvo ninguna noticia de Nahum; y entonces, preocupado por lo que pudiera haber ocurrido, dominó sus temores y efectuó una visita a la casa de los Gardner. De la chimenea no salía humo y por unos instantes el visitante temió lo peor. El aspecto de la granja era impresionante: hierba y hojas grisáceas en el suelo, parras cayéndose a pedazos de arcaicas paredes y aleros, y enormes árboles desnudos silueteándose malignamente contra el gris cielo de noviembre. Ammi no pudo dejar de notar que se habla producido un sutil cambio en la inclinación de las ramas. Pero Nahum estaba vivo, después de todo. Estaba muy débil y reposaba en un catre en la cocina de techo bajo, pero conservaba la lucidez y seguía dando órdenes a Zenas. La estancia estaba mortalmente fría; y al ver que Ammi se estremecía, Nahum le gritó a Zenas que trajera más leña. La leña, en realidad, era muy necesaria, ya que el cavernoso hogar estaba apagado y vacío, y el viento que se filtraba chimenea abajo era helado. De pronto, Nahum le preguntó si la leña que había traído su hijo lo hacía sentirse más cómodo, y entonces Ammi se dio cuenta de lo que había ocurrido. Finalmente, la mente del granjero había dejado de resistir a la intensa presión de los acontecimientos.<br /><br />Interrogando discretamente a su vecino, Ammi no consiguió poner en claro lo que le había sucedido a Zenas. "En el pozo... vive en el pozo...", fue todo lo que su padre dijo.<br /><br />Luego el visitante recordó súbitamente a la esposa loca y cambió de tema. "¿Nabby? Está aquí, desde luego...", fue la sorprendida respuesta del pobre Nahum, y Ammi no tardó en darse cuenta de que tendría que investigar por sí mismo. Dejando al inofensivo granjero en su catre, cogió las llaves que estaban colgadas detrás de la puerta y subió los chirriantes escalones que conducían al ático. La parte alta de la casa estaba completamente silenciosa y no se oía el menor ruido en ninguna dirección. De las cuatro puertas a la vista, sólo una estaba cerrada, y en ella probó Ammi varias llaves del manojo que había cogido. A la tercera tentativa la cerradura giró, y Ammi empujó la puerta pintada de blanco.<br /><br />El interior de la habitación estaba completamente a oscuras, ya que la ventana era muy pequeña y estaba medio tapada por las rejas de hierro; y Ammi no pudo ver absolutamente nada. El aire estaba muy viciado, y antes de seguir adelante tuvo que entrar en otra habitación y llenarse los pulmones de aire respirable. Cuando volvió a entrar vio algo oscuro en un rincón, y al acercarse no pudo evitar un grito de espanto. Mientras gritaba creyó que una nube momentánea había tapado la escasa claridad que penetraba por la ventana, y un segundo después se sintió rozado por una espantosa corriente de vapor. Unos extraños colores danzaron ante sus ojos; y si el horror que experimentaba en aquellos momentos no le hubiera impedido coordinar sus ideas hubiera recordado el glóbulo que el martillo de geólogo había aplastado en el interior del meteorito, y la malsana vegetación que habla crecido durante la primavera. Pero, en el estado en que se hallaba, sólo pudo pensar en la horrible monstruosidad que tenía enfrente, y que sin duda alguna había compartido la desconocida suerte del joven Thaddeus y del ganado. Pero lo más terrible de todo era que aquel horror se movía lenta y visiblemente mientras continuaba desmenuzándose.<br /><br />Ammi no me dio más detalles de aquella escena, pero la forma del rincón no reapareció en su relato como un objeto movible. Hay cosas que no pueden ser mencionadas, y lo que se hace por humanidad es a veces cruelmente juzgado por la ley. Comprendí que en aquella habitación del ático no quedó nada que se moviera, y que no dejar allí nada capaz de moverse debió de ser algo horripilante y capaz de acarrear un tormento eterno. Cualquiera, no tratándose de un estólido granjero, se hubiera desmayado o enloquecido, pero Ammi volvió a cruzar el umbral de la puerta pintada de blanco y encerró el espantoso secreto detrás de él. Ahora debía ocuparse de Nahum; éste tenía que ser alimentado y atendido, y trasladado a algún lugar donde pudieran cuidarlo.<br /><br />Cuando empezaba a bajar la oscura escalera, Ammi oyó un estrépito debajo de él. Incluso le pareció haber oído un grito, y recordó nerviosamente la corriente de vapor que lo había rozado mientras se hallaba en la habitación del ático. Oprimido por un vago temor, oyó más ruidos debajo suyo. Indudablemente estaban arrastrando algo pesado, y al mismo tiempo se oía un sonido todavía más desagradable, como el que produciría una fuerte succión. Sintiendo aumentar su terror, pensó en lo que había visto en el ático. ¡Santo cielo! ¿En qué fantástico mundo de pesadilla había penetrado? No se atrevió a avanzar ni a retroceder, y permaneció inmóvil, temblando, en la negra curva del rellano de la escalera. Cada detalle de la escena estallaba de nuevo en su cerebro.<br /><br />De repente se oyó un frenético relincho proferido por el caballo de Ammi, seguido inmediatamente por un ruido de cascos que hablaba de una precipitada fuga. Al cabo de un instante, caballo y calesa estaban fuera del alcance del oído, dejando al asustado Ammi, inmóvil en la oscura escalera, la tarea de conjeturar qué podía haberlos impulsado a desaparecer tan repentinamente. Pero aquello no fue todo. Se produjo otro ruido fuera de la casa. Una especie de chapoteo en el agua..., debió de haber sido en el pozo. Ammi había dejado a Hero desatado cerca del pozo, y algún animalito debió meterse entre sus patas, asustándolo, y dejándose caer después en el pozo. Y la casa seguía brillando con una pálida fosforescencia. ¡Dios mío! ¡Qué antigua era la casa! La mayor parte de ella edificada antes de 1670, y el tejado holandés más tarde de 1730.<br /><br />En aquel momento se oyó el ruido de algo que se arrastraba por el suelo de la planta baja, y Ammi aferró con fuerza el palo que había cogido en el ático sin ningún propósito determinado. Procurando dominar sus nervios, terminó su descenso y se dirigió a la cocina. Pero no llegó a ella, ya que lo que buscaba no estaba ya allí. Había salido a su encuentro, y hasta cierto punto estaba aún vivo. Si se había arrastrado o si había sido arrastrado por fuerzas externas, es cosa que Ammi no hubiera podido decir; pero la muerte había tomado parte en ello. Todo había ocurrido durante la última media hora, pero el proceso de desintegración estaba ya muy avanzado. Había allí una horrible fragilidad, debida a lo quebradizo de la materia, y del cuerpo se desprendían fragmentos secos. Ammi no pudo tocarlo, limitándose a contemplar horrorizado la retorcida caricatura de lo que había sido un rostro. "¿Qué ha pasado, Nahum..., qué ha pasado?", susurró, y los agrietados y tumefactos labios apenas pudieron murmurar una respuesta final.<br /><br />"Nada..., nada...; el color... quema...; frío y húmedo, pero quema...; vive en el pozo..., lo he visto..., una especie de humo... igual que las flores de la pasada primavera...; el pozo brilla por la noche... Se llevó a Thad, y a Merwin, y a Zenas..., todas las cosas vivas...; sorbe la vida de todas las cosas...; en aquella piedra tuvo que llegar en aquella piedra...; la aplastaron...; era el mismo color..., el mismo, como las flores y las plantas...; tiene que haber más...; crecieron..., lo he visto esta semana...; tuvo que darle fuerte a Zenas...; era un chico fuerte, lleno de vida...; le golpea a uno la mente y luego se apodera de él...; quema mucho...; en el agua del pozo...; no pueden sacarlo de allí..., ahogarlo... Se ha llevado también a Zenas...; tenías razón...; el agua está embrujada... ¿Cómo está Nabby, Ammi?... Mi cabeza no funciona...; no sé cuánto hace que no le he subido comida...; la cosa la atacó también a ella...; el color...; su rostro tiene el mismo color por las noches..., y el color quema y sorbe; procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí...; uno de los profesores lo dijo...; tenía razón, mira, Ammi, está sorbiendo más..., sorbiendo la vida..."<br /><br />Pero eso fue todo. La cosa que había hablado no podía hablar más porque se había encogido completamente. Ammi lo cubrió con un mantel a cuadros blancos y rojos y salió de la casa por la puerta trasera. Trepó por la ladera que conducía a las tierras altas y regresó a su hogar por el camino del Norte y los bosques. No pudo pasar junto al pozo desde el cual había huido su caballo. Miró hacia el pozo a través de una ventana y recordó el chapoteo que había oído..., el chapoteo de algo que se había sumergido en el pozo después de lo que había hecho con el desdichado Nahum...<br /><br />Cuando Ammi llegó a su casa se encontró con que el caballo y la calesa lo habían precedido; su esposa lo aguardaba llena de ansiedad. Después de tranquilizarla, sin darle ninguna explicación, se dirigió a Arkham y notificó a las autoridades que la familia Gardner ya no existía. No entró en detalles, limitándose a hablar de las muertes de Nahum y de Nabby; la de Thaddeus era ya conocida, y dijo que la causa de la muerte parecía ser la misma extraña dolencia que había atacado al ganado. También dijo que Merwin y Zenas habían desaparecido. En la jefatura de policía lo interrogaron ampliamente, y al final se vio obligado a acompañar a tres agentes a la granja de Gardner, juntamente con el fiscal, el médico forense y el veterinario que había atendido a los animales enfermos. Ammi fue con ellos de muy mala gana, ya que la tarde estaba muy avanzada y temía que la noche lo cogiera en aquel lugar maldito, aunque era un consuelo saber que iba a estar acompañado de tantos hombres.<br /><br />Los seis hombres montaron en un carro, siguiendo a la calesa de Ammi, y llegaron a la granja alrededor de las cuatro. A pesar de que los agentes estaban acostumbrados a presenciar espectáculos horripilantes, todos se estremecieron a la vista de lo que fue encontrado debajo del mantel a cuadros rojos y blancos, y en la habitación del ático. El aspecto de la granja, con su desolación gris, era ya bastante terrible, pero aquellos dos retorcidos objetos sobrepasaban toda medida de horror. Nadie pudo contemplarlos más allá de un par de segundos, e incluso el médico forense admitió que allí había muy poco que examinar. Podían analizarse unas muestras, desde luego, de modo que él mismo se encargó de agenciárselas..., y al parecer aquellas muestras provocaron el más inextricable rompecabezas con que se enfrentara nunca el laboratorio de la Universidad. Bajo el espectroscopio, las muestras revelaron un espectro desconocido, muchas de cuyas bandas eran iguales que las que había revelado el extraño meteoro al ser analizado. La propiedad de emitir aquel espectro se desvaneció en un mes, y el polvo consistía principalmente en fosfatos y carbonatos alcalinos.<br /><br />Ammi no les hubiera hablado del pozo de haber sabido que iban a actuar inmediatamente. Se acercaba la puesta de sol y estaba ansioso por marcharse de allí. Pero no pudo evitar el dirigir miradas nerviosas al pozo, cosa que fue observada por uno de los policías, el cual lo interrogó. Ammi admitió que Nahum había temido a algo que estaba escondido en el pozo... hasta el punto de que no se había atrevido a comprobar si Merwin o Zenas se habían caído dentro. La policía decidió vaciar el pozo y explorarlo inmediatamente, de modo que Ammi tuvo que esperar, temblando, mientras el pozo era vaciado cubo a cubo. El agua hedía de un modo insoportable, y los hombres tuvieron que taparse las narices con sus pañuelos para poder terminar la tarea. Menos mal que el trabajo no fue tan largo como habían creído, ya que el nivel del agua era sorprendentemente bajo. No es necesario hablar con demasiados detalles de lo que encontraron. Merwin y Zenas estaban allí los dos, aunque sus restos eran principalmente esqueléticos. Había también un pequeño cordero y un perro grande en el mismo estado de descomposición, aproximadamente, y cierta cantidad de huesos de animales más pequeños. El limo del fondo parecía inexplicablemente poroso y burbujeante, y un hombre que bajó atado a una cuerda y provisto de una larga pértiga se encontró con que podía hundir la pértiga en el fango en toda su longitud sin encontrar ningún obstáculo.<br /><br />La noche se estaba echando encima y entraron en la casa en busca de faroles. Luego, cuando vieron que no podían sacar nada más del pozo, volvieron a entrar en la casa y conferenciaron en la antigua sala de estar mientras la intermitente claridad de una espectral media luna iluminaba a intervalos la gris desolación del exterior. Los hombres estaban francamente perplejos ante aquel caso y no podían encontrar ningún elemento convincente que relacionara las extrañas condiciones de los vegetales, la desconocida enfermedad del ganado y de las personas, y las inexplicables muertes de Merwin y Zenas en el pozo. Habían oído los comentarios y las habladurías de la gente, desde luego; pero no podían creer que hubiese ocurrido algo contrario a las leyes naturales. Era evidente que el meteoro había emponzoñado el suelo pero la enfermedad de personas y animales que no habían comido nada crecido en aquel suelo era harina de otro costal. ¿Se trataba del agua del pozo? Posiblemente. No sería mala idea analizarla. Pero ¿por qué singular locura se habían arrojado los dos muchachos al pozo? Habían actuado de un modo muy similar... y sus restos demostraban que los dos habían padecido a causa de la muerte quebradiza y gris. ¿Por qué todas las cosas se volvían grises y quebradizas?<br /><br />El fiscal, sentado junto a una ventana que daba al patio, fue el primero en darse cuenta de la fosforescencia que había alrededor del pozo. La noche había caído del todo, y los terrenos que rodeaban la granja parecían brillar débilmente con una luminosidad que no era la de los rayos de la luna; pero aquella nueva fosforescencia era algo definido y distinto, y parecía surgir del negro agujero como la claridad apagada de un faro, reflejándose amortiguadamente en las pequeñas charcas que el agua vaciada del pozo había formado en el suelo. La fosforescencia tenía un color muy raro, y mientras todos los hombres se acercaban a la ventana para contemplar el fenómeno, Ammi lanzó una violenta exclamación. El color de aquella fantasmal fosforescencia le resultaba familiar. Lo había visto antes, y se sintió lleno de temor ante lo que podía significar. Lo había visto en aquel horrendo glóbulo quebradizo hacía dos veranos, lo había visto en la vegetación durante la primavera, y había creído verlo por un instante aquella misma mañana contra la pequeña ventana enrejada de la horrible habitación del ático donde habían ocurrido cosas que no tenían explicación. Había brillado allí por espacio de un segundo, y una espantosa corriente de vapor lo había rozado..., y luego el pobre Nahum habla sido arrastrado por algo de aquel color. Nahum lo había dicho al final..., había dicho que era como el glóbulo y las plantas. Después se había producido la fuga en el patio y el chapoteo en el pozo..., y ahora aquel pozo estaba proyectando a la noche un pálido e insidioso reflejo del mismo diabólico color.<br /><br />Una prueba fehaciente de la viveza mental de Ammi es que en aquel momento de suprema tensión se sintió intrigado por algo que era fundamentalmente científico. Se preguntó cómo era posible recibir la misma impresión de una corriente de vapor deslizándose en pleno día por una ventana abierta al cielo matinal, y de una fosforescencia nocturna proyectándose contra el negro y desolado paisaje. No era lógico..., resultaba antinatural... Y entonces recordó las últimas palabras pronunciadas por su desdichado amigo: "Procede de algún lugar donde las cosas no son como aquí..., uno de los profesores lo dijo..."<br /><br />Los tres caballos que se encontraban en el exterior de la casa, atados a unos árboles junto al camino, estaban ahora relinchando y coceando frenéticamente. El conductor del carro se dirigió hacia la puerta para ver qué sucedía, pero Ammi apoyó una mano en su hombro.<br /><br />-No salga usted -susurró-. No sabemos lo que sucede ahí afuera. Nahum dijo que en el pozo vivía algo que sorbía la vida. Dijo que era algo que había surgido de una bola redonda como la que vimos dentro del meteorito que cayó aquí hace más de un año. Dijo que quemaba y sorbía, y que era una nube de color como la fosforescencia que ahora sale del pozo, y que nadie puede saber lo que es. Nahum creía que se alimentaba de todo lo viviente y afirmó que lo había visto la pasada semana. Tiene que ser algo caído del cielo, igual que el meteorito, tal como dijeron los profesores de la Universidad. Su forma y sus actos no tienen nada que ver con el mundo de Dios. Es algo que procede del más allá.<br /><br />De modo que el hombre se detuvo, indeciso, mientras la fosforescencia que salía del pozo se hacía más intensa y los caballos coceaban y relinchaban con creciente frenesí. Fue realmente un espantoso momento; con los restos monstruosos de cuatro personas -dos en la misma casa y dos en el pozo-, y aquella desconocida iridiscencia que surgía de las fangosas profundidades. Ammi había cerrado el paso al conductor del carro llevado por un repentino impulso, olvidando que a él mismo no le había sucedido nada después de ser rozado por aquella horrible columna de vapor en la habitación del ático, pero no se arrepentía de haberlo hecho. Nadie podía saber lo que había aquella noche en el exterior; nadie podía conocer la índole de los peligros que podían acechar a un hombre enfrentado con una amenaza completamente desconocida.<br /><br />De repente, uno de los policías que estaba en la ventana profirió una exclamación. Los demás se le quedaron mirando, y luego siguieron la dirección de los ojos de su compañero. No había necesidad de palabras. Lo que había de discutible en las habladurías de los campesinos ya no podría ser discutido en adelante porque allí había seis testigos de excepción, media docena de hombres que, por la índole de sus profesiones, no creían más que lo que veían con sus propios ojos. Ante todo es necesario dejar sentado que a aquella hora de la noche no soplaba ningún viento. Poco después empezó a soplar, pero en aquel momento el aire estaba completamente inmóvil. Y, sin embargo, en medio de aquella tensa y absoluta calma, los árboles del patio estaban moviéndose. Se movían morbosa y espasmódicamente, agitando sus desnudas ramas, en convulsivas y epilépticas sacudidas, hacia las nubes bañadas por la luz de la luna; arañando con impotencia el aire inmóvil, como empujados por una misteriosa fuerza subterránea que ascendiera desde debajo de las negras raíces.<br /><br />Por espacio de unos segundos todos los hombres reunidos en la granja de Gardner contuvieron el aliento. Luego, una nube más oscura que las demás veló la luna, y la silueta de las agitadas ramas se disipó momentáneamente. En aquel instante un grito de espanto se escapó de todas las gargantas, ya que el horror no se había desvanecido con la silueta, y en un pavoroso momento de oscuridad más profunda los hombres vieron retorcerse en la copa del más alto de los árboles un millar de diminutos puntos fosforescentes, brillando como el fuego de San Telmo o como las lenguas de fuego que descendieron sobre las cabezas de los Apóstoles el día de Pentecostés. Era una monstruosa constelación de luces sobrenaturales, como un enjambre de luciérnagas necrófagas bailando una infernal zarabanda sobre una ciénaga maldita; y su color era el mismo que Ammi había llegado a reconocer y a temer. Entretanto, la fosforescencia del pozo se hacía cada vez más brillante, infundiendo en los hombres reunidos en la granja una sensación de anormalidad que anulaba cualquier imagen que sus mentes conscientes pudieran formar. Ya no brillaba: estaba vertiéndose hacia afuera. Y mientras la informe corriente de indescriptible color abandonaba el pozo, parecía flotar directamente hacia el cielo.<br /><br />El veterinario se estremeció y se acercó a la puerta para echar la doble barra. Ammi estaba también muy impresionado y tuvo que limitarse a señalar con la mano, por falta de voz, cuando quiso llamar la atención de los demás sobre la creciente luminosidad de los árboles. Los relinchos de los caballos se habían convertido en algo espantoso, pero ni uno solo de aquellos hombres se hubiese aventurado a salir por nada del mundo. El brillo de los árboles fue en aumento, mientras sus inquietas ramas parecían extenderse más y más hacia la verticalidad. De pronto se produjo una intensa conmoción en el camino, y cuando Ammi alzó la lámpara para que proyectara un poco más de claridad al exterior, comprobaron que los frenéticos caballos habían roto sus ataduras y huían enloquecidos con el carro.<br /><br />La impresión sirvió para soltar varias lenguas y se intercambiaron inquietos susurros.<br /><br />-Se extiende sobre todas las cosas orgánicas que hay por aquí -murmuró el médico forense.<br /><br />Nadie contestó, pero el hombre que había bajado al pozo aventuró la opinión de que su pértiga debió de haber removido algo intangible.<br /><br />-Fue algo terrible -añadió-. No había fondo de ninguna clase. Únicamente fango, y burbujas, y la sensación de algo oculto debajo...<br /><br />El caballo de Ammi seguía coceando y relinchando desesperadamente en el camino exterior y casi ahogó el débil sonido de la voz de su dueño mientras éste murmuraba sus deshilvanadas reflexiones.<br /><br />-Salió de aquella piedra..., fue creciendo y alimentándose de todas las cosas vivas...; se alimentaba de ellas, alma y cuerpo... Thad y Merwin, Zenas y Nabby... Nahum fue el último... Todos bebieron agua del... Se apoderó de ellos... Llegó del más allá, donde las cosas no son como aquí..., y ahora regresa al lugar de donde procede...<br /><br />En aquel momento, mientras la columna de desconocido color brillaba con repentina intensidad y empezaba a entrelazase, con fantásticas sugerencias de forma que cada uno de los espectadores describió más tarde de un modo distinto, el desdichado Hello profirió un aullido que ningún hombre había oído nunca salir de la garganta de un caballo. Todos los que estaban en la casa se taparon los oídos, y Ammi se apartó de la ventana horrorizado. Cuando miró de nuevo hacia el exterior, el pobre animal yacía inerte en el suelo bañado por la luz de la luna entre las astilladas varas de la calesa. Y allí se quedó hasta que lo enterraron al día siguiente. Pero el momento presente no permitía entregarse a lamentaciones, ya que casi en el mismo instante uno de los policías les llamó silenciosamente la atención sobre algo terrible que estaba sucediendo en el interior de la habitación donde se encontraban. Donde no alcanzaba la claridad de la lámpara podía verse una débil fosforescencia que había empezado a invadir toda la estancia. Brillaba en el suelo de tablas y en la raída alfombra, y resplandecía débilmente en los marcos de las pequeñas ventanas. Corría de un lado para otro, llenando puertas y muebles. A cada momento se hacía más intensa, y al final se hizo evidente que las cosas vivientes debían abandonar enseguida aquella casa.<br /><br />Ammi les mostró la puerta trasera y el camino que conducía a las tierras altas. Avanzaron con paso inseguro, como sonámbulos, y no se atrevieron a mirar atrás hasta que llegaron al camino del Norte. Ninguno de ellos hubiera osado pasar por el camino que discurría junto al pozo... Cuando miraron atrás, hacia el valle y la distante granja de Gardner, contemplaron un horrible espectáculo. Toda la granja brillaba con el espantoso y desconocido color; árboles, edificaciones e incluso la hierba que no había sido transformada aún en quebradiza y gris. Las ramas estaban todas extendidas hacia el cielo, coronadas con lenguas de fuego, y radiantes goterones del mismo monstruoso fuego ardían encima de la casa, del granero y de los cobertizos. Era una escena de una visión de Fusell, y sobre todo el resto reinaba aquella borrachera de luminoso amorfismo, aquel extraño arco iris de misterioso veneno del pozo..., hirviendo, saltando, centelleando y burbujeando malignamente en su cósmico e irreconocible cromatismo.<br /><br />Luego, súbitamente, la horrible cosa salió disparada verticalmente hacia el cielo, como un cohete o un meteoro, sin dejar ningún rastro detrás de ella y desapareciendo a través de un redondo y curiosamente simétrico agujero abierto en las nubes, antes de que ninguno de los hombres pudiera expresar su asombro. Ningún espectador podría olvidar nunca aquel espectáculo, y Ammi se quedó mirando estúpidamente el camino que habla seguido el color hasta mezclarse con las estrellas de la Vía Láctea. Pero su mirada fue atraída inmediatamente hacia la tierra por el estrépito que acababa de producirse en el valle. Había sido un estrépito, y no una explosión, como afirmaron algunos de los componentes del grupo. Pero el resultado fue el mismo, ya que en un caleidoscópico instante la granja y sus alrededores parecieron estallar, enviando hacia el cenit una nube de coloreados y fantásticos fragmentos. Los fragmentos se desvanecieron en el aire, dejando una nube de vapor que al cabo de un segundo se había desvanecido también. Los asombrados espectadores decidieron que no valía la pena esperar a que volviera a salir la luna para comprobar los efectos de aquel cataclismo en la granja de Nahum.<br /><br />Demasiado asustados incluso para aventurar alguna teoría, los siete hombres regresaron a Arkham por el camino del Norte. Ammi estaba peor que sus compañeros y les suplicó que lo acompañaran hasta su casa en vez de dirigirse directamente al pueblo. Por nada del mundo hubiera cruzado el bosque solo a aquella hora de la noche. Estaba más asustado que los demás porque había sufrido una impresión que los otros se habían ahorrado, y se sentía oprimido por un temor que por espacio de muchos años no se atrevió a mencionar. Mientras el resto de los espectadores en aquella tempestuosa colina había vuelto estólidamente sus rostros al camino, Ammi había mirado hacia atrás por un instante para contemplar el sombrío valle de desolación al que tantas veces había acudido. Y había visto algo que se alzaba débilmente para hundirse de nuevo en el lugar desde el cual el informe horror había salido disparado hacia el cielo. Era solamente un color..., aunque no era ningún color de nuestra tierra ni de los cielos. Y porque Ammi reconoció aquel color, y supo que sus últimos y débiles restos debían seguir ocultos en el pozo, nunca ha estado completamente cuerdo desde entonces.<br /><br />Ammi no se acercaría a aquel lugar por nada del mundo. Hace cuarenta y cuatro años que sucedieron los hechos que acabo de narrar, pero Ammi no ha vuelto a pisar aquellas tierras y le alegra saber que pronto quedarán enterradas debajo de las aguas. También a mí me alegra la idea, ya que no me gustó nada ver cómo cambiaba de color la luz del sol al reflejarse en aquel abandonado pozo. Espero que el agua será siempre muy profunda, pero aunque así sea nunca la beberé. No creo que regrese a la región de Arkham. Tres de los hombres que habían estado con Ammi volvieron al día siguiente para ver las ruinas a la luz del día, pero en realidad no había ruinas. Únicamente los ladrillos de la chimenea, las piedras de la bodega, algunos restos minerales y metálicos, y el brocal de aquel nefando pozo. A excepción del caballo de Ammi, que enterraron aquella misma mañana, y de la calesa, que no tardaron en devolver a su dueño, todas las cosas que habían tenido vida habían desaparecido. Sólo quedaban cinco acres de desierto polvoriento y grisáceo, y desde entonces no ha crecido en aquellos terrenos ni una brizna de hierba. En la actualidad aparece como una gran mancha comida por el ácido en medio de los bosques y campos, y los pocos que se han atrevido a acercarse por allí a pesar de las leyendas campesinas le han dado el nombre de "erial maldito".<br /><br />Las leyendas campesinas son muy extrañas. Y podrían ser incluso más extrañas si los hombres de la ciudad y los químicos universitarios tuvieran el interés suficiente para analizar el agua de aquel pozo olvidado, o el polvo gris que ningún viento parece dispersar. Los botánicos podrían estudiar también la sorprendente flora que crece en los límites de aquellos terrenos, ya que de este modo podrían confirmar o refutar lo que dice la gente: que la zona emponzoñada está extendiéndose poco a poco, quizás una pulgada al año... La gente dice que el color de la hierba que crece en aquellos alrededores no es el que le corresponde y que los animales salvajes dejan extrañas huellas en la nieve cuando llega el invierno. La nieve no parece cuajar tanto en el erial maldito como en otros lugares. Los caballos -los pocos que quedan en esta época motorizada- se ponen nerviosos en el silencioso valle; y los cazadores no pueden acercarse con sus perros a las inmediaciones del erial maldito.<br /><br />Dicen también que las influencias mentales son muy malas, y que todos los que han tratado de establecerse allí, extranjeros en su inmensa mayoría, han tenido que marcharse acosados por extrañas fantasías y sueños. Ningún viajero ha dejado de experimentar una sensación de extrañeza en aquellas profundas hondonadas, y los artistas tiemblan mientras pintan unos bosques cuyo misterio es tanto de la mente como de la vista. Y yo mismo estoy sorprendido de la sensación que me produjo mi único paseo solitario por aquellos lugares antes de que Ammi me contara su historia.<br /><br />No me pregunten mi opinión. No sé: esto es todo. La única persona que podía ser interrogada acerca de los extraños días es Ammi, ya que la gente de Arkham no quiere hablar de este asunto, y los tres profesores que vieron el meteorito y su coloreado glóbulo están muertos. ¿Había otros glóbulos? Probablemente. Uno de ellos consiguió alimentarse y escapar, en tanto que otro no había podido alimentarse suficientemente y continuaba en el pozo... Los campesinos dicen que la zona emponzoñada se ensancha una pulgada cada año, de modo que tal vez existe algún tipo de crecimiento o de alimentación incluso ahora. Pero, sea lo que sea lo que haya allí, tiene que verse trabado por algo, ya que de no ser así se extendería rápidamente. ¿Está atado a las raíces de aquellos árboles que arañan el aire?<br /><br />Lo que es, sólo Dios lo sabe. En términos de materia, supongo que la cosa que Ammi describió puede ser llamada un gas, pero aquel gas obedecía a unas leyes que no son de nuestro cosmos. No era fruto de los planetas y soles que brillan en los telescopios y en las placas fotográficas de nuestros observatorios. No era ningún soplo de los cielos cuyos movimientos y dimensiones miden nuestros astrónomos o consideran demasiado vastos para ser medidos. No era más que un color surgido del espacio..., un pavoroso mensajero de unos reinos del infinito situados más allá de la Naturaleza que nosotros conocemos; de unos reinos cuya simple existencia aturde el cerebro con las inmensas posibilidades extracósmicas que ofrece a nuestra imaginación.<br /><br />Dudo mucho de que Ammi me mintiera de un modo consciente, y no creo que su historia sea el relato de una mente desquiciada, como supone la gente de la ciudad. Algo terrible llegó a las colinas y valles con aquel meteoro, y algo terrible -aunque ignoro en qué medida- sigue estando allí. Me alegra pensar que todos aquellos terrenos quedarán inundados por las aguas. Entretanto, espero que no le suceda nada a Ammi. Vio tanto de la cosa..., y su influencia era tan insidiosa... ¿Por qué no ha sido capaz de marcharse a vivir a otra parte? Ammi es un anciano muy simpático y muy buena persona, y cuando la brigada de trabajadores empiece su tarea tengo que escribir al ingeniero jefe para que no lo pierda de vista. Me disgustaría recordarlo como una gris, retorcida y quebradiza monstruosidad de las que turban cada día más mi sueño.<br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-39722898958706092822008-10-15T00:23:00.002+00:002008-10-15T00:26:58.514+00:00MediuMSoy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.<br /><br />Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.<br /><br />La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.<br /><br />Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:<br /><br />Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.<br /><br />Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.<br /><br />A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.<br /><br />La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.<br /><br />Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.<br /><br />Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.<br /><br />Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.<br /><br />La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...<br /><br />-Hay que estudiar -dijo, a modo de conclusión, la madre.<br /><br />Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.<br /><br />Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.<br /><br />Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...<br /><br />Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.<br /><br />-¿Qué tienes? -le pregunté.<br /><br />Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.<br /><br />Luego, en voz baja, murmuró:<br /><br />-Ha sido mi hermana.<br /><br />-¡Ah! Ella...<br /><br />-No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.<br /><br />Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.<br /><br />Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... ; llamaban..., nadie.<br /><br />Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.<br /><br />-Es mi hermana, mi hermana -dijo Román.<br /><br />Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»<br /><br />Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.<br /><br />Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.<br /><br />Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.<br /><br />Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.<br /><br />Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.<br /><br />Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.<br /><br />¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.<br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-44189350862628318442007-12-29T03:04:00.000+00:002007-12-29T03:05:58.017+00:00El Demonio de la PerversidadEn la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma<br />humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe<br />como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron<br />también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos<br />pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan<br />sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos<br />ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia<br />tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos<br />entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí<br />misma, no podíamos entender de qué modo eta capaz de actuar para mover las cosas<br />humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran<br />medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que<br />el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictare<br />propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová,<br />construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de<br />frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural<br />hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.<br />Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es<br />el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo<br />lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la<br />especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos<br />con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con<br />todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad<br />del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los<br />spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguir<br />en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir<br />del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su<br />Creador.<br />Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación<br />(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en<br />lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que<br />Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,<br />¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?<br />Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en<br />sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?<br />La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como<br />principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar<br />perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en<br />realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos<br />sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,<br />podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por<br />la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable;<br />pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones<br />llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad<br />de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza<br />irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el<br />mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un<br />impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros<br />actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una<br />modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una<br />mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología,<br />tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño.<br />Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al<br />mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al<br />mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad,<br />pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se<br />manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.<br />Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la<br />sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta<br />a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.<br />No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún<br />período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su<br />interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la<br />intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y<br />más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y<br />lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que<br />puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento<br />es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un<br />ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando<br />todas las consecuencias) es consentida.<br />Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que<br />la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,<br />energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la<br />tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe,<br />tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y por qué? No hay<br />respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del<br />principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con<br />nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible<br />anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas<br />a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra<br />mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido,<br />de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la<br />que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al<br />mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,<br />desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es<br />demasiado tarde!<br />Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y<br />vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos<br />quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una<br />nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra<br />forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.<br />Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho<br />más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un<br />pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la<br />feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones<br />durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación,<br />por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más<br />espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan<br />presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y<br />porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él<br />con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como<br />la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un<br />instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la<br />reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo,<br />no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el<br />súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.<br />Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del<br />espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no<br />deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos<br />en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no<br />supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.<br />He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo<br />explicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débil<br />apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no<br />hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me<br />hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables<br />víctimas del demonio de la perversidad.<br />Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta<br />deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil<br />planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo<br />algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida<br />a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó<br />de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la<br />cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito<br />fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante<br />los cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de<br />mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del<br />coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»<br />Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó<br />por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la<br />bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera<br />hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción<br />que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período<br />muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer<br />más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le<br />sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi<br />imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.<br />Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o<br />más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases<br />triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena e<br />el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando<br />en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».<br />Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de<br />murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di<br />esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar<br />abiertamente.»<br />No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi<br />corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he<br />explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito<br />sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para<br />confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera<br />sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.<br />Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé<br />vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un<br />deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento<br />me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi<br />situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles<br />atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación<br />de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda<br />resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca<br />para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,<br />sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha<br />palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.<br />Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y<br />apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero<br />densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.<br />Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra<br />desmayado.<br />Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré<br />libre! Pero, ¿dónde?Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-13589407692390103792007-12-29T02:47:00.000+00:002007-12-29T02:48:34.273+00:00El CuervoCierta noche aciaga, cuando, con la mentecansada,<br />meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral<br />y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,<br />como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.<br />"Es un visitante -me dige-, que está llamando al portal;<br />sólo eso y nada más."<br />¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!<br />Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.<br />Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma<br />en mis libros,ni consuelo a la perdida abismal<br />de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar<br />y aquí nadie nombrará.<br />Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas<br />me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal<br />que, para calmarr mi angustia repetí con voz mustia:<br />"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;<br />un tardío visitante esperando en mi portal.<br />Sólo eso y nada más".<br />Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:<br />"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar<br />pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido<br />y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal<br />que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el portal:<br />sólo sombras, nada más.<br />La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,<br />y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;<br />pero en este silencio atroz, superior a toda voz,<br />sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a susurrar...<br />sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco volvióla a nombrar.<br />Sólo eso y nada más.<br />Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos<br />pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.<br />"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana;<br />veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.<br />Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.<br />¡Es el viento y nada más!".<br />Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,<br />agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.<br />Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,<br />con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,<br />en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;<br />fue, posóse y nada más.<br />Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,<br />en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.<br />"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser<br />osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;<br />¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"<br />Dijo el cuervo: "Nunca más".<br />Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa<br />sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,<br />pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido<br />ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.<br />Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal<br />que se llamara "Nunca más".<br />Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,<br />como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.<br />No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna<br />hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;<br />por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".<br />Dijo entonces :"Nunca más".<br />Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;<br />"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar<br />del repertorio olvidado de algún amo desgraciado<br />que en su caída redujo sus canciones a un refrán:<br />"Nunca, nunca más".<br />Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía<br />planté una silla mullida frente al avi y el portal;<br />y hundido en el terciopelo me afané con recelo<br />en descubrir que quería la funesta ave ancestral<br />al repetir: "Nunca más".<br />Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra<br />al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;<br />eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada<br />sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.<br />¡ Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,<br />y ya no usará nunca más!.<br />Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso<br />mecido por serafines de leve andar musical.<br />"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Diós estos ángeles dirige<br />hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!<br />¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".<br />Dijo el cuervo: "Nunca más".<br />"¡Profeta! -grité -, ser malvado, profeta eres, diablo alado!<br />¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad<br />trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,<br />a esta morada espectral? ¡Mas t e imploro, dime ya,<br />dime, te imploro, si existe algun bálsamo en Galaad!"<br />Dijo el cuervo: "Nunca más".<br />"¡Profeta! -grité -, ser malvado, profeta eres, diablo alado!<br />Por el Diós que veneramos, por el manto celestial,<br />dile a este desventurado si en el Edén lejano<br />a Leonor , ahora entre ánngeles, un día podré abrazar".<br />Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".<br />"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un paso atrás;<br />¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!<br />¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje<br />quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!<br />¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"<br />Dijo el cuervo: "Nunca más".<br />Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,<br />en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;<br />y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,<br />cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;<br />y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,<br />no se alzará...¡nunca más!.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-54534271284898335392007-12-29T02:37:00.000+00:002007-12-29T02:38:35.932+00:00El Miserere<span style="color: rgb(204, 204, 204);font-family:TimelessTLig;" >Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.</span><p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Era un Miserere.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto: Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime; o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése? </span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿Y decís que ese portento se repite aún?</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¡Está loco!</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;"> </span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);" align="center"><span style="font-family:TimelessTLig;">II</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David: ¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;"><i>Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.</i></span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;"> </span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);" align="center"><span style="font-family:TimelessTLig;">III</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Sí -respondió el músico.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¿Y qué tal os ha parecido?</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba:</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">-¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;"><i>In peccatis concepit me mater mea</i></span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.</span></p> <p style="color: rgb(204, 204, 204);"><span style="font-family:TimelessTLig;">¿Quién sabe si no serán una locura?</span></p><p style="color: rgb(204, 204, 204);" align="center"> <span style="font-family:TimelessTLig;">FIN</span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-2404259968516186742007-12-29T02:34:00.000+00:002007-12-29T02:35:24.958+00:00El Extraño<span style="color:#800000;">Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro. </span> <p><span style="color:#800000;">No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día. </span></p> <p><span style="color:#800000;">A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba. </span></p> <p><span style="color:#800000;">De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna. </span></p> <p><span style="color:#800000;">De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado. </span></p> <p><span style="color:#800000;">No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.</span></p><p align="center"><span style="color:#800000;">FIN</span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-86556687374825430882007-10-23T00:16:00.000+00:002007-10-23T00:18:14.918+00:00El Horla (Guy de Maupassant)<span style="color: rgb(51, 204, 255);">8 de mayo</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Qué hermosa mañana!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">11 de mayo</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">16 de mayo</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">18 de mayo</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">25 de mayo</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de qué?... Hasta ahora nunca sentía temor por nada... abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo comprendo y lo sé... y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">2 de junio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas, vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el recto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">3 de junio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">2 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no conocía.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Es un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Cree usted en eso? —pregunté al monje.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—No sé —me contestó.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Yo proseguí:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Acaso vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">3 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Qué tiene, Jean?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">4 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">5 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">6 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">10 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Partiré inmediatamente hacia París.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">12 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">En lugar de concluir con estas simples palabras: "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">14 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador. Después: "Vota por la República". Y vota por la República.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">16 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza —decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él".</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">"Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados."</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Quiere que la hipnotice, señora?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí; me parece bien.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Al cabo de diez minutos dormía.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Póngase detrás de ella —me dijo el médico.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Veo a mi primo —respondió.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Qué hace?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Se atusa el bigote.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Y ahora ?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Saca una fotografía del bolsillo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Quién aparece en la fotografía?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Él, mi primo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Cómo aparece en ese retrato?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!"</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">No bien regresé, me acosté.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me vestí de prisa y la hice pasar.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿De qué se trata, prima?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Pero cómo, ¿tan luego usted?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Sabía que era muy rica y le dije:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí... sí... estoy segura.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Le ha escrito?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí, me escribió.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Recibí su carta esta mañana.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Puede enseñármela?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Así que su marido tiene deudas.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Vaciló una vez más y luego murmuró:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—No lo sé.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Bruscamente le dije:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Dio una especie de grito de desesperación:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">— Sí..</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Pero es mi esposo quien me los pide.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¿Se ha convencido ahora?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Sí, no hay más remedio que creer.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Vamos a ver a su prima.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">19 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: "Quizá".</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">21 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">30 de julio</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ayer he regresado a casa. Todo está bien.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">2 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">4 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El sirviente acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">6 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda... ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas... el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones .</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">7 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia".</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">8 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Sin embargo he podido dormir.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">9 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Nada ha sucedido. pero tengo miedo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">10 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Nada: ¿qué sucederá mañana?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">11 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">12 de agosto, 10 de la noche</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">13 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">14 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">15 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">16 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!"</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité —no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">17 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido... la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Entonces, mañana... pasado mañana o cualquiera de estos... podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">18 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">19 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Ya sé... ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh, Dios mío!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión... ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?... el... parece que me gritara su nombre y no lo oyese... el... sí... grita... Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído... el Horla... es él... ¡el Horla... ha llegado!...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros... Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!"</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo... va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo... Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">19 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">20 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">21 de agosto</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">10 de septiembre</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!" Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.</span><br /><br /><span style="color: rgb(51, 204, 255);">No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . Entonces, tendré que suicidarme...</span>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-59042001312633751492007-09-28T04:19:00.001+00:002007-09-28T04:24:48.697+00:00Vinum Sabbati<span style="color: rgb(51, 255, 255);">Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio. Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso, aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Me cuidaré -dijo-, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba, sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> El doctor Haberden me animó, después de la consulta.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No es nada grave -me dijo-. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había perdido el tiempo.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho -decía riéndose-; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca Nacional.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿Cuándo nos vamos? -pregunté-. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía, y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos servirá de nada.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador, como, si fuera un vino de la cava más selecta.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿Tiene algún sabor especial? -pregunté.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No; es como si fuera sólo agua-. Se levantó de la silla y empezó a pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿Vamos al salón a tomar café? -le pregunté-. ¿0 prefieres fumar?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable. Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la calle, balanceando su bastón-, y me sentí agradecida con el doctor Haberden por esta mejoría.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Caminé sin pensar adónde iba -dijo gozando de la frescura del aire, y vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados. Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche; algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio le sobrevino poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¡Oh, Francis! --exclamé- ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra esos pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que no era un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma. Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había descubierto hacía apenas media hora.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una expresión de gran compasión en su rostro.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Mi querida señorita Leicester -dijo- usted se ha angustiado por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sí, me tiene preocupada -dije Desde hace una o dos semanas no he estado tranquila.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente, le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella mancha de fuego negro.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿Qué tienes en la mano, Francis? -le pregunté con firmeza.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre. Me lo vendé lo mejor que pude.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Yo te lo curaré bien, si quieres.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos? Tengo mucha hambre.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de la mañana, fui de nuevo a la casa del médico.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció reflexionar durante unos minutos.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester -dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sí -dijo-, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> - Por favor, déjeme ver el preparado -dijo Haberden.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el contenido y miró con extrañeza al anciano.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¿De dónde sacó esto? -dijo-. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina correcta.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -La he tenido mucho tiempo --dijo el anciano, aterrado-. Se la compré a Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sería mejor que me lo diera -dijo Haberden-. Me temo que ha habido una equivocación.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el frasco envuelto en papel.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Doctor Haberden -dije, cuando ya llevábamos un rato caminando-, doctor Haberden.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sí -dijo él, mirándome sobriamente.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante poco más de un mes.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Bueno -dijo al fin-. Todo esto es muy extraño. Es natural que se sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana, aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, está por ver qué contiene realmente este frasco.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sí -dijo-. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Lo mandaré analizar -dijo Haberden-. Tengo un amigo 1 que se dedica a la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no pensar más en eso.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Ya me he divertido lo suficiente -dijo con una risa extraña- y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado, tras una dosis tan sobrecargada de placer -sonrió para sí mismo. Poco después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No tengo ninguna noticia especial para usted -dijo-. Chambers está fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Está en su habitación -dije-. Le diré que está usted aquí.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una, hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa, mientras las manecillas del reloj caminaban lentamente. Oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara, en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta. Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.</span><p style="color: rgb(51, 255, 255);"></p> <p style="color: rgb(51, 255, 255);" align="justify"><span style="color: rgb(0, 0, 0);font-family:Arial,Helvetica,sans-serif;font-size:100%;" ><span style="color: rgb(51, 255, 255);">-He visto a ese hombre -comenzó, en un áspero susurro-. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! -y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No me mande llamar otra vez, señorita Leicester -dijo, recobrando un poco la compostura-. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados. Desde aquel día, me pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé sobrecogida de un terror sin forma ni figura. Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies, perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¡Francis, Francis! -grité-. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala fuera de aquí!</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Aquí no hay nada -dijo la voz-. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme. Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con mi hermano. Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído. Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer. El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la escalera. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¡Oh, señorita Helen! -murmuró-. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su mano.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -No te comprendo -dije-. ¿Quieres explicarte?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Estaba arreglando su habitación hace un momento --comenzó-. Estaba cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de mí.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Ven conmigo -dije-. Trae tu vela.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que empapaba la blanca ropa de mi cama.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -En recuerdo de su padre --dijo finalmente-, iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó con voz fuerte y decidida:</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me veré obligado a echarla abajo -dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que hizo eco por todo el edificio-: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir la puerta.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -¡Ah! -exclamó, después de unos pesados momentos de silencio-, estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Muy bien --dijo-, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor Leicester -gritó por el ojo de la cerradura-, que voy a destrozar la puerta!</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la oscuridad.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Sostenga la lámpara -dijo entonces el doctor. Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -Ahí está -dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro-. Mire, en ese rincón.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa, y cómo trató de levantarse algo que bien podía ser un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el silencio.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> -He traspasado mi consultorio -comenzó-. Mañana emprendo un largo viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);"> En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar. Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia que narra:</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);">"Mi querido Haberden -comenzaba la carta-: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar, pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.</span><br /><span style="color: rgb(51, 255, 255);">"Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del 'ocultismo' actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace muchos años me convencí -me he convencido a pesar de mi anterior escepticismo-, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que *no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica, Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual for</span><span style="color: rgb(102, 255, 255);"><span style="color: rgb(51, 255, 255);">ma</span> de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que imaginábamos. El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como espirituales y están sujetos a una actividad interior.</span><br /><span style="color: rgb(102, 255, 255);"> Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen, debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será casi un proverbio.</span><br /><span style="color: rgb(102, 255, 255);">"Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es prácticamente desconocida hoy en día. jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico. Efectivamente, como dice, pudo comprar en un almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,, repetidas año tras año durante periodos irregulares, con distinta intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vínum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa. Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático -unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua-, la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado. Tales eran las nuptiae sabbatí.</span><br /><span style="color: rgb(102, 255, 255);">"Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción."</span><br /><span style="color: rgb(102, 255, 255);"> Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:</span><br /><span style="color: rgb(102, 255, 255);">"Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Y si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.</span></span></p><p style="color: rgb(51, 255, 255);" align="justify"><span style="color: rgb(0, 0, 0);font-family:Arial,Helvetica,sans-serif;font-size:100%;" ><span style="color: rgb(102, 255, 255);">Dr. Joseph Haberden</span></span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-70891778892708567512007-08-27T01:49:00.001+00:002007-08-27T01:49:46.024+00:00El EnemigoEs de noche. La criadita Varka, una chiquilla de trece años, mece en la cuna al niño y le canturrea:<br /><br />Duerme, duerme, niño lindo, que viene el coco...<br /><br />Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.<br /><br />La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.<br /><br />El niño llora. Está afónico hace tiempo de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Diríase que su llanto no va a acabar nunca.<br /><br />Varka está muerta de sueño. A pesar de todos sus esfuerzos, sus ojitos se cierran y, por más que intente evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios; siente su cara como de madera y su cabeza pequeñita como la de un alfiler.<br /><br />Duerme, duerme, niño lindo...<br /><br />balbucea.<br /><br />Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquilla la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.<br /><br />La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos entrecerrados de Varka, en cuyo cerebro medio dormido nacen vagos recuerdos.<br /><br />La muchacha ve correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de pecho. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.<br /><br />-¿Por qué hacéis eso?-les pregunta Varka.<br /><br />-¡Para dormir!-contestan-. Queremos dormir.<br /><br />Y se duermen como lirones.<br /><br />Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.<br /><br />Duerme, duerme, niño lindo...<br /><br />canturrea Varka entre sueños.<br /><br />Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no lo ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre mucho-de no se sabe qué enfermedad-; no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.<br /><br />-Bu-bu-bu-bu...<br /><br />La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía estar de vuelta ya.<br /><br />Varka, recostada en la estufa, sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre.<br /><br />Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.<br /><br />-¡Encended alguna luz!-dice.<br /><br />-¡Bu-bu-bu!-responde Efim, rechinando los dientes.<br /><br />La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Reina el silencio durante unos instantes. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.<br /><br />-¡Espere un instante, señor doctor!-dice la madre.<br /><br />Sale corriendo y vuelve en seguida con un cabo de vela.<br /><br />Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.<br /><br />-¿Qué te pasa, muchacho?-le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?<br /><br />-¡Estoy en las últimas, excelencia!-contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...<br /><br />-¡Vamos, no digas sandeces! Ya verás cómo te curas...<br /><br />-Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte llama a la puerta, es inútil luchar contra ella...<br /><br />El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:<br /><br />-Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!<br /><br />-Señor doctor, ¿y cómo lo llevaremos?-dice la madre-. No tenemos caballo.<br /><br />-No importa; hablaré a los señores y para que os dejen uno.<br /><br />El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.<br /><br />-Bu-bu-bu-bu...<br /><br />Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A poco momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.<br /><br />Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.<br /><br />Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:<br /><br />Duerme niño bonito...<br /><br />A Varka le parece que la voz que canta es su propia voz. Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:<br /><br />-¡Acaban de operarlo, pero ha muerto! ¡Que Dios lo tenga en su gloria !... El doctor dice que ha sido operado demasiado tarde; que debía haberse hecho hace mucho tiempo antes.<br /><br />Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero, de pronto, siente un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:<br /><br />-¡Ah, sinvergüenza! ¡El niño llorando y tú durmiendo!<br /><br />Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.<br /><br />El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto adormecedor sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.<br /><br />Ve de nuevo el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también; pero su madre, que camina con ella, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.<br /><br />-¡Una limosnita, por el amor de Dios!-implora la madre a los caminantes-. ¡Tened compasión de nosotros, buenos cristianos!<br /><br />-¡Dame el niño!-grita de pronto una voz que le es muy conocida-. ¡Ya te has dormido otra vez dormida, sinvergüenza!<br /><br />Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle el pecho al niño.<br /><br />Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede paso a la mañana.<br /><br />-¡Toma el niño!-ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!<br /><br />Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño. Su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al mismo ritmo del el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.<br /><br />-¡Varka, enciende la estufa!-grita el ama, al otro lado de la puerta.<br /><br />Es de día. Hay que comenzar el trabajo.<br /><br />Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.<br /><br />Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.<br /><br />-¡Varka, prepara el samovar!-grita el ama.<br /><br />Varka empieza a encender astillas, pero su ama la interrumpe con una nueva orden:<br /><br />-¡Varka, límpiale los chanclos al amo!<br /><br />Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, para evitar que los trastos alrededor sigan moviéndose y creciendo.<br /><br />-¡Varka, ve a lavar la escalera!-ordena el ama, a voces-. Está tan sucia que cuando sube un parroquiano se me cae la cara de vergüenza.<br /><br />Varka friega la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.<br /><br />Lo que más esfuerzo le cuesta es permanecer de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas cobran formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño, pues allí está el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...<br /><br />Varka, mirando cómo las tinieblas enlutan las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, sin ningún motivo. Las tinieblas acarician sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.<br /><br />Aquella noche hay visitas en la casa.<br /><br />-¡Varka, enciende el samovar!-grita el ama.<br /><br />El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.<br /><br />Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.<br /><br />-¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!<br /><br />Por fin las visitas se marchan. Se apagan las luces. Los amos se acuestan.<br /><br />-¡Varka, mece al niño!-es la última orden.<br /><br />El grillo canta en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.<br /><br />Duerme, niño bonito...<br /><br />canturrea la muchacha con voz soñolienta.<br /><br />El niño berrea tanto que está a dos dedos de encanarse.<br /><br />Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes de las talegas, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Agotada, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»<br /><br />El enemigo es el niño.<br /><br />Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?<br /><br />Completamente absorbida por tal idea, se levanta y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de gozo pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Lo matará y podrá dormir todo lo que quiera.<br /><br />Riendo, guiñando los ojos, se acerca con pasos sigilosos a la cuna y se inclina sobre el niño.<br /><br />Con las dos manos le atenaza el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.<br /><br />Varka, entonces, alegre, feliz, se tiende en el suelo y se queda dormida al instante, en un sueño muy profundo...Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-18534683465574771412007-08-27T01:42:00.000+00:002007-08-27T01:44:26.799+00:00La Balsa<p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES"><o:p> </o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES"><o:p> </o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La distancia entre la universidad de Horlicks y Cascade Lake era de setenta kilómetros, y aunque en octubre oscurece pronto en esa parte del mundo y ellos no se pusieron en marcha hasta las seis, aún había un poco de luz cuando llegaron allí. Habían ido en el Camaro de Deke, el cual no perdía nunca el tiempo cuando estaba sobrio. Después de tomar un par de cervezas hacía que aquel Camaro anduviera al paso y hasta conversara.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Apenas había detenido el coche junto a la valla de estacas entre el aparcamiento y la playa, cuando ya estaba fuera del Camaro, quitándose la camisa. Sus ojos exploraron el agua en busca de la balsa. Randy, que viajaba al lado del conductor, bajó del coche un poco a regañadientes. La idea había sido suya, era cierto, pero no había creído que Deke lo tomara en serio. Las chicas se agitaban en el asiento trasero, preparándose para bajar.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La mirada de Deke exploró el agua incansablemente, de un lado a otro (ojos de francotirador, se dijo Randy, incómodo), y entonces se fijó en un punto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Ahí está ! —gritó, golpeando el capó del Camaro— ¡Es tal como dijiste, Randy! ¡El último es un gallina!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Deke... —empezó a decir Randy, colocándose bien las gafas en el puente de la nariz.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero no pudo continuar, porque Deke ya había saltado la valla y corría por la playa, sin volver la cabeza para mirar a Randy, Rachel o LaVerne; interesado sólo en la balsa que estaba anclada en el lago, a unos cincuenta metros de la orilla.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miró a su alrededor, como si quisiera pedir disculpas a las chicas por haberlas metido en aquello, pero ellas sólo tenían ojos para Deke. Que Rachel le mirase estaba bien, no había nada que objetar, puesto que era su novia..., pero también LaVerne le miraba, y Randy sintió una momentánea punzada de celos que le hizo ponerse en movimiento. Se quitó la camiseta de entrenamiento, la dejó caer al lado de la de Deke y salto por encima de la valla.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Randy! —gritó LaVerne, y él se limitó a agitar el brazo en la gris atmósfera crepuscular de octubre, en un gesto invitador para que ella le siguiera, detestándose un poco por hacerlo. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ahora ella estaba insegura, quizás a punto de expresar su negativa a gritos. La idea de un baño en pleno mes de octubre en el lago desierto no formaba parte de la agradable y bien iluminada velada en el apartamento que compartían él y Deke. El muchacho le gustaba, pero Deke era más fuerte. Y vaya si se sentía intensamente atraída por Deke, lo cual hacía irritante aquella condenada situación.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke entró en el agua y gritó:<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Qué fría está, María Santísima!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy titubeó, pero sólo mentalmente, allá donde se consideran los pros y los contras. «El agua está a unos siete grados, diez como máximo», le decía su mente. «Podrías sufrir un síncope.» Estudiaba el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, y sabía que era cierto. Pero en el mundo físico no lo dudó ni un momento. Se lanzó al agua y por un momento su corazón se paró realmente, o así se lo pareció. La respiración se atascó en su garganta, y con esfuerzo tuvo que aspirar una bocanada de aire, mientras su piel sumergida se insensibilizaba. «Esto es una locura», pensó, y a continuación: «Pero ha sido idea tuya, Pancho». Empezó a nadar en pos de Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Las dos muchachas se miraron. LaVerne se encogió de hombros y sonrió.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Si ellos pueden, nosotras también —dijo al tiempo que se quitaba su camisa Lacoste, revelando un sostén casi transparente— ¿No dicen que las mujeres tenemos una capa extra de grasa?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces saltó por encima de la valla y corrió hacia el agua, desabrochándose los pantalones de pana. Al cabo de un momento Rachel la siguió, igual que Randy había seguido a Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Las chicas habían ido al apartamento a media tarde, pues los martes la última clase finalizaba a la una. Deke había recibido su asignación mensual —uno de los ex–alumnos, forofo del fútbol (los jugadores los llamaban ángeles) le daba doscientos dólares al mes—y había una caja de cervezas en el frigorífico y un nuevo álbum de Triumph en el desvencijado estéreo de Randy. Los cuatro se acomodaron y empezaron a achisparse plácidamente. Al cabo de un rato, la conversación giró en torno al final del largo veranillo de San Martín que habían disfrutado. La radio predecía tormentas para el miércoles. (LaVerne había dicho que a los hombres del tiempo que predicen tormentas de nieve en octubre habría que fusilarlos, y los otros no disintieron).<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Rachel dijo que los veranos parecían eternos cuando era pequeña. pero ahora que era adulta («una decrépita y senil vieja de diecinueve años», bromeó Deke, y ella le dio un puntapié en el tobillo), los veranos eran cada vez más cortos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Tenía la impresión de que me había pasado la vida entera en Cascade Lake —comentó, mientras cruzaba el destrozado suelo de linóleo de la cocina para ir a la nevera. Echó un vistazo al interior. Encontró una Iron City Light escondida detrás de unas cajas de plástico para guardar la comida (la del medio contenía unas guindas casi prehistóricas, que ahora estaban festoneadas por un moho espeso; Randy era un buen estudiante y Deke un buen jugador de fútbol, pero, en cuanto a las labores domésticas, los dos valían menos que un pimiento) y se la apropió— Todavía puedo recordar la primera vez que logré ir nadando hasta la balsa. Estuve allí sentada casi dos horas, asustada porque tenía que regresar a nado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se sentó junto a Deke, el cual la rodeó con un brazo. Ella sonrió, entregada a sus recuerdos, y Randy pensó de súbito que la muchacha se parecía a alguien famoso, o semifamoso, aunque no conseguía dar con quién era. Ya se le ocurriría más tarde, en unas circunstancias menos agradables.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Finalmente, mi hermano tuvo que ir a buscarme y remolcarme en una cámara de neumático. ¡Dios mío, qué furioso estaba! Y yo estaba increíblemente quemada por el sol.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—La balsa sigue ahí —dijo Randy, sobre todo por decir algo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Era consciente de que LaVerne había vuelto a mirar a Deke; últimamente parecía mirarle demasiado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero ahora la muchacha le miró a él.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Estamos cerca del Día de Difuntos, Randy. Cascade Beach está cerrado desde el primero de mayo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Pues la balsa sigue ahí —insistió Randy— Hace unas tres semanas hicimos una excursión geológica por el otro lado del lago, y vi la balsa. Parecía como... —se encogió de hombros— Era como un pedacito de verano que alguien se hubiera olvidado de limpiar y guardar en el armario hasta el próximo año.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Creyó que los otros se reirían de esta ocurrencia, pero ninguno lo hizo..., ni siquiera Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—El hecho de que estuviera ahí el año pasado no significa que esté todavía —dijo LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Lo comenté con un amigo —dijo Randy, apurando su cerveza— con Billy DeLois. ¿Te acuerdas de él, Deke?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El aludido asintió.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Jugaba en el equipo hasta que se lesionó.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Sí, el mismo. Bueno, pues él vive por ahí y dice que los propietarios de la playa nunca retiran la balsa hasta que el lago está casi a punto de helarse. Son así de perezosos..., por lo menos, eso es lo que dice. Me dijo que algún año esperarán demasiado tiempo para retirarla y quedará bloqueada por el hielo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Quedó en silencio, recordando el aspecto que había tenido la balsa, anclada en medio del lago: un cuadrado de madera de un blanco brillante en aquellas aguas otoñales de un azul intenso. Recordó cómo había llegado hasta ellos el sonido de los bidones que servían de flotadores, aquel nítido clanc-clanc, un sonido muy suave, pero audible porque la quieta atmósfera alrededor del lago era muy buena transmisora de sonidos. Además de aquel ruido se oían los graznidos de los cuervos que se disputaban los restos de la recolección de algún campo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Mañana nevará —dijo Rachel, levantándose en el momento en que la mano de Deke se deslizaba casi distraídamente hasta la protuberancia de un seno. Se acercó a la ventana y miró al exterior— ¡Qué fastidio!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Os diré lo que podemos hacer —dijo Randy— Vayamos a Cascade Lake. Nadaremos hasta la balsa, nos despediremos del verano, y regresaremos a nado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">De no haber estado medio bebido, nunca habría sugerido semejante cosa, y desde luego no esperaba que nadie se lo tomara en serio. Pero Deke se apresuró a aceptar la proposición.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡De acuerdo! —exclamó, haciendo que LaVerne se sobresaltara y derramara la cerveza; pero sonrió, y aquella sonrisa intranquilizó un poco a Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Sí, hagámoslo!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Estás loco, Deke —dijo Rachel, también sonriente, pero su sonrisa parecía algo incierta, un poco preocupada.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No, yo voy a hacerlo —dijo Deke, yendo en busca de su chaqueta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Y, con una mezcla de consternación y excitación, Randy observó la sonrisa de Deke, su rictus temerario y un poco demencial. Los dos muchachos compartían la vivienda desde hacía ya tres años, eran como uña y carne, como Cisco y Pancho o Batman y Robin, por lo que Randy reconoció aquella sonrisa. Deke no bromeaba: tenía intención de hacerlo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Olvídalo, Cisco... yo no voy.» Las palabras afloraron a sus labios pero, antes de que pudiera pronunciarlas, LaVerne se había levantado, con la misma expresión alegre y lunática en sus ojos (o tal vez era el efecto de un exceso de cerveza).<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Me apunto! —exclamó.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Entonces vayamos! —dijo Deke mirando a Randy— ¿Y tú qué dices, Pancho?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El había mirado un momento a Rachel y vio algo casi frenético en sus ojos... Por lo que a él respectaba, Deke y LaVerne podían irse juntos a Cascade Lake y pasarse toda la noche recorriendo penosamente los sesenta kilómetros de regreso. No le encantaría saber que estaban locos el uno por el otro, pero tampoco le sorprendería. Sin embargo, la expresión de los ojos de la muchacha, aquella mirada inquieta...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡De acuerdo, Cisco! —gritó, y entrechocó su palma con la de Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy había recorrido la mitad de la distancia hasta la balsa cuando vio la mancha negra en el agua. Estaba más allá de la balsa, a la izquierda, y más hacia el centro del lago. Cinco minutos después la visibilidad se habría reducido demasiado para poder decir si era algo más que una sombra, si había visto algo en realidad. Se preguntó si sería una mancha aceitosa, mientras nadaba todavía vigorosamente oía débilmente el chapoteo de las muchachas a sus espaldas. Pero, ¿qué haría una mancha aceitosa en un lago desierto en pleno octubre? Y además tenia una extraña forma circular y era pequeña, no tendría más de metro y medio de diámetro...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Venga! —gritó Deke de nuevo, y Deke miró en su dirección. Deke subía por la escalera colocada a un lado de la balsa, sacudiéndose el agua como un perro— ¿Qué tal estás, Pancho?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Muy bien! —replicó Randy, redoblando sus esfuerzos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">En realidad, aquello no era tan malo como había creído que sería. por lo menos una vez que uno se ponía en movimiento. El calorcillo del ejercicio cosquilleaba su cuerpo, y ahora avanzaba como un automóvil con el motor en sobremarcha. Notaba las rápidas revoluciones del corazón calentándole por dentro. Su familia poseía una casa en el cabo Cod, y allí el agua estaba más fría a mediados de julio que la del lago en aquel momento.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Si ahora te parece fría, Pancho, ya verás cuando salgas! —gritó Deke alegremente.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Daba unos saltos que hacían oscilar la balsa y se frotaba el cuerpo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy se olvidó de la mancha aceitosa hasta que sus manos aferraron la escalera de madera pintada de blanco, en el lado que daba a la orilla. Entonces la vio de nuevo: estaba un poco más cerca. Era un parche redondo y oscuro en el agua, como un gran lunar que subía y bajaba con las suaves olas. La primera vez que la vio, la mancha debía de estar a unos cuarenta metros de la balsa. Ahora sólo estaba a la mitad de esa distancia.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«¿Cómo es posible?», se preguntó Randy. «¿Cómo. ..?»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces salió del agua y el frío le mordió la piel, incluso más fuerte que el agua al zambullirse.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Qué frío de mierda! —gritó, riendo y tiritando bajo sus pantalones cortos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Pancho, eres un pedazo de alcornoque —dijo Deke, risueño, y le ayudó a subir a la balsa— ¿Está lo bastante fría para ti? ¿Todavía no estás sobrio?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Sí, estoy completamente sobrio!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Empezó a dar saltos sobre la balsa, como Deke había hecho, cruzando los brazos en forma de equis sobre el pecho y el estómago. Se volvieron para mirar a las chicas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Rachel había rebasado a LaVerne, la cual nadaba de un modo parecido al chapoteo de un perro con malos instintos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Están bien las señoras? —preguntó Deke a gritos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Vete al infierno, machista! —exclamó LaVerne, y Deke se echó a reír.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miró de soslayo y vio que la extraña mancha circular estaba aún más cerca, ahora a unos diez metros, y seguía aproximándose. Flotaba en el agua, redonda y lisa, como la superficie de un gran tonel de acero; pero la elasticidad con que se adaptaba a las olas evidenciaba que no era la superficie de un objeto sólido. Un temor repentino, inconcreto pero poderoso, se apoderó de él.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Nadad! —gritó a las chicas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se agachó para coger la mano de Rachel cuando ésta llegó a la escalera. Al alzarla hasta la plataforma, la muchacha se dio un fuerte golpe en la rodilla. Randy oyó el ruido de la carne delgada contra la madera.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Huy! ¡Eh! ¿Qué es...?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne estaba todavía a tres metros de distancia. Randy miró de nuevo hacia el costado y vio que la mancha redonda rozaba la balsa. Era tan oscura como una mancha de petróleo, pero él estaba seguro de que no se trataba de petróleo: era demasiado oscura, demasiado espesa, demasiado lisa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Me has hecho daño, Randy! ¿Qué broma es ésta...?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Nada, LaVerne, nada!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ahora no sólo sentía miedo, sino también terror.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne alzó la vista. Quizá no percibía el terror en la voz de Randy, pero notaba el apremio. Parecía perpleja, pero imprimió más velocidad a su chapoteo canino, cubriendo la distancia hasta la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué te pasa, Randy? —preguntó Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miró de nuevo al lado y vio que aquella cosa se doblaba alrededor del ángulo de la balsa. Por un momento se pareció a la imagen de Pac Man, con la boca abierta para comer galletas electrónicas. Entonces se deslizó alrededor del ángulo y empezó a avanzar a lo largo de la balsas con uno de sus bordes ahora recto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Ayúdame a subirla! —increpó Randy a Deke, y se agachó para coger la mano de la muchacha — ¡Rápido!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke se encogió de hombros, con buen humor, y extendió el brazo para cogerle la otra mano. Izaron a la muchacha y ella se sentó en la superficie de tablas apenas unos segundos antes de que la cosa negra pasara rozando la escalera, sus lados ahuecándose al deslizarse junto a los montantes.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Es que te has vuelto loco, Randy?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne estaba sin aliento y un poco asustada. Sus pezones eran claramente visibles a través del sostén. Resaltaban como dos puntos fríos y duros.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Esa cosa —dijo Randy, señalándola— ¿Qué es eso, Deke?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke localizó la mancha, que ya había llegado al ángulo izquierdo de la balsa. Se deslizó un poco a un lado, adoptando su forma circular limitándose a flotar allí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Supongo que es una mancha aceitosa —dijo Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Me has rasgado de veras la rodilla —dijo Rachel, mirando la cosa oscura sobre el agua y luego nuevamente a Randy — Eres un...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No es una mancha aceitosa —le interrumpió Randy — ¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa circular? Esa cosa parece más bien una ficha de damas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Jamás he visto una mancha aceitosa —replicó Deke. Aunque hablaba con Randy, miraba a LaVerne, cuyas bragas eran casi tan transparentes como los sostenes, el delta de su sexo esculpido nítidamente en seda, y cada nalga como una tensa medialuna — Ni siquiera creo que existan. Soy de Missouri.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Me va a salir un morado —dijo Rachel.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero el enojo había desaparecido de su voz. Había visto que Deke miraba a LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Dios mío qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Iba a por las chicas —dijo Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Iba a por las chicas —repitió tercamente.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no —pero tenia la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua..., eso era lo que le preocupaba.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy— Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio— Si, creo que lo tuyo es la ecología.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenia el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Entonces vámonos —dijo LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel.... pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel..., el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Tengo miedo —dijo Rachel.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy. Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisofia y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne le sonrió con indulgencia.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño— Quiero ver la salida de las estrellas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York, apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeo con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de Peter Pan en Broadway.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha— ¿Qué es, Randy?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No lo sé.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Basta ya, LaVerne — —intervino Deke, todavía sonriendo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces todo sucedió con extrema rapidez. Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Rachel, será mejor que... —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate— ¡Qué preciosidad de colores!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Rachel!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ra. . .<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos— ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos. No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse. Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor— ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO !<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intento saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No, está muerta —susurró con voz ronca— Por Dios, ¿no te das cuenta? Está muerta, Pancho.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un pseudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que sonaba o sufría alucinaciones.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por si misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado. Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuta porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no seria presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol para llevarte de calle a las chicas guapas", entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ah, Cisco —logró decir— Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué es eso? —una mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente— La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No lo sé. ¿No me has oído antes?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera sigues todos los jodidos cursos de ciencias!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy — La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Es más grande —gimió LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenia un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamo LaVerne, y empezó a gritar de nuevo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no en seguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Tenía los ojos desorbitados.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke miró de nuevo a Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Estás bien, Pancho?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No lo sé. Supongo que sí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía. ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?— ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser? <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa... o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">¿Quién podía saberlo?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No! —gritó LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez— No bromeo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke— Pero quizás ahora esté harto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Inténtalo —le dijo a Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El muchacho sonrió con gran esfuerzo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ajá, Pancho.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ajá, Cisco.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo— ¿De acuerdo?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ninguno de los dos le respondió.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke— Si ha venido, tendrá que irse.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Tal vez.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Esperaremos —dijo— Dejémosle que coma pescado. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados, y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos, Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero él la rechazó suavemente, pero con suficiente firmeza.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ahora déjame en paz —le dijo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí —dijo Deke, pensativo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Exactamente —replicó Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No se lo hemos dicho a nadie.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Así que nadie sabe que estamos aquí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Basta! —gritó LaVerne — ¡Basta, me estáis asustando!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo. No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía destornillarse— Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada— ¿No es cierto?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ya sabes dónde estamos —respondió Randy— Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Con casas de campo cada quince metros.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Y qué? Algún vigilante.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea y le procuraba un placer perverso. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No hay nada que robar, nada que destruir —replicó — Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Cazadores...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">También había conseguido asustarse.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa— Quizá sólo... bueno..., nos dejará en paz.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Puede que los cerdos... —empezó a decir Deke.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Se está moviendo —le interrumpió Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No lo mires, Deke ! ¡No lo mires ! ¡Los colores te atontan !<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente— ¿Qué es esa mierda, Cisco?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba— ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Sí —dijo Deke, y miró a Randy— Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No! —gritó LaVerne— No nos dejes aquí, no...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha— Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica. De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Bien —le dijo a Deke— pero no creo que lo consigas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Dio un par de pasos y se detuvo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo. Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Tira del pie! —gritó de súbito— ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie habla pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle en seguida o no podremos sacarle nunca... Aguanta, Cisco, por favor, aguanta.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke. ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke aulló.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Abrázame, Randy —gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho— Abrázame, por favor, ¿quieres?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Esta vez él lo hizo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los tejanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia— ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Y entonces, de repente, falleció.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. El miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenia un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Calla.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke se derrumbó.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Los ojos todavía estaban abiertos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Aún tenía la lengua fuera de la boca.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco Kid.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a través de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne. fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua —un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las onda suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ve los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos; cómo capturar piojos; un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurra Bon Scott, el dirigente de AC/DC.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos— Prueba esto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas— ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso— ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No puedo respirar!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella aflojó un poco la presa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ponte de pie en las tablas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Baja o te tiro, LaVerne.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes— ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Deke...<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Está muerto.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Randy —susurró— ¿Dónde está?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Debajo. Mira.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Randy, por favor.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Calla.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Permanecieron allí, de pie.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Voy a sentarme —dijo Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¡No!<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma —Le dio su reloj—. Quince minutos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Devoró a Deke —susurró ella.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Sí.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué es?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No lo sé.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Tengo frío.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Yo también.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Entonces abrázame.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Ya te he abrazado bastante.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella dejó de insistir.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—¿Qué vamos a hacer, Randy?<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Él reflexionó un momento.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Esperar.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Calla —dijo él— es sólo un somorgujo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Me estoy helando, Randy. Estoy aterida.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No puedo remediarlo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—De acuerdo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Él deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada— Puedo vigilarlo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenia los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankees cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Una media hora después, cuando ya hacia mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron responder con sus gritos.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La noche fue interminable.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible! —aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">«¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Miró a la izquierda y allí estaba la cosa, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista en seguida.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Vete a casa —graznó— Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría "como un murciélago salido del infierno". La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único.»<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o... lo que fuera.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy esperó.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Esta vez Pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Llegó la tarde.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Randy lloraba.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke— Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus tejanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como Si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Estaba de pie en la balsa.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">El sol se puso.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Tres horas después salió la luna.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor, tal vez los colores eran para eso.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">—Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-family: TimelessTLig;" lang="ES">Deke, todavía corriendo, se desabrochó los tejanos y los bajó por sus esbeltas caderas. De alguna manera consiguió quitárselos del todo sin detenerse, una hazaña que Randy no podría haber imitado ni en un millar de años. Deke siguió corriendo, ahora vestido sólo con unos sucintos calzoncillos, los músculos de la espalda y las nalgas trabajando espléndidamente. Randy era más que consciente de sus piernas flacuchas mientras se quitaba los Levis y los hacía pasar torpemente por los pies. Deke hacía aquellos movimientos como si fuera un bailarín de ballet; en cambio, él parecía interpretar un papel cómico.<o:p></o:p></span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-69630087154905790852007-08-13T16:32:00.000+00:002007-08-13T16:33:52.976+00:00Los Ojos Verdes<span style="color:#800000;">Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma. </span> <p><span style="color:#800000;">Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día. </span> </p> <p align="center"><span style="color:#800000;">I</span></p> <p><span style="color:#800000;">-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Imposible! ¿Y por qué? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">El montero exclamó al fin: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo. </span> </p> <p align="center"><span style="color:#800000;">II</span></p> <p><span style="color:#800000;">-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos... </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¿La conoces? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos! </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡Cúmplase la voluntad del Cielo! </span> </p> <p align="center"><span style="color:#800000;">III</span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer... </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-O un demonio... ¿Y si lo fuese? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">La mujer de los ojos verdes prosiguió así: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso... </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.</span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-38858145689173709442007-07-26T19:42:00.000+00:002007-07-26T19:43:19.776+00:00La mujer negra o una antigua capilla de templario<p style="color: rgb(51, 204, 255);">Uno de los templos que se ven hoy en Castilla la Vieja es el de Torquemada, villa situada a pocas leguas de Valladolid, entre esta ciudad y la de Burgos. Antes que este se edificara, servía de iglesia una capilla que llaman de Santa Cruz. Ahora está a pocos pasos del pueblo, y sigue sirviendo de templo secundario. Fue obra de los caballeros templarios, que la abandonaron muy poco después de haberla levantado para sus fines particulares; y transcurriendo días, se hizo un objeto de veneración y de pavor para el simple habitador de Torquemada. Se dijo que no todo era bueno en aquella capilla: que se oían ruidos subterráneos, y hubo quien añadió que le constaba estar habitada por los malos espíritus. Estos rumores crecieron cuando don Juan II de Castilla mandó cortar la cabeza de su condestable don Álvaro de Luna, por quien los vecinos de Torquemada hicieron muchos sufragios. Contaron que se oían ecos lastimosos en Santa Cruz; que recorrían luces de una parte a otra, y que vagaban por la noche en sus cercanías sombras movibles; y otras fábulas a este tenor. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Al mismo tiempo apareció un ermitaño en la parte del pueblo opuesta a la en que estaba la capilla. Allí se acababa de levantar un santuario con el nombre de Nuestra Señora de Valdesalce, cuyo cuidado se encargó a este ermitaño, que vivió algún tiempo con una vida ejemplar y siendo el ídolo de los vecinos de la población. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">De estos sucesos tan simples en sí y tan naturales, se sacaron mil cuentos inverosímiles y absurdos, que tuvieron motivo en las causas anteriores del acaecimiento que voy a referir, y que se conservó largo tiempo en la memoria de los aldeanos con el nombre de la mujer negra. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Una mujer misteriosa entraba, ya hacía algunas noches, en la capilla de Santa Cruz, sin que nadie supiese quién era ni con qué objeto se presentaba allí. Algunos atrevidos y un poco más despreocupados que los otros se arriesgaron a seguirla, entrando en el templo algunos minutos después que ella. No quedó rincón que no miraran, ni escondrijo donde no se introdujeran; pero la mujer no apareció. Una hora antes de rayar el alba, esta dama incomprensible salió de la capilla y desapareció entre la maleza de un bosquecillo, o más bien dehesa cercana. ¿Cómo, pues, explicar este misterio? Entraba, salía, se la buscaba, y así se daba con ella como si fuese un espíritu invisible. Los lugareños, aterrados, no osaban, después de este acontecimiento, acercarse a Santa Cruz desde que el astro del día empezaba a debilitarse. El ermitaño de Valdesalce estuvo también algún tiempo sin dejar su habitación, lo que contribuyó al aumento de su terror. El suceso de la mujer negra empezó a tomar un aspecto muy formal. «El condestable, decían los aldeanos, era sin duda muy culpado; nuestras oraciones han irritado su alma.» Otros hablaban de la mujer negra, como de una bruja que tenía pacto hecho con el diablo, añadiendo unos que se les había mostrado por la noche, y otros que, volviendo de los azares del campo, la vieron bailar al anochecer alrededor de una seta, como decían lo practicaban las brujas: y algunas viejas contaban que la habían visto saltar con suma rapidez de unos en otros tejados, cantando por un tono en extremo lúgubre. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">El ermitaño bajó, por fin, a visitar a sus queridos hermanos, como él llamaba a los vecinos de la villa. El semblante de este hombre era angelical, su porte agradable y cariñoso: llevaba una túnica de paño burdo ceñida a la cintura con una correa. Vagaban sobre su espalda los negros y rizados cabellos, y la barba crecía a su antojo, dando a su rostro varonil un carácter de majestad y nobleza que nunca desmintieron sus palabras ni sus hechos. La alegría de los aldeanos fue general cuando vieron bajar a su ermitaño. Corrieron a su encuentro, le contaron el suceso de la mujer negra muchas veces, porque se les figuraba que aún no lo había comprendido bien. Él escuchó su narración con una paciencia imperturbable: les animó, les dijo no creyesen en cuentos de brujas ni en hechizos, que tal vez aquella mujer fuese tan buena cristiana como por bruja la tenían; y concluyó prometiéndoles que él mismo iría a descifrar aquel misterio. Los del pueblo quedaron muy pagados de la afabilidad del eremita, le dieron repetidas gracias y le acompañaron largo trecho fuera del lugar, retirándose después con más tranquilidad de la que habían tenido los últimos días. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">El solitario de Valdesalce esperó la venida de las sombras lleno de curiosidad: la idea de aquella mujer extraordinaria le había hecho gran impresión, y parecía hallar un presentimiento en su interior que le inclinaba a creer que era un ente bien desgraciado. Meditaba en las señales que le dieron de ella los del pueblo; dejaba escapar expresiones de compasión: hubiera querido descubrirlo todo en un momento. Mas no sabía que el cielo le preparaba una escena bien triste en la capilla de los Templarios. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">La noche llegó desplegando a la vez todos los encantos que la acompañan en la estación deliciosa de la primavera. La luna apareció suspendida en el puro azul de una atmósfera tenue, que parecía tener la virtud de aligerar la vida de los seres condenados a arrastrar unos días cortos y desabridos sobre la tierra. Ayudándose con su pequeño báculo, descendía de su choza el eremita de Valdesalce, encomendando al Eterno, en duplicadas oraciones, el éxito del negocio que iba a emprender en favor de sus caros habitantes de la llanura: atravesó silencioso por medio de las sombras que proyectaban los edificios pequeños y groseros que se veían separados del resto de la población; y al cabo de algunos minutos se arrodilló ante el altar de la capilla a que no resolvían acercarse los lugareños. Acomodose en un lugar extraviado desde donde pudiese registrar el espacio más reducido del templo, y aguardó más de una hora sin percibir el más mínimo ruido. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Al cabo de este tiempo, la puerta que él había cerrado detrás de sí, se abrió lentamente con un prolongado mugido; la lámpara colgada delante del ara, osciló débilmente y dio muestras de expirar, confundiendo así los objetos de una manera horrorosa. Una mujer de una figura interesante se adelantó hacia el presbiterio y oró por algunos momentos. Iba cubierta con un ropaje de seda negra que realzaba su cutis delicado, y convenía con su semblante abatido. Sus ojos lánguidos recorrieron velozmente la capilla, y dirigiéndose a la lámpara, comunicó la llama a un largo hachón, que difundió una claridad trémula, cuyo resplandor dio movilidad a los seres estacionarios por naturaleza. Dirigiose a un altar lateral, y separando una ligera tarima, dejó ver una escalerilla de caracol, oculta bajo una pequeña trampa, por la que desapareció. La oscuridad volvió a tomar posesión de la capilla, porque la lámpara había sido apagada por aquel ser fantástico. El eremita se dirigió a ciegas al sitio por donde se había sumergido la mujer negra, y, entrando en la trampilla, empezó a caminar por las entrañas de la tierra. Después de haber bajado algunos escalones, se adelantó por un callejón tortuoso, evitando cualquier ruido que pudiera producir su marcha. Al paso que se adelantaba se aumentaba la claridad, y pocos pasos anduvo para encontrar otra segunda escalerilla, que terminaba en una estancia subterránea más extensa que la capilla. Un sepulcro servía de altar, al parecer, y algunos huesos extendidos por el pavimento mostraban bien eficazmente que sirvió un día de cementerio a los hombres. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">La mujer prodigiosa se hallaba como en un éxtasis al pie de aquella tumba: su rostro estaba humedecido con algunas lágrimas; sus facciones se habían hecho gruesas y duras; la vista no cambiaba de dirección; en una palabra, todo indicaba estar entregada a un exceso vehementísimo de delirio. El eremita permaneció mudo de admiración y de terror a la entrada de este salón fúnebre. Dos veces estuvo tentado a volver atrás, pero una secreta curiosidad se lo estorbó, y permaneció oculto hasta ver el final de esta escena. La mujer negra se levantó, se acercó más al sepulcro, y entregándose a un terrible frenesí, gritó con una voz robusta y más que mujeril: </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Inés! ¡Inés! He aquí las cenizas de tus abuelos. Tu padre no está aquí. Los buitres han agitado sus plumas inflexibles sobre su cadáver, y han escondido las uñas y el pico en sus entrañas insepultas. ¿Quién dará cuenta de esto? ¡Inés! ¡Inés! ¡La maldición de los padres es eterna: el parricida no reposa ni aun en la tumba! </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">El acceso de furor se aumentó; temblaba de pies a cabeza: pronunciaba sonidos incomprensibles; agitaba en el aire la antorcha que tenía en la mano; finalmente, empezó a dar vueltas en derredor de aquella mansión de los muertos, y, haciendo un movimiento rápido desde el extremo opuesto, corrió demente hacia la escalera de la capilla. Fijó sus ojos desencajados en el eremita, cogiole por la túnica y le condujo casi arrastrando hasta el pie del sepulcro. Allí agitó la antorcha por segunda vez, la acercó al rostro del morador de Valdesalce, parecía quererle reconocer, y, repitiendo mil gestos convulsivos, quedó en pie delante de él como quien vuelve de repente de un letargo de muchas horas. Su semblante tomó otra vez su carácter lánguido; se sonrió débilmente, como por fuerza, y dijo: </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Hola! El ermitaño de Valdesalce ha venido a visitarme. Ciertamente, este sitio no es un palacio adornado con ricos tapices, pero la perspectiva de un sepulcro no debe serle tan desagradable. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Hasta entonces no había percibido el solitario más que la idea de un delirio tremendo y de una mujer criminal; mas cuando su semblante se serenó, no vio en él sino una imagen de la desgracia; y sirviéndose del mismo lenguaje que había usado aquella mujer, la contestó: </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-El ermitaño de Valdesalce ha oído que una mujer misteriosa causaba terrores en los corazones sencillos de los aldeanos con sus apariciones nocturnas en la capilla de Santa Cruz. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Misterio! ¡Terrores! ¡Apariciones! -repuso ella, con admiración marcada- No, no, os han engañado... es una falsedad; Inés Chacón no se aparece... Tocadla, su cuerpo es de la misma materia que los demás. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">¡Todo era aquí maravilloso, todo enigmático! El nombre de Inés Chacón produjo en el ermitaño un repentino temblor, sus ojos negros rodaron sobre sus órbitas, y no pudo articular por algunos momentos una sola palabra. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-El eremita se ha estremecido -dijo Inés-. ¿Le aterran los gemidos de los espíritus que habitan aquí? Podemos abandonarlos cuando les plazca. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-Mujer extraordinaria, los espíritus no me intimidan, pero tus palabras excitan en mí una idea más horrible. ¿Quién eres? Habla, te juro por las almas de tus antepasados un silencio eterno e inviolable. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-Pues bien, que el hombre de la soledad me escuche: no oirá de mis labios más que verdad. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Esto dicho, colocó entre dos piedras el hachón que tenía en la mano, y, sentándose en unos escombros enfrente de él, hizo señal al ermitaño para que la imitase. Era por cierto una escena bien asombrosa ver a dos seres tan raros y tan distintos, conversando con aparente tranquilidad de las cosas de la vida, rodeados de los despojos del tiempo y de la muerte. Después de un corto silencio, empezó Inés su narración con un tono lúgubre y enfático. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-Burgos me vio nacer. Mi padre fue el inseparable amigo del desventurado condestable, que perdió ha poco la privanza del príncipe don Juan, con la cabeza, y su caída arrastró tras sí a nuestra corta familia; diez y siete veces había visto despojarse los jardines de sus flores, siguiendo en este tiempo la fortuna de aquel favorito del rey de Castilla, cuando don Rodrigo de Aguilar, poderoso caballero de Aragón, se atrevió a fijar sus ojos en la orgullosa frente de Inés. Le amé, ¡demasiado me pesa!; ya es tarde. Mi padre iba a salir desterrado de la corte, cargado con toda la indignación de un príncipe caprichoso; en este momento crítico, don Rodrigo ofreció a mi padre un asilo seguro en su fortaleza de Aragón; se obligó a mantener mi familia en el antiguo fasto y ostentación, y concluyó con pedirle la mano, lo que mi padre le negó abiertamente. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Yo ignoraba que don Rodrigo era un jugador, un impío cargado de deudas y de vicios, que ocultaba por medio de virtudes aparentes. Ciega de amor, traté de impostor a mi padre infeliz, y le anuncié que lo creía todo una odiosa suposición suya, para no permitirme dar el nombre de esposo al aragonés, y disfrazar así su odio contra los que siguieron otras banderas que las del condestable. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">El infame don Rodrigo facilitó, a pesar de mi padre, una entrevista con la alucinada Inés. Tuvo en ella valor para proponerle la fuga. Después que nuestro matrimonio esté concluido -me dijo- vuestro padre cederá, y lo dará todo por bien hecho. Mi pasión abominable pasaba los límites del verdadero amor, yo estaba frenética, y mi padre, por otra parte, me prometía un porvenir nada lisonjero. ¿Lo creeréis? Consentí en habitar con él en su castillo de Aragón, y con esta idea que me halagaba ahogué en mi corazón el cariño filial. A la medianoche salimos de Valladolid, seguidos de tres criados bien apercibidos y valientes. Todavía veíamos las veletas girar en las torres de los templos de la ciudad, al débil brillar del astro nocturno, cuando un bizarro caballero, armado de punta en blanco, se opuso en medio del camino por donde debíamos pasar. Calada la visera y la lanza baja en brioso continente, acometió a Rodrigo, cuyo caballo, menos fuerte que el del incógnito, midió la arena con su cabalgador. Nuestros criados cercaron al vencedor, el cual, cubierto de heridas, sucumbió después de una porfiada lucha. ¡Insensata! Yo me daba el parabién de su ruina; de la ruina de mi padre. Abrió un momento sus moribundos ojos, y, fijándose en su execrable hija, exclamó: «¡Pluguiera al cielo que vivieras maldita sobre la tierra; y que tus infames amores...!». No acabó. Sus fuerzas le hicieron traición; la voz expiró en sus fauces, y yo me alejé, sin saber lo que hacía, de aquel espectáculo de barbarie. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Aquí se detuvo Inés, y derramó algunas lágrimas a la memoria del que la dio el ser: pareció quererse entregar a otro acceso de delirio, mas, recobrando el espíritu, prosiguió. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-Este golpe se borró pronto de mi memoria entre las caricias infernales de mi pérfido esposo, que después de haberse burlado a su sabor de la crédula Inés, me encerró en un calabozo de su castillo, donde me dio la noticia de la muerte de mi padre. Pero un conserje que él creía de su confianza le vendió, y me dio la libertad. Convencida de que nada adelantaría con querer vengarme, sino hacer más patente mi deshonor, vine a concluir mis días cerca del sepulcro de mis abuelos. Ese bosquecillo cercano me oculta durante el día, y mientras el hombre paga el tributo del descanso a la naturaleza frágil, doy rienda a mi dolor en este miserable sitio. La maldición de mi padre, venerable ermitaño, resuena sin cesar en mis oídos, y la última noche he creído ver su sombra indignada que se alejaba de esta capilla. Aún tengo otro secreto que revelaros. Mi vida acabará muy pronto; tomad, esta joya se la hallaron a mi padre sus asesinos entre la coraza (Inés mostró una cruz de oro guarnecida de magnífica pedrería). Iba unida a un billete para su único amigo, de quien es propiedad; debía de haberle acompañado en su destierro. ¡Quizá le habrá seguido al sepulcro!... </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Todo lo sé ya! -exclamó el ermitaño, tomando en sus manos la cruz que Inés le presentaba-. ¡Dios mío! ¡Para esto he vivido hasta hoy! ¡Oh, mi fiel Gonzalo!... </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Qué, sois vos! -dijo la joven frenética-. ¡Hernando de Sese, el apoyo de mi padre, se cubre con la túnica del ermitaño de Valdesalce! ¡Sí, sí, todo es horror en la tierra, y la maldición paternal pesa sobre mí con todo su vigor! </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Mientras un torrente de lágrimas bañaba el rostro del sensible Hernando, el delirio se apoderó de Inés, y tomando carrera desde la mitad del subterráneo, intentó estrellarse contra aquellas paredes revestidas de cráneos humanos. Hernando de Sese corrió a estorbar el fatal proyecto, pero un nuevo prodigio detuvo a la joven en su desesperada corrida. El centro de la tierra gimió; la losa de la tumba cayó al suelo resbalando por sus bordes, y un guerrero armado de todas las piezas se levantó como un espectro, en medio de ellos. La cruz roja de Santiago resplandecía en su pecho, y resaltaba más colocada en su coraza cubierta de negro pavón. Un penacho oscuro flotaba sobre el almete, como un funesto grajo que revolotea en tomo de una torre enlutada por la muerte de su señor. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Entretanto que Inés y Hernando permanecían inmóviles, sobrecogidos de un estupor indefinible, la mano del caballero aparecido alzó la visera y mostró un semblante noble, en que luchaban a la par la angustia y la indignación. «No temáis -dijo con una voz tétrica-, ¡vivo todavía!» </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-¡Vive todavía! -repitieron a un tiempo Hemando e Inés. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">-Sí, vivo todavía -replicó el caballero (en quien ya se habrá reconocido a Gonzalo); los asesinos no acabaron con mi existencia, y cuando volví del profundo letargo en que me dejaron sumergido, me hallé en una habitación desconocida, donde la caridad de una virtuosa mujer me puso en el estado en que me veis. Allí supe la fuga de mi amigo Hernando, y determiné buscarle para vengar el ultraje hecho a mi familia por el impío don Rodrigo. Aguardando la ocasión de descubrirme al ermitaño de Valdesalce, encontré el asilo de mi hija infeliz, y pensé hacerla caer en mi poder, ocultándome en un segundo subterráneo que tiene entrada por ese sepulcro. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Iba a contestar Hemando, pero un gemido prolongado que se oyó a sus espaldas, no se lo permitió. Inés estaba entregada de nuevo a otro delirio más vehemente que los dos primeros. En vano su padre la estrechó en sus brazos, la prometió su perdón y la llamó repetidas veces su hija, su querida hija. Una fiebre ardentísima la consumía por instantes: hacía contorsiones y gestos repugnantes, y entre las bascas de su furor se la oía repetir con frecuencia: ¡Maldición! ¡Maldición! Y un gemido histérico y espantoso terminaba sus ecos de demencia. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Durante esta escena el hachón se consumió enteramente, y mientras Hemando subía a buscar algunos vecinos de su confianza que diesen un asilo provisional a aquellos desventurados, Inés, desasiéndose de repente de los brazos de su padre, se hizo pedazos la cabeza contra el sepulcro. La última llamarada de la antorcha mostró al triste Gonzalo el cerebro de su hija esparcido a su alrededor, y un grito de desesperación se propagó por las bóvedas del subterráneo, resonando hasta la misma capilla. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Un momento después bajó el ermitaño acompañado de aldeanos que traían hachas encendidas. Pero no fueron más que las antorchas que alumbraron un lastimoso funeral. Gonzalo Chacón siguió el ejemplo de su hija frenética, y había expirado abrazado con su cadáver al pie del sepulcro de sus abuelos. </p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);">Ya no existe este subterráneo, pero se conserva intacta la capilla de los Templarios.</p> <p style="color: rgb(51, 204, 255);" align="center">FIN</p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-64450797168088086582007-07-26T19:35:00.000+00:002007-07-26T19:38:30.936+00:00Casa tomada<p align="justify"> <span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.</span></span></p> <p align="justify"> <span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-¿Estás seguro?</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Asentí.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-No está aquí.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">-No, nada.</span></span></p> <p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.</span></span></p><p align="justify"><span style="font-family:TimelessTLig;"><span style="color:#800000;">Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.</span></span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-35012484990282567012007-07-26T19:32:00.000+00:002007-07-26T19:34:51.072+00:00El guardavías<p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.</p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Aquella luz está a su cargo, verdad? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Dónde? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Señaló la luz roja que había estado mirando. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Allí? -dije. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí». </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Al levantarme para irme dije: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.) </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Vendré a las once. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me dio las gracias y me acompañó a la puerta. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame! </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien». </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Dios sabe -dije-, grité algo parecido... </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Por ninguna otra razón? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Qué otra razón podría tener? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Por supuesto, señor. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Buenas noches y aquí tiene mi mano. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Esa equivocación? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No. Esa otra persona. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Quién es? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No lo sé. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Se parece a mí? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía». </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Dentro del túnel? -pregunté. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad». </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Y aquí se detuvo, mirándome fijamente. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Lo llamó? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No, estaba callado. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Agitaba el brazo? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Se acercó usted a él? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Junto a la luz? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Junto a la luz de peligro. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Y qué hace? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me agarré a esto último: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Por dos veces. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Negó con la cabeza. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Estaba allí. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Las dos veces? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Las dos veces -repitió con firmeza. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-No -contestó-, no está allí. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-De acuerdo -dije yo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?». </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?</p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.</p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.» </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?</p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Sí, señor. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿No el que yo conozco? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel: </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¿Qué dijo usted? </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía! </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Me sobresalté. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada. </p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);">Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado.</p> <p style="color: rgb(0, 204, 204);" align="center">FIN</p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-12335455884308285382007-07-26T19:30:00.000+00:002007-07-26T19:31:26.112+00:00El fantasma y el ensalmador<span style="color:#800000;"><span lang="es">A</span>l revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes<span lang="es">,</span> los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth. </span> <p><span style="color:#800000;">Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary<span lang="es">,</span> apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente: </span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh. </span></p> <p><span style="color:#800000;">«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de <span lang="es">Phelim</span>, debajo del viejo castillo, un sitio bien <span lang="es">bonito</span>. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver qui<span lang="es">é</span>n era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo: </span> </p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Vamos a encender fuego en el salón. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>¿No será mejor en el comedor? <span lang="es">-</span>contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas <span lang="es">-</span>dice Lawrence. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón <span lang="es">-</span>va y dice mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Venga, Terry <span lang="es">-</span>dice Lawrence<span lang="es">-</span>. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Bueno, como a ti te parezca<span lang="es">, </span>Lawrence <span lang="es">-</span>dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo?<span lang="es"> -</span>dice mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>No digas bobadas <span lang="es">-</span>le contesta Larry<span lang="es">-</span>. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman <span lang="es">-</span>le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)<span lang="es">-</span>, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho <span lang="es">-</span>le dice, cerrando los ojos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque l<span lang="es">o</span> invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>¡Maldita sea! <span lang="es"> -</span>dice mi padre<span lang="es">-</span>. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados <span lang="es">-</span>dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él." </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me <span lang="es">lo pro</span>pongo." </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato l<span lang="es">o</span> seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: <span lang="es">"</span>Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor." </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente <span lang="es">se </span>acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre l<span lang="es">o</span> dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>¡Vaya, vaya! <span lang="es">-</span>dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo<span lang="es">-</span>. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil? </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>A su disposición, señoría <span lang="es">-</span>dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)<span lang="es">-</span>. Me alegro de ver a su señoría. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Terence <span lang="es">-</span>dice el señor<span lang="es">-</span>, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Gracias, señoría <span lang="es">-</span>respondió mi padre, cobrando ánimos<span lang="es">-</span>. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>¿Que Dios me tenga en su gloria? <span lang="es">-</span>dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)<span lang="es">-</span>. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio <span lang="es">-</span>dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante <span lang="es">-</span>le dice mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Desde luego que sí <span lang="es">-</span>dice el señor<span lang="es">-</span>, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar <span lang="es">-</span>dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta<span lang="es">-</span>. Escúchame bien, Terence Neil <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Sí que es verdad <span lang="es">-</span>dice mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato <span lang="es">-</span>dice el otro. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Así es como yo lo llamaría, sí señor <span lang="es">-</span>dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!). </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres <span lang="es">-</span>va y dice<span lang="es">-</span>, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Sí que es una lástima <span lang="es">-</span>dice mi padre<span lang="es">-</span>. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy... </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Calla la boca, deslenguado <span lang="es">-</span>dice el señor<span lang="es">-</span>. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta <span lang="es">-</span>dice sentándose frente a mi padre<span lang="es">-</span>. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney. </span></p> <p><span style="color:#800000;">«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.) </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?</span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Calla la boca, estúpido <span lang="es">-</span>dice el señor<span lang="es">-</span>. Ahora te explico por qué me molesta la pierna <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría <span lang="es">-</span>dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)<span lang="es">-</span>. Sólo lo hago con pobres hombres como yo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>No seas pelotillero <span lang="es">-</span>dice el señor<span lang="es">-</span>. Aquí tienes la pierna <span lang="es">-</span>dice, levantándola hacia mi padre<span lang="es">-. </span>Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Tira fuerte, imbécil <span lang="es">-</span>dice el señor. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Como mande su señoría <span lang="es">-</span>dice mi padre. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Más fuerte <span lang="es">-</span>dice el señor. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">»<span lang="es">-</span>Voy a beber un traguito para darme ánimos <span lang="es">-</span>dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . <span lang="es">-</span>A tu salud, Terence <span lang="es">-</span>dice<span lang="es">-</span>, y sigue tirando con todas tus fuerzas<span lang="es">-. L</span>evantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada <span lang="es">la</span> pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie l<span lang="es">o</span> volvió a ver deambular.»</span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;"><span lang="es">FIN</span></span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-39874560128433621272007-07-26T19:23:00.000+00:002007-07-26T19:25:51.018+00:00El horror de Dunwich<p class="Estilo1" align="center">EL HORROR DE DUNWICH</p> <p class="Estilo1" align="center">I</p> <p>Cuando el que viaja por el norte de la región central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de Aylesbury nada más pasar Dean's Corners, verá que se adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.</p><p> El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos. Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.</p><p> A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay camino que permita eludirlas. Pasado un puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia - con el chapitel quebrado - alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury. Una vez allí, es posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.</p><p> Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. </p><p> Pero en los racionales tiempos que corren - silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo - la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique - aunque no puede aplicarse a los forasteros desinformados - en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio da origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.</p><p> Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su ministerio en la iglesia congregacionalista de Dunwich, predicó un memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea en el que, entre otras cosas, dijo:</p> <p>No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de las potencias infernales detrás de mi casa. </p><p> Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al diablo penetrar.</p> <p>No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos.</p><p> Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil's Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras que puebla la comarca. </p><p> Afirman que tales pájaros son psicopompos que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio.</p><p> Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un pueblo increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta millas a la redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la chimenea de la antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a 1700 en tanto que las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en 1806, constituyen la pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La industria no arraigó en Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta duración en la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes circunferencias de columnas de piedra toscamente labradas que hay en las cumbres montañosas, pero esta obra se atribuye por lo general más a los indios que a los colonos. Restos de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior de dichos círculos y en torno a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill, apoyan la creencia de que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos de los indios pocumtuk, aun cuando numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan disparatada teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.</p> <p class="Estilo1" align="center">II</p> <p>Fue en el término municipal de Dunwich, en una granja grande y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a cuatro millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se recuerda porque era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich curiosamente observan bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos que se oyeron en la montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que no cesaron de ladrar en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello tenga menos importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada de los Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto deforme y sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio enloquecido padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos rumores sobre actos de brujería. </p><p> Lavinia Whateley no tenía marido conocido, pero siguiendo la costumbre de la comarca no hizo nada por repudiar al niño, y en cuanto a la paternidad del recién nacido la gente pudo - y así lo hizo - especular a su gusto. La madre estaba extrañamente orgullosa de aquella criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaba con su enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina, y cuentan que se la oyó susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba.</p><p> Lavinia era muy capaz de decir tales cosas, pues de siempre había sido una criatura solitaria a quien encantaba correr por las montañas cuando se desataban atronadoras tormentas y que gustaba de leer los voluminosos y añejos libros que su padre había heredado tras dos siglos de existencia de los Whateley, libros que empezaban a caerse a pedazos de puro viejos y apolillados. En su vida había ido a la escuela, pero sabía de memoria multitud de fragmentos inconexos de antiguas leyendas populares que el viejo Whateley le había enseñado. De siempre habían temido los vecinos de la localidad la solitaria granja a causa de la fama de brujo del viejo Whateley, y la inexplicable muerte violenta que sufrió su mujer cuando Lavinia apenas contaba doce años no contribuyó en nada a hacer popular el lugar. Siempre solitaria y aislada en medio de extrañas influencias, Lavinia gustaba de entregarse a visiones alucinantes y grandiosas, a la vez que a singulares ocupaciones. Su tiempo libre apenas se veía reducido por los cuidados domésticos en una casa en que ni los menores principios de orden y limpieza se observaban desde hacía tiempo.</p><p> La noche en que Wilbur nació pudo oírse un grito espantoso, que retumbó incluso por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros, pero, que se sepa, ni médico ni comadrona alguna estuvieron presentes en su llegada al mundo. Los vecinos no supieron nada del parto hasta pasada una semana, en que el viejo Whateley recorrió en su trineo el nevado camino que separaba su casa de Dunwich y se puso a hablar de forma incoherente al grupo de aldeanos reunidos en la tienda de Osborn. </p><p> Parecía como si se hubiera producido un cambio en el anciano, como si un elemento subrepticio nuevo se hubiese introducido m su obnubilado cerebro transformándole de objeto en sujeto de temor, aunque, a decir verdad, no era persona que se preocupase especialmente por las cuestiones familiares. Con todo, mostraba algo de orgullo que últimamente había podido advertirse en su hija, y lo que dijo acerca de la paternidad del recién nacido sería recordado años después por quienes entonces escucharon sus palabras.</p><p> - Me trae sin cuidado lo que piense la gente. Si el hijo de Lavinia se parece a su padre, será bien distinto de cuanto puede esperarse. No hay razones para creer que no hay otra gente que la que se ve por estos aledaños. </p><p> Lavinia ha leído y ha visto cosas que la mayoría de vosotros ni siquiera sois capaces de imaginar. Espero que su hombre sea tan buen marido como el mejor que pueda encontrarse por esta parte de Aylesbury, y si supierais la mitad de cosas que yo sé no desearíais mejor casamiento por la iglesia ni aquí ni en ninguna otra parte. Escuchad bien esto que os digo: algún día oiréis todos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill.</p><p> Las únicas personas que vieron a Wilbur durante el primer mes de su vida fueron el viejo Zechariah Whateley, de la rama aún no degenerada de los Whateley, y Mamie Bishop, la mujer con quien vivía desde hacía años Earl Sawyer. La visita de Mamie obedeció a la pura curiosidad y las historias que contó confirmaron sus observaciones, en tanto que Zechariah fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado a su hijo Curtis. Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado vacuno por parte de la familia del pequeño Wilbur que no finalizaría hasta 1928 - es decir, el año en que el horror se abatió sobre Dunwich -, pero en ningún momento dio la impresión de que el destartalado establo de Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado. A ello siguió un período en que la curiosidad de ciertos vecinos de Dunwich les llevó a subir a escondidas hasta los pastos y contar las cabezas de ganado que pacían precariamente en la empinada ladera justo por encima de la vieja granja, y jamás pudieron contar más de diez o doce anémicos y casi exangües ejemplares. Debía ser una plaga o enfermedad, originada quizá en los insalubres pastos o transmitida por algún hongo o madera contaminados del inmundo establo, lo que producía tan crecida mortalidad entre el ganado de Whateley. Extrañas heridas o llagas, semejantes a incisiones, parecían cebarse en las vacas que podían verse paciendo por aquellos contornos y una o dos veces en el curso de los primeros meses de la vida de Wilbur algunas personas que fueron a visitar a los Whateley creyeron ver llagas similares en la garganta del anciano canoso y sin afeitar y en la de su desaliñada y desgreñada hija albina.</p><p> En la primavera que siguió al nacimiento de Wilbur, Lavinia reanudó sus habituales correrías por las montañas, llevando en sus desproporcionados brazos a su criatura de tez oscura. La curiosidad de los aldeanos hacia los Whateley remitió tras ver al retoño, y a nadie se le ocurrió hacer el menor comentario sobre el portentoso desarrollo del recién nacido, visible de un día para otro. La realidad es que Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había alcanzado ya una talla y fuerza muscular que raramente se observa en niños menores de un año. Sus movimientos y hasta sus sonidos vocales mostraban una contención y una ponderación harto singulares en una criatura de su edad, y prácticamente nadie se asombró cuando, a los siete meses, comenzó a andar sin ayuda alguna, con pequeñas vacilaciones que al cabo de un mes habían desaparecido por completo. Al poco tiempo, exactamente la Víspera de Todos los Santos, pudo divisarse una gran hoguera a medianoche en la cima de Sentinel Hill, allí donde se levantaba la antigua piedra con forma de mesa en medio de un túmulo de antiguas osamentas. Por el pueblo corrieron toda clase de rumores a raíz de que Silas Bishop - de la rama no degradada de los Bishop - dijese haber visto al chico de los Whateley subiendo a toda prisa la montaña delante de su madre, justo una hora antes de advertirse las llamas. </p><p> Silas andaba buscando un ternero extraviado, pero casi olvidó la misión que le había llevado allá al divisar fugazmente, a la luz del farol que portaba, a las dos figuras que corrían montaña arriba. Madre e hijo se deslizaban sigilosamente por entre la maleza, y Silas, que no salía de su asombro, creyó ver que iban enteramente desnudos. Al recordarlo posteriormente, no estaba del todo seguro por cuanto al niño respecta, y cree que es posible que llevase una especie de cinturón con flecos y un par de calzones o pantalones de color oscuro. Lo cierto es que a Wilbur nunca volvió a vérsele, al menos vivo y en estado consciente, sin toda su ropa encima y ceñidamente abotonado, y cualquier desarreglo, real o supuesto, en su indumentaria parecía irritarle muchísimo. Su contraste con el escuálido aspecto de su madre y de su abuelo era tremendamente marcado, algo que no se explicaría del todo hasta 1928, año en que el horror se abatió sobre Dunwich.</p><p> Por el mes de enero, entre los rumores que corrían por el pueblo se hacía mención de que el "rapaz negro de Lavinia" había comenzado a hablar, cuando apenas contaba once meses. Su lenguaje era impresionante, tanto porque se diferenciaba de los acentos normales que se oían en la región como por la ausencia del balbuceo infantil apreciable en muchos niños de tres y cuatro años. No era una criatura parlanchina, pero cuando se ponía a hablar parecía expresar algo inaprensible y totalmente desconocido para los vecinos de Dunwich. La extrañeza no radicaba en cuanto decía ni en las sencillas expresiones a que recurría, sino que parecía guardar una vaga relación con el tono o con los órganos vocales productores de los sonidos silábicos. Sus facciones se caracterizaban, asimismo, por una nota de madurez, pues si bien tenía en común con su madre y abuelo la falta de mentón, la nariz, firme y precozmente perfilada, junto con la expresión de los ojos - grandes, oscuros y de rasgos latinos -, hacían que pareciese casi adulto y dotado de una inteligencia fuera de lo común. Pese a su aparente brillantez era, empero, rematadamente feo. Desde luego, algo de chotuno o animal había en sus carnosos labios, en su tez amarillenta y porosa, en su áspero y desgreñado pelo y en sus orejas increíblemente alargadas. Pronto la gente empezó a sentir aversión hacia él, de forma incluso más marcada que hacia su madre y abuelo, y todo cuanto sobre él se aventuraban a decir se hallaba salpicado de referencias al pasado de brujo del viejo Whateley y a cómo retumbaron las montañas cuando profirió a pleno pulmón el espantoso nombre de Yog-Sothoth, en medio de un círculo de piedras y con un gran libro abierto entre sus manos. Los perros se enfurecían ante la sola presencia del niño, hasta el punto de que continuamente se veía obligado a defenderse de sus amenazadores ladridos.</p> <p class="Estilo1" align="center">III</p> <p>Entre tanto, el viejo Whateley siguió comprando ganado sin que se viera incrementar el número de su cabaña. Asimismo, taló madera y se puso a restaurar las partes hasta entonces sin utilizar de la casa, un espacioso edificio con el tejado rematado en pico y la fachada posterior totalmente empotrada en la rocosa ladera de la montaña. Hasta entonces, las tres habitaciones en estado menos ruinoso de la planta baja habían bastado para albergar a su hija y a él. El anciano debía conservar aún una fuerza prodigiosa para poder realizar por sí solo tan ardua tarea, y aunque a veces murmuraba cosas que se salían de lo normal su trabajo de carpintería demostraba que conservaba el sano juicio. Empezó las obras nada más nacer Wilbur, tras poner un día en orden uno de los numerosos cobertizos donde se guardaban los aperos, entablarlo y colocar una nueva y resistente cerradura. Ahora, al emprender las obras de reparación del abandonado piso superior, demostró seguir estando en posesión de excelentes facultades manuales. Su manía se reflejaba tan sólo en un afán por tapar herméticamente con tablones todas las ventanas del ala restaurada, aunque a juicio de muchos el mero hecho de intentar repararla ya era una locura. </p><p> Ya se explicaba mejor que quisiese acondicionar otra habitación en la planta baja para el nieto recién nacido, habitación ésta que varios visitantes pudieron ver, si bien nadie logró jamás acceder a la planta superior herméticamente cerrada por gruesos tablones de madera. Revistió toda la habitación del nieto con sólidas estanterías hasta el techo, sobre las cuales fue colocando, poco a poco y en orden aparentemente cuidadoso, los antiguos volúmenes apolillados y los fragmentos sueltos de libros que hasta entonces habían estado amontonados de mala manera en los más insólitos rincones de la casa.</p><p> - Me han sido muy útiles - decía Whateley mientras trataba de pegar una página suelta de caracteres góticos con una cola preparada en el herrumbroso horno de la cocina -, pero estoy seguro de que el chico sabrá sacar mejor provecho de ellos. Quiero que estén en las mejores condiciones posibles, pues todos van a servirle para su educación.</p><p> Cuando Wilbur contaba un año y siete meses - esto es, en septiembre de 1914- su estatura y, en general, las cosas que hacía se salían por completo de lo normal. Tenía ya la altura de un niño de cuatro años, hablaba con fluidez y demostraba hallarse dotado de una inteligencia bien despierta. </p><p> Andaba solo por los campos y empinadas laderas, y acompañaba a su madre en sus correrías por la montaña. Cuando estaba en casa, no cesaba de escudriñar los extraños grabados y cuadros que encerraban los libros de su abuelo, mientras el viejo Whateley le instruía y catequizaba en medio del silencio reinante de muchas largas e interminables tardes. Para entonces ya habían concluido las obras de la casa, y quienes tuvieron ocasión de verlas se preguntaban por qué habría transformado el viejo Whateley una de las ventanas del piso superior en una maciza puerta entablada. Se trataba de la última ventana abuhardillada en la fachada posterior orientada a poniente, pegada a la ladera montañosa, y nadie se hacía la menor idea de por qué habría construido una sólida rampa de madera para subir hasta ella. Para cuando las obras estaban a punto de concluir la gente advirtió que el viejo cobertizo de los aperos, herméticamente cerrado y con las ventanas cubiertas por tablones desde el nacimiento de Wilbur, volvió a quedar abandonado. La puerta estaba siempre abierta de par en par, y cuando Earl Sawyer un día se adentró en su interior, con ocasión de una visita al viejo Whateley relacionada con la venta de ganado, se extrañó enormemente del apestoso olor que se respiraba en el cobertizo; un hedor - según diría posteriormente - que no guardaba parecido con nada conocido salvo con el olor que se percibía en las inmediaciones de los círculos indios de la montaña, y que no podía provenir de nada sano ni de esta tierra. Pero también es cierto que las casas y cobertizos de los vecinos de Dunwich nunca se caracterizaron precisamente por sus buenos olores.</p><p> No hay nada digno de destacar en los meses que siguieron, salvo que todo el mundo juraba percibir un ligero pero constante aumento de los misteriosos ruidos que salían de la montaña. La víspera del primero de mayo de 1915 se dejaron sentir tales temblores de tierra que hasta los vecinos de Aylesbury pudieron percibirlos, y unos meses después, en la Víspera de Todos los Santos, se produjo un fragor subterráneo asombrosamente sincronizado con una serie de llamaradas -"ya están otra vez los Whateley con sus brujerías", decían los vecinos de Dunwich - en la cima de Sentinel Hill. Wilbur seguía creciendo a un ritmo prodigioso, hasta el punto de que al cumplir cuatro años parecía como si tuviera ya diez. Leía ávidamente, sin ayuda alguna, pero se había vuelto mucho más reservado. </p><p> Su semblante denotaba un natural taciturno, y por vez primera la gente empezó a hablar del incipiente aspecto demoníaco de sus facciones de chivo. A veces se ponía a musitar en una jerga totalmente desconocida y a cantar extrañas melodías que hacían estremecer a quienes las escuchaban invadiéndoles un indecible terror. La aversión que mostraban hacia él los perros era objeto de frecuentes comentarios, hasta el punto de verse obligado a llevar siempre una pistola encima para evitar ser atacado en sus correrías a través del campo. Y, claro está, su utilización del arma en diversas ocasiones no contribuyó en absoluto a granjearle la simpatía de los dueños de perros guardianes.</p><p> Las pocas visitas que acudían a la casa de los Whateley encontraban con harta frecuencia a Lavinia sola en la planta baja, mientras se oían extraños gritos y pisadas en el entablado piso superior. Jamás dijo Lavinia qué podrían estar haciendo su padre y el muchacho allá arriba, aunque en cierta ocasión en que un jovial pescadero intentó abrir la atrancada puerta que daba a la escalera empalideció y un pánico cerval se dibujó en su rostro. El pescadero contó luego en la tienda de Dunwich que le pareció oír el pataleo de un caballo en el piso superior. Los dientes que en aquel momento se encontraban en la tienda pensaron al instante en la puerta, en la rampa y en el ganado que con tal celeridad desaparecía, estremeciéndose al recordar las historias de los años mozos del viejo Whateley y las extrañas cosas que profiere la tierra cuando se sacrifica un ternero en un momento propicio a ciertos dioses paganos. Desde hacía tiempo podía advertirse que los perros temían y detestaban la finca de los Whateley con igual furia que anteriormente habían demostrado hacia la persona de Wilbur.</p><p> En 1917 estalló la guerra, y el juez de paz Sawyer Whateley, en su condición de presidente de la junta de reclutamiento local, tuvo grandes dificultades para lograr constituir el contingente de jóvenes físicamente aptos de Dunwich que habían de acudir al campamento de instrucción. El gobierno, alarmado ante los síntomas de degradación de los habitantes de la comarca, envió varios funcionarios y especialistas médicos para que investigaran las causas, los cuales llevaron a cabo una encuesta que aún recuerdan los lectores de diarios de Nueva Inglaterra. La publicidad que se dio en torno a la investigación puso a algunos periodistas sobre la pista de los Whateley, y llevó a las ediciones dominicales del Boston Globe y del Arkham Advertiser a publicar artículos sensacionalistas sobre la precocidad de Wilbur, la magia negra del viejo Whateley, las estanterías repletas de extraños volúmenes, el segundo piso herméticamente cerrado de la antigua granja, el misterio que rodeaba a la comarca entera y los ruidos que se oían en la montaña. Wilbur contaba por entonces cuatro años y medio, pero tenía todo el aspecto de un muchacho de quince. Su labio superior y mejillas estaban cubiertos de un vello áspero y oscuro, y su voz había comenzado ya a enronquecer.</p><p> Un día Earl Sawyer se dirigió a la finca de los Whateley acompañado de un grupo de periodistas y fotógrafos, llamándoles su atención hacia la extraña fetidez que salía de la planta superior. Según dijo, era exactamente igual que el olor reinante en el abandonado cobertizo donde se guardaban los aperos una vez finalizadas las obras de reconstrucción, y muy semejante a los débiles olores que creyó percibir a veces en las proximidades del círculo de piedra de la montaña. Los vecinos de Dunwich leyeron las historias sobre los Whateley al verlas publicadas en los periódicos, y no pudieron menos de sonreírse ante los crasos errores que contenían. Se preguntaban, asimismo, por qué los periodistas atribuirían tanta importancia al hecho de que el viejo Whateley pagase siempre al comprar el ganado en antiquísimas monedas de oro. Los Whateley recibieron a sus visitantes con mal disimulado disgusto, si bien no se atrevieron a ofrecer violenta resistencia o a negarse a contestar sus preguntas por miedo a que dieran mayor publicidad al caso.</p> <p class="Estilo1" align="center">IV</p> <p>Durante toda una década la historia de los Whateley se mezcló inextricablemente con la existencia general de una comunidad patológicamente enfermiza que se hallaba acostumbrada a su extraña conducta y se había vuelto insensible a sus orgiásticas celebraciones de la Víspera de mayo y de Todos los Santos. Dos veces al año los Whateley encendían hogueras en la cima de Sentinel Hill, y en tales fechas el fragor de la montaña se reproducía con violencia cada vez más inusitada; y tampoco era raro que tuviesen lugar acontecimientos extraños y portentosos en su solitaria granja en cualquier otra fecha del año. Con el tiempo, los visitantes afirmaron oír ruidos en la cerrada planta alta, incluso en momentos en que todos los miembros de la familia estaban abajo, y se preguntaron a qué ritmo solían sacrificar los Whateley una vaca o un ternero. Se hablaba incluso de denunciar el caso a la Sociedad Protectora de Animales, pero al final no se hizo nada pues los vecinos de Dunwich no tenían ninguna gana de que el mundo exterior reparase en ellos.</p><p> Hacia 1923, siendo Wilbur Un muchacho de diez años y con una inteligencia, voz, estatura y barba que le daban todo el aspecto de una persona ya madura, se inició una segunda etapa de obras de carpintería en la vieja finca de los Whateley. Las obras tenían lugar en la cerrada planta superior, y por los trozos de madera sobrante que se veían por el suelo la gente dedujo que el joven y el abuelo habían tirado todos los tabiques y hasta levantado la tarima del piso, dejando sólo un gran espacio abierto entre la planta baja y el tejado rematado en pico. Asimismo habían demolido la gran chimenea central e instalado en el herrumbroso espacio que quedó al descubierto una endeble cañería de hojalata con salida al exterior.</p><p> En la primavera que siguió a las obras el viejo Whateley advirtió el crecido número de chotacabras que, procedentes del barranco de Cold Spring, acudían por las noches a chillar bajo su ventana. Whateley atribuyó a la presencia de tales pájaros un significado especial y un día dijo en la tienda de Osborn que creía cercano su fin.</p><p> - Ahora chirrían al ritmo de mi respiración - dijo -, así que deben estar ya al acecho para lanzarse sobre mi alma. Saben que pronto va a abandonarme y no quieren dejarla escapar. Cuando haya muerto sabréis si lo consiguieron o no. Caso de conseguirlo, no cesarán de chirriar y proferir risotadas hasta el amanecer, de lo contrario se callarán. Los espero a ellos y a las almas que atrapan pues si quieren mi alma les va a costar lo suyo.</p><p> En la noche de la fiesta de la Recolección de la Cosecha de 1924, el doctor Houghton, de Aylesbury, recibió una llamada urgente de Wilbur Whateley, que se había lanzado a todo galope en medio de la oscuridad reinante, en el único caballo que aún restaba a los Whateley, con el fin de llegar lo antes posible al pueblo y telefonear desde la tienda de Osborn. El doctor Houghton encontró al viejo Whateley en estado agonizante, con un ritmo cardíaco y una respiración estertórea que presagiaban un final inminente. </p><p> La deforme hija albina y el nieto adolescente, pero ya barbudo, permanecían junto al lecho mortuorio, mientras que del tenebroso espacio que se abría por encima de sus cabezas llegaba la desagradable sensación de una especie de chapoteo u oleaje rítmico, algo así como de las olas en una playa de aguas remansadas. Con todo, lo que más le molestaba al médico era el ensordecedor griterío que armaban las aves nocturnas que revoloteaban en torno a la casa: una verdadera legión de chotacabras que chirriaba su monótono mensaje diabólicamente sincronizado con los entrecortados estertores del agonizante anciano. Aquello sobrepasaba decididamente lo siniestro y lo monstruoso, pensó el doctor Houghton, que al igual que el resto de los vecinos de la comarca había acudido de muy mala gana a la casa de los Whateley en respuesta a la llamada urgente que se le había hecho.</p><p> Hacia la una de la noche el viejo Whateley recobró la conciencia y, al tiempo que cesaban sus estertores, balbuceo algunas entrecortadas palabras a su nieto.</p><p> - Más espacio, Willy, necesita más espacio y cuanto antes. Tú creces, pero eso aún crece más deprisa. Pronto te servirá, hijo. Abre las puertas de par en par a Yog-Sothoth salmodiando el largo canto que encontrarás en la página 75l de la edición completa, y luego préndele fuego a la prisión. El fuego de la tierra no puede quemarlo.</p><p> No había duda, el viejo Whateley estaba loco de remate. Tras una pausa durante la cual la bandada de chotacabras que había fuera sincronizó sus chirridos al nuevo ritmo jadeante de la respiración del anciano y pudieron oírse extraños ruidos que venían de algún remoto lugar en las montañas, aún tuvo fuerzas para pronunciar una o dos frases más.</p><p> - No dejes de alimentarlo, Willy y ten presente la cantidad en todo momento. Pero no dejes que crezca demasiado deprisa para el lugar, pues si revienta en pedazos o sale antes de que abras a Yog-Sothoth, no habrán servido de nada todos los esfuerzos. Sólo los que vienen del más allá pueden hacer que se reproduzca y surta efecto... Sólo ellos, los ancianos que quieren volver...</p><p> Pero tras las últimas palabras volvieron a reproducirse los estertores del viejo Whateley, y Lavinia lanzó un pavoroso grito al ver cómo a griterío que armaban los chotacabras cambiaba para adaptarse al nuevo ritmo de la respiración. No hubo ningún cambio durante una hora, al cabo de la cual la garganta del moribundo emitió el postrer vagido. El doctor Houghton cerró los párpados sobre los resplandecientes ojos grises del anciano, mientras la barahúnda que armaban los pájaros remitía por momentos hasta acabar cayendo en el más absoluto silencio. Lavinia no cesaba de sollozar, en tanto que Wilbur se echó a reír sofocadamente y hasta ellos llegó el débil fragor de la montaña.</p><p> - No han conseguido atrapar su alma - susurró Wilbur con su potente voz de bajo.</p><p> Por entonces, Wilbur era ya un estudioso de impresionante erudición - si bien a su parcial manera -, y empezaba a ser conocido por la correspondencia que mantenía con numerosos bibliotecarios de remotos lugares en donde se guardaban libros raros y misteriosos de épocas pasadas. Al mismo tiempo, cada vez se le detestaba y temía más en la comarca de Dunwich por la desaparición de ciertos jóvenes que todas las sospechas hacían confluir, difusamente, en el umbral de su casa. Pero siempre se las arregló para silenciar las investigaciones ya fuese mediante el recurso a la intimidación o echando mano del caudal de antiguas monedas de oro que, al igual que en tiempos de su abuelo, salían de forma periódica y en cantidades crecientes para la compra de cabezas de ganado. </p><p> Daba toda la impresión de ser una persona madura, y su estatura, una vez alcanzado el límite normal de la edad adulta, parecía que fuese a seguir aumentando sin límite. En 1925, con ocasión de una visita que le hizo un corresponsal suyo de la Universidad de Miskatonic, que salió de la reunión que sostuvieron lívido y desconcertado, medía ya sus buenos seis pies y tres cuartos.</p><p> Con el paso de los años, Wilbur fue tratando a su semideforme y albina madre con un desprecio cada vez mayor, hasta llegar a prohibirle que le acompañase a las montañas en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los santos. En 1926, la infortunada madre le dijo a Mamie Bishop que su hijo le inspiraba miedo.</p><p> - Sé multitud de cosas acerca de él que me gustaría poder contarte, Mamie - le dijo un día -, pero últimamente pasan muchas cosas que incluso yo ignoro. Juro por Dios que ni sé lo que quiere mi hijo ni lo que trata de hacer.</p><p> En la Víspera de Todos los Santos de aquel año, los ruidos de la montaña resonaron con un inusitado furor, y al igual que todos los años pudo verse el resplandor de las llamaradas en la cima de Sentinel Hill. Pero la gente prestó más atención a los rítmicos chirridos de enormes bandadas de chotacabras - extrañamente retrasados para la época del año en que se encontraban - que parecían congregarse en las inmediaciones de la granja de los Whateley. Pasada la medianoche sus estridentes notas estallaron en una especie de infernal barahúnda que pudo oírse por toda la comarca, y hasta el amanecer no cesaron en su ensordecedor griterío. Seguidamente, desaparecieron, dirigiéndose apresuradamente hacia el sur, donde llegaron con un mes de retraso sobre la fecha normal. Lo que significaba tamaño estruendo nadie lo sabría con certeza hasta pasado mucho tiempo. En cualquier caso, aquella noche no murió nadie en toda la comarca, pero jamás volvió a verse a la infortunada Lavinia Whateley, la deforme y albina madre de Wilbur.</p><p> En el verano de 1927, Wilbur reparó dos cobertizos que había en el corral y comenzó a trasladar a ellos sus libros y efectos personales. Al poco tiempo, Earl Sawyer dijo en la tienda de Osborn que en la granja de los Whateley habían vuelto a emprenderse obras de carpintería. Wilbur se aprestaba a tapar todas las puertas y ventanas de la planta baja, y daba la impresión de que estuviese tirando todos los tabiques, tal como su abuelo y él hicieran en la planta superior cuatro años atrás. Se había instalado en uno de los cobertizos, y según Sawyer tenía un aspecto un tanto preocupado y temeroso. La gente de la localidad sospechaba , que sabía algo acerca de la desaparición de su madre, y eran muy pocos los que se atrevían a rondar por las inmediaciones de la granja de los Whateley. Por aquel entonces, Wilbur sobrepasaba ya los siete pies de altura y nada indicaba que fuese a dejar de crecer.</p> <p class="Estilo1" align="center">V</p> <p>Aquel invierno trajo consigo el nada desdeñable acontecimiento del primer viaje de Wilbur fuera de la comarca de Dunwich. Pese a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían resultado fallidos. En vista de lo cual, a la postre, acabó por desplazarse en persona - andrajoso, mugriento, con la barba sin cuidar y aquel nada pulido dialecto que hablaba - a consultar el ejemplar que se conservaba en Miskatonic, la biblioteca más próxima a Dunwich. Con casi ocho pies de altura y portando una maleta de ocasión recién comprada en la tienda de Osborn, aquel espantajo de tez trigueña y rostro de chivo se presentó un día en Arkham en busca del temible volumen guardado bajo siete llaves en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic: el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII. Jamás hasta entonces había visto Wilbur una ciudad, pero su único interés al llegar a Arkham se redujo a encontrar el camino que llevaba al recinto universitario. Una vez allí, pasó sin inmutarse por delante del gran perro guardián de la entrada que se echó a ladrar, mostrándole sus blancos colmillos, con inusitado furor al tiempo que tiraba con violencia de la gruesa cadena a la que estaba atado.</p><p> Wilbur llevaba consigo el inapreciable, pero incompleto, ejemplar de la versión inglesa del Necronomicón del Dr. Dee que su abuelo le había legado, y nada más le permitieron acceder al ejemplar en latín se puso a cotejar los dos textos con el propósito de descubrir cierto pasaje que, de no hallarse en condiciones defectuosas, habría debido encontrarse en la página 751 del volumen de su propiedad. Por más que intentó refrenarse, no pudo dejar de decírselo con buenos modales al bibliotecario - Henry Armitage, hombre de gran erudición y licenciado en Miskatonic, doctor por la Universidad de Princeton y por la Universidad de Johns Hopkins -, que en cierta ocasión había acudido a visitarle a la granja de Dunwich y que ahora, en buen tono, le acribillaba a preguntas. Wilbur acabó por decirle que buscaba una especie de conjuro o fórmula mágica que contuviese el espantoso nombre de Yog-Sothoth, pero las discrepancias, repeticiones y ambigüedades existentes complicaban la tarea de su localización, sumiéndole en un mar de dudas. Mientras copiaba la fórmula por la que finalmente se decidió, el Dr. Armitage miró involuntariamente por encima del hombro de Wilbur a las páginas por las que estaba abierto el libro; la que se veía a la izquierda, en la versión latina del Necronomicón, contenía toda una retahíla de estremecedoras amenazas contra la paz y el bienestar del mundo:</p> <p>"Tampoco debe pensarse - rezaba el texto que Armitage fue traduciendo mentalmente - que el hombre es el más antiguo o el último de los dueños de la tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y alma se pasea sola por el universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ello. Se pasean serenos y primigenios en esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog- Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog- Sothoth. El sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a hacerlo cuando llegue la ocasión. El sabe qué regiones de la tierra hollaron, dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en su avance. Los hombres perciben a veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser humano puede ver Su semblante, salvo únicamente a través de las facciones de los hombres engendrados por Ellos, y son de las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y pestilentes por los solitarios lugares donde se pronunciaron las Palabras y se profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen tremolar el viento y Sus conciencias trepidar la tierra. Doblegan bosques enteros y aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede reconocerlos. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su insano olor Los conoceréis. Su mano os aprieta las gargantas pero ni aun así Los veis, y Su morada es una misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que abre la puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. </p><p> Tras el verano el invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra."</p> <p>Al asociar el Dr. Armitage lo que leía con lo que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones, y de la lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un nacimiento en circunstancias más que extrañas hasta una fundada sospecha de matricidio, sintió como si le sacudiera una oleada de temor tan tangible como pudiera serlo cualquier corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba. </p><p> Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la cabeza y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.</p><p> - Mr. Armitage - dijo - me temo que voy a tener que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no dejármelo sacar alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego, señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que decirle tengo que lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi versión de Dee en la forma en que...</p><p> Se interrumpió al ver la resuelta expresión negativa dibujada en la cara del bibliotecario, y al punto sus facciones de chivo adquirieron un aire de astucia. Armitage, cuando estaba ya a punto de decirle que podía sacar copia de cuanto precisara, pensó de repente en las consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó atrás. Era una responsabilidad demasiado grande entregar a aquella monstruosa criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley, al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.</p><p> -¡Bueno! ¡qué le vamos a hacer si se pone así! A ver si en Harvard no son tan picajosos y hay más suerte. Y sin decir una sola palabra más se levantó y salió de la biblioteca, debiendo agachar la cabeza por cada puerta que pasaba.</p><p> Armitage pudo oír el tremendo aullido del gran perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las zancadas de gorila de Whateley mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que podía divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las ediciones dominicales del Advertiser, así como las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de Dunwich durante su visita a la localidad. </p><p> Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra - o, al menos, no de la tierra tridimensional que conocemos - corrían por los barrancos de Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua, y hasta entonces aletargada, pesadilla. </p><p> Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz e inidentificable hedor seguía impregnando aún toda la estancia. "Por su insano olor los conoceréis", citó. </p><p> Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.</p><p> -¿Incestuoso vástago? - Armitage murmuró casi en voz para sus adentros - ¡Dios mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich! Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o no de esta tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el día de la Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912, fecha en que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror engendrado el día de la Invención de la Cruz se había abatido sobre el mundo en forma de carne y hueso semihumanos? Durante las semanas que siguieron, Armitage estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich. Se puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al viejo Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando detenidamente sobre las últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba el médico. Una nueva visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen del Necronomicón - en concreto, de las páginas que con tanta avidez había buscado Wilbur - pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía difusamente sobre la tierra. Las conversaciones sostenidas en Boston con varios estudiosos de saberes arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A medida que se acercaba el verano creía cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior del Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos por el nombre de Wilbur Whateley.</p> <p class="Estilo1" align="center">VI</p> <p>El verdadero horror de Dunwich tuvo lugar entre la fiesta de la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo el Dr. Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo. Había oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y de sus desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba en la biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, pues Armitage había puesto en estado de alerta a todos los bibliotecarios que tenían a su cargo la custodia de un ejemplar del arcano volumen. Wilbur se había mostrado asombrosamente nervioso en Cambridge; estaba ansioso por conseguir el libro y no menos por regresar a casa, como si temiera las consecuencias de una larga ausencia.</p><p> A primeros de agosto se produjo el cuasi esperado acontecimiento. En la madrugada del tercer día de dicho mes el Dr. Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces ladridos del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto universitario. Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con desgarradores aullidos y ladridos, como si el perro se hubiese vuelto rabioso; los ruidos iban en continuo aumento, pero entrecortados, dejando entre sí pausas terriblemente significativas. Al poco, se oyó un pavoroso grito de una garganta totalmente desconocida, un grito que despertó a no menos de la mitad de cuantos dormían a aquellas horas en Arkham y que en lo sucesivo les asaltaría continuamente en sus sueños, un grito que no podía proceder de ningún ser nacido en la tierra o morador de ella.</p><p> Armitage se puso rápidamente algo de ropa por encima y echó a correr por los paseos y jardines hasta llegar a los edificios universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún se oían los retumbantes ecos de la alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz de la luna se divisaba una ventana abierta de par en par mostrando las abismales tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar había logrado su propósito, pues los ladridos y gritos - que pronto acabarían confundiéndose en una sorda profusión de aullidos y gemidos - procedían indudablemente del interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a Armitage que cuanto allí sucedía no era algo que pudieran contemplar ojos sensibles y, con gesto autoritario, mandó retroceder a la muchedumbre allí congregada al tiempo que abría la puerta del vestíbulo. Entre los allí reunidos vio al profesor Warren Rice y al Dr. Francis Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho partícipes de algunas de sus conjeturas y temores, y con la mano les hizo una señal para que le siguiesen al interior. Los sonidos que de allí salían habían remitido casi por completo, salvo los monótonos gruñidos del perro; pero Armitage dio un brusco respingo al advertir entre la maleza un ruidoso coro de chotacabras que había comenzado a entonar sus endiabladamente rítmicos chirridos, como si marchasen al unísono con los últimos estertores de un ser agonizante.</p><p> En el edificio entero reinaba un insoportable hedor que le resultaba harto familiar a Armitage, quien, en compañía de los dos profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz, hasta que Armitage, armándose de valor, dio al interruptor. Uno de los tres hombres - cuál, no se sabe - profirió un estridente alarido ante lo que se veía tendido en el suelo entre un revoltijo de mesas y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que durante unos instantes perdió el sentido, si bien sus piernas no flaquearon ni llegó a caerse al suelo.</p><p> En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad bituminosa, medio recostado yacía un ser de casi nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al abominable compás de los estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central había un revólver en el suelo, con un cartucho percutado pero sin pólvora que posteriormente serviría para explicar por qué no había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la estancia. Sería harto trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil en general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley. Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.</p><p> Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban un montón de largo tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca. </p><p> Su disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las cubría, guardaban cierto parecido con las extremidades de los gigantescos saurios que poblaban la tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en unas carnosidades surcadas de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando respiraba, el rabo y los tentáculos mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa circulatoria característica de su verdoso tinte no humano, mientras que el rabo tenía un color amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, de repugnante aspecto, en los espacios que quedaban entre los anillos de color violeta. De sangre no había ni rastro, sólo el fétido y purulento líquido verdoso amarillento que corría por el piso más allá del pringoso círculo, dejando tras de sí una curiosa y descolorida mancha.</p><p> La presencia de los tres hombres debió despertar al moribundo ser allí postrado, que se puso a balbucir sin siquiera volver ni levantar la cabeza. </p><p> Armitage no recogió por escrito los sonidos que profería, pero afirma categóricamente que no pronunció ni uno solo en inglés. Al principio las sílabas desafiaban toda posible comparación con ningún lenguaje conocido de la tierra, pero ya hacia el final articuló unos incoherentes fragmentos que, evidentemente, procedían del Necronomicón, el abominable libro cuya búsqueda iba a costarle la muerte. Los fragmentos, tal como los recuerda Armitage, rezaban así poco más o menos: "N'gai, n'gha'ghaa, bugg- shoggog, y'hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth...", desvaneciéndose su voz en el aire mientras las chotacabras chirriaban en crescendo rítmico de malsana expectación.</p><p> Luego, se interrumpieron los jadeos y el perro alzó la cabeza, emitiendo un prolongado y lúgubre aullido. Un cambio se produjo en la faz amarillenta y chotuna de aquel ser postrado en el suelo al tiempo que sus grandes ojos negros se hundían pasmosamente en sus cavidades. Al otro lado de la ventana, cesó de repente el griterío que armaban los chotacabras, y por encima de los murmullos de la muchedumbre allí congregada se oyó un frenético zumbido y revoloteo. Recortadas contra el trasfondo de la luna podían verse grandes nubes de alados vigías expectantes que alzaban el vuelo y huían de la vista, espantados sólo de ver la presa sobre la que se disponían a lanzarse.</p><p> De pronto, el perro dio un brusco respingo, lanzó un aterrador ladrido y se arrojó precipitadamente por la ventana por la que había entrado. Un alarido salió de la expectante multitud, mientras Armitage decía a gritos a los hombres que aguardaban afuera que en tanto llegase la policía o el forense no podrían entrar en la sala. Afortunadamente, las ventanas eran lo suficientemente altas como para que nadie pudiera asomarse; para mayor seguridad, echó las oscuras cortinas con sumo cuidado. Entre tanto, llegaron dos policías, y el Dr. Morgan, que salió a su encuentro al vestíbulo, les instó a que, por su propio bien, aguardasen a entrar en la hedionda sala de lecturas hasta que llegara el forense y pudiera cubrirse el cuerpo del ser allí postrado.</p><p> Mientras esto ocurría, unos cambios realmente espantosos tenían lugar en aquella gigantesca criatura. No se precisa describir la clase y proporción de encogimiento y desintegración que se desarrollaba ante los ojos de Armitage y Rice, pero puede decirse que, aparte la apariencia externa de cara y manos, el elemento auténticamente humano de Wilbur Whateley era mínimo. Cuando llegó el forense, sólo quedaba una masa blancuzca y viscosa sobre el entarimado suelo, en tanto que el fétido olor casi había desaparecido por completo. Por lo visto, Whateley no tenía cráneo ni esqueleto óseo, al menos tal como los entendemos. En algo había de parecerse a su desconocido progenitor.</p> <p class="Estilo1" align="center">VII</p> <p>Pero esto no fue sino simplemente el prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas, llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable olor y sonidos - semejantes a un oleaje o chapoteo - que salían cada vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el valle regado por el curso superior del Miskatonic.</p><p> Un casi interminable manuscrito redactado en extraños caracteres en un gran libro mayor, y que daba toda la impresión de una especie de diario por las separaciones existentes y las variaciones de tinta y caligrafía, desconcertó por completo a quienes lo encontraron en el viejo escritorio que hacía las veces de mesa de trabajo de Wilbur. Tras una semana de debates se decidió enviarlo a la Universidad de Miskatonic, junto con la colección de libros sobre saberes arcanos del difunto, para su estudio y eventual traducción. Pero al poco tiempo hasta los mejores lingüistas comprendieron que no iba a ser tarea fácil descifrarlo. No se encontró, en cambio, la menor huella del antiguo oro con el que Wilbur y el viejo Whateley solían pagar sus deudas.</p><p> El horror se desató en el transcurso de la noche del nueve de septiembre. </p><p> Los ruidos de la montaña habían sido muy intensos aquella tarde y los perros ladraron con fenomenal estrépito durante toda la noche. Quienes madrugaron el día diez advirtieron un peculiar hedor en la atmósfera. Hacia las siete de la mañana Luther Brown, el mozo de la granja de George Corey, situada entre el barranco de Cold Spring y el pueblo, bajó corriendo, presa de una gran agitación, del pastizal de diez acres a donde había llevado a pacer las vacas. Estaba aterrado de espanto cuando entró a trompicones en la cocina de la granja, mientras las no menos despavoridas vacas se ponían a patalear y mugir en tono lastimero en el corral, tras seguir al chico todo el camino de vuelta tan atemorizadas como él. Sin cesar de jadear, Luther trató de balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.</p><p> - Arriba, en el camino que hay por encima del barranco, Mrs. Corey... ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por encima. Y eso no es lo peor ¡quía! Hay huellas en el camino, Mrs. Corey... tremendas huellas circulares tan grandes como la tapa de un tonel, y muy hundidas en la tierra, como si hubiese pasado un elefante por allí, ; sólo que las huellas tendrán más de cuatro pies! Miré de cerca una o dos antes de salir corriendo y pude ver que todas estaban cubiertas por unas líneas que salían del mismo lugar, en abanico, como si fuesen grandes hojas de palmera - sólo que dos o tres veces más grandes - incrustadas en el camino. Y el olor era irresistible, igual que el que se respira cerca de la vieja casa de Whateley...</p><p> Al llegar aquí el muchacho titubeó y parecía como si el miedo que le había hecho venir corriendo todo el camino se apoderase de él de nuevo. Mrs. </p><p> Corey, a la vista de que no podía sonsacarle más detalles, se puso a telefonear a los vecinos, con lo que empezó a cundir el pánico, anticipo de nuevos y mayores horrores, por toda la comarca. Cuando llamó a Sally Sawyer - ama de llaves en la granja de Seth Bishop, la finca más próxima a la de los Whateley -, le tocó escuchar en lugar de hablar, pues el hijo de Sally, Chauncey, que no podía dormir, había subido por la ladera en dirección a la casa de los Whateley y bajó corriendo a toda prisa aterrado de espanto, tras echar una mirada a la granja y al pastizal donde habían pasado la noche las vacas de los Bishop.</p><p> - Sí, Mrs. Corey - dijo Sally con voz trémula desde el otro lado del hilo telefónico - Chauncey acaba de regresar despavorido, y casi no podía ni hablar del miedo que traía. Dice que la casa entera del viejo Whateley ha volado por los aires y que hay un montón de restos de madera desperdigados por el suelo, como si hubiese una carga de dinamita en su interior. Apenas queda otra cosa que el suelo de la planta baja, pero está enteramente cubierto por una especie de sustancia viscosa que huele horriblemente y corre por el suelo hasta donde están los trozos de madera desparramados. Y en el corral hay unas huellas espantosas, unas tremendas huellas de forma circular, más grandes que la tapa de un tonel, y todo está lleno de esa sustancia pegajosa que se ve en la casa destruida. Chauncey dice que el reguero llega hasta el pastizal, donde hay una franja de tierra mucho más grande que un establo totalmente aplastada y que por todos los sitios se ven vallas de piedra caídas por el suelo.</p><p> "Chauncey dice, Mrs. Corey, que se quedó aterrado a la vista de las vacas de Seth. Las encontró en los pastizales altos, muy cerca de Devil's Hop Yard, pero daba pena verlas. La mitad estaban muertas y a casi el resto de las que quedaban les habían chupado la sangre, y tenían unas llagas igualitas que las que le salieron al ganado de Whateley a partir del día en que nació el rapaz negro de Lavinia. Seth ha salido a ver cómo están las vacas, aunque dudo mucho que se acerque a la granja del mago Whateley. </p><p> Chauncey no se paró a mirar qué dirección seguía el gran sendero aplastado una vez pasado el pastizal, pero cree que se dirigía hacia el camino del barranco que lleva al pueblo.</p><p> "Créame lo que le digo, Mrs. Corey, hay algo suelto por ahí que no me sugiere nada bueno, y pienso que ese negro de Wilbur Whateley - que tuvo el horrendo fin que merecía - está detrás de todo esto. No era un ser enteramente humano, y conste que no es la primera vez que lo digo. El viejo Whateley debía estar criando algo aún menos humano que él en esa casa toda tapiada con clavos. Siempre ha habido seres invisibles merodeando en torno a Dunwich, seres invisibles que no tienen nada de humano ni presagian nada bueno.</p><p> "La tierra estuvo hablando anoche, y hacia el amanecer Chauncey oyó a las chotacabras armar tal gritería en el barranco de Cold Spring que no le dejaron dormir nada. Luego le pareció oír otro ruido débil hacia donde está la granja del brujo Whateley, una especie de rotura o crujido de madera, como si alguien abriese a lo lejos una gran caja o embalaje de madera. </p><p> Entre unas cosas y otras no logró dormir lo más mínimo hasta bien entrado el día, y no mucho antes se levantó esta mañana. Hoy se propone volver a la finca de los Whateley a ver qué sucede por allí. Pero ya ha visto más que suficiente, se lo digo yo, Mrs. Corey. No sé qué pasara, aunque no presagia nada bueno. Los hombres deberían organizarse e intentar hacer algo. Todo esto es verdaderamente espantoso, y creo que se acerca mi turno. Sólo Dios sabe qué va a pasar.</p><p> "¿Le ha dicho algo Luther de la dirección que seguían las gigantescas huellas? ¿No? Pues bien, Mrs. Corey, si estaban en este lado del camino del barranco y todavía no se han dejado ver por su casa, supongo que deben haber descendido al fondo del barranco, ¿dónde si no podrían estar? De siempre he dicho que el barranco de Cold Spring no es un lugar saludable y no me inspira la menor confianza. Las chotacabras y las luciérnagas que hay en sus entrañas no parecen criaturas de Dios, y hay quienes dicen que pueden oírse extraños ruidos y murmullos allá abajo si uno se pone a escuchar en el lugar apropiado, entre la cascada y la Guarida del Oso.</p><p> A eso del mediodía, las tres cuartas partes de los hombres y jóvenes de Dunwich salieron a dar una batida por los caminos y prados que había entre las recientes ruinas de lo que fuera la finca de los Whateley y el barranco de Cold Spring, comprobando aterrados con sus propios ojos las grandes y monstruosas huellas, las agonizantes vacas de Bishop, toda la misteriosa y apestosa desolación que reinaba sobre el lugar y la vegetación aplastada y pulverizada por los campos y a orillas de la carretera. Fuese cual fuese el mal que se había desatado sobre la comarca era seguro que se encontraba en el fondo de aquel enorme y tenebroso barranco, pues todos los árboles de las laderas estaban doblados o tronchados, y una gran avenida se había abierto por entre la maleza que crecía en el precipicio. Daba la impresión de que una avalancha hubiese arrastrado toda una casa entera, precipitándola por la enmarañada floresta de la vertiente casi cortada a pico. Ningún ruido llegaba del fondo del barranco, tan sólo se percibía un lejano e indefinible hedor. No tiene nada de extraño, pues, que los hombres prefirieran quedarse al borde del precipicio y ponerse a discutir, en lugar de bajar y meterse de lleno en el cubil de aquel desconocido horror ciclópeo. </p><p> Tres perros que acompañaban al grupo se lanzaron a ladrar furiosamente en un primer momento, pero una vez al borde del barranco cesaron de ladrar y parecían amedrentados e intranquilos. Alguien llamó por teléfono al Aylesbury Chronicle para comunicar la noticia, pero el director, acostumbrado a oír las más increíbles historias procedentes de Dunwich, se limitó a redactar un artículo humorístico sobre el tema, articulo que posteriormente sería reproducido por la Associated Press.</p><p> Aquella noche todos los vecinos de Dunwich y su comarca se recogieron en casa, y no hubo granja o establo en que no se obstruyera la puerta lo más sólidamente posible. Huelga decir que ni una sola cabeza de ganado pasó la noche en los pastizales. Hacia las dos de la mañana un irrespirable hedor y los furiosos ladridos de los perros despertaron a la familia de Elmer Frye, cuya granja se hallaba situada al extremo este del barranco de Cold Spring, y todos coincidieron en decir haber oído afuera una especie de chapoteo o golpe seco. Mrs. Frye propuso telefonear inmediatamente a los vecinos, pero cuando su marido estaba a punto de decirle que lo hiciese se oyó un crujido de madera que vino a interrumpir sus deliberaciones. Al parecer, el ruido procedía del establo, y fue seguido al punto por escalofriantes mugidos y pataleos de las vacas. Los perros se pusieron a echar espumarajos por la boca y se acurrucaron a los pies de los miembros de la familia Frye, despavoridos de terror. El dueño de la casa, movido por la fuerza de la costumbre, encendió un farol, pero sabía bien que salir fuera al oscuro corral significaba la muerte. Los niños y las mujeres lloriqueaban, pero evitaban hacer todo ruido obedeciendo a algún oscuro y atávico sentido de conservación que les decía que sus vidas dependían de que guardasen absoluto silencio. Finalmente, el ruido del ganado remitió hasta no pasar de lastimeros mugidos, seguido de una serie de chasquidos, crujidos y fragores impresionantes. Los Frye, apiñados en el salón, no se atrevieron a moverse para nada hasta que no se desvanecieron los últimos ecos ya muy en el interior del barranco de Cold Spring. Luego, entre los débiles mugidos que seguían saliendo del establo y los endiablados chirridos de las últimas chotacabras aún despiertas en el fondo del barranco, Selina Frye se acercó, tambaleándose, al teléfono y difundió a los cuatro vientos cuanto sabía sobre la segunda fase del horror.</p><p> Al día siguiente, la comarca entera era presa de un pánico atroz, y podía verse un continuo trasiego de atemorizados y silenciosos grupos de gente que se acercaban al lugar donde se había producido el horripilante acontecimiento nocturno. Dos impresionantes franjas de destrucción se extendían desde el barranco hasta la granja de Frye, en tanto unas monstruosas huellas cubrían la tierra desprovista de toda vegetación y una fachada del viejo establo pintado de rojo se hallaba tirada por el suelo. De los animales, sólo se logró encontrar e identificar a la cuarta parte. Algunas de las vacas estaban pulverizadas en pequeños fragmentos y a las que sobrevivieron no hubo más remedio que sacrificarlas. Earl Sawyer propuso ir en busca de ayuda a Arkham o Aylesbury, pero muchos rechazaron su propuesta por estimarla inútil. El anciano Zebulón Whateley, de una rama de la familia a caballo entre el sano juicio y la degradación, aventuró, de forma harto increíble, que lo mejor sería celebrar rituales en las cumbres montañosas. De siempre se habían observado escrupulosamente en su familia las tradiciones y sus recuerdos de cantos en los grandes círculos de piedra no tenían nada que ver con lo que pudieran haber hecho Wilbur y su abuelo.</p><p> La noche se hizo, sobre la consternada comarca de Dunwich, demasiado pasiva para lograr poner en marcha una eficaz defensa contra la amenaza que se cernía sobre ella. En algunos casos, las familias con estrechos vínculos se cobijaron bajo un mismo techo para estar ojo avizor en medio de la cerrada oscuridad nocturna, pero, por lo general, volvieron a repetirse las escenas de levantamiento de barricadas de la noche precedente y los fútiles e ineficaces gestos de cargar los herrumbrosos mosquetes y colocar las horcas al alcance de la mano. Sin embargo, aquella noche no aconteció nada nuevo salvo algún que otro ruido intermitente en la montaña, y al despuntar el día muchos confiaban que el nuevo horror hubiese desaparecido con igual presteza con que se presentó. Incluso había algunos espíritus temerarios que proponían lanzar una expedición de castigo al fondo del barranco, si bien no se aventuraron a predicar con el ejemplo a una mayoría que, en principio, no parecía dispuesta a seguirles.</p><p> Al caer de nuevo la noche volvieron a repetirse las escenas de las barricadas, aunque esta vez fueron menos las familias que se agruparon bajo un mismo techo. A la mañana siguiente, tanto en la granja de Frye como en la de Bishop pudo advertirse cierta agitación entre los perros e indefinidos sonidos y fétidos olores en la lejanía, mientras que los expedicionarios más madrugadores se horrorizaron al ver de nuevo, y recientes, las monstruosas huellas en el camino que orillaba Sentinel Hill. </p><p> Al igual que en ocasiones anteriores, los bordes del camino estaban aplastados, indicio de que por allí había pasado el imponente y monstruoso horror infernal que asolaba la comarca. Esta vez la conformación de las huellas parecía sugerir que había marchado en ambas direcciones, como si una montaña movediza hubiese salido del barranco de Cold Spring para regresar posteriormente por la misma senda. Al pie de la montaña podía verse por lo más abrupto una franja de unos treinta pies de anchura, de matorrales y arbolillos aplastados, y quienes aquello veían no salían de su asombro al comprobar que ni siquiera las más empinadas pendientes hacían torcer la trayectoria del inexorable sendero. Fuese lo que fuese, aquel horror podía escalar paredes de roca desnuda y cortadas a pico. Como los expedicionarios optasen por subir a la cima por una ruta más segura, se encontraron con que una vez arriba terminaban las huellas... o, mejor dicho, daban la vuelta.</p><p> Era precisamente allí, en la cumbre de Sentinel Hill, donde los Whateley solían celebrar sus diabólicas hogueras y entonar sus no menos infernales rituales ante la piedra con forma de mesa en las fechas de la Víspera de Mayo y de Todos los Santos. Ahora, la piedra constituía el centro de una amplia extensión de terreno arrasado por el horror de la montaña, mientras que encima de su superficie ligeramente cóncava podía verse una masa espesa y fétida de la misma sustancia bituminosa que había en el piso de la derruida granja de los Whateley cuando el horror se alejó de allí. Los hombres se miraron unos a otros y se susurraron algo al oído. Luego, dirigieron la mirada hacia abajo. Al parecer, el horror había descendido prácticamente por el mismo sendero por el que había ascendido. Toda especulación holgaba. La razón, la lógica y las ideas normales que pudieran ocurrírseles se hallaban sumidas en el más completo marasmo. Sólo el anciano Zebulón, que no iba acompañando al grupo, habría sabido apreciar en su justo término la situación o hallar una posible explicación a todo ello.</p><p> La noche del jueves comenzó igual que casi todas las precedentes, pero acabó bastante peor. Las chotacabras del barranco no pararon de chirriar ni un momento armando tal estrépito que fueron muchos los vecinos de Dunwich que no lograron conciliar el sueño, y a eso de las tres de la madrugada todos los teléfonos de la localidad se pusieron a sonar trémulamente. Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en todo desgarrador "¡Socorro! ¡Dios mío!... ", y algunos creyeron escuchar un estruendoso ruido, tras lo cual la voz se cortó. No se oyó ni un sonido más. Pero nadie se atrevió a salir y hasta la mañana siguiente no se supo de dónde procedía la llamada. Todos cuantos la escucharon se llamaron por teléfono entre sí, advirtiendo que únicamente no contestaban en casa de los Frye. La verdad se descubrió al cabo de una hora cuando, tras juntarse a toda prisa, un grupo de hombres armados se dirigió a la finca de los Frye que estaba en la boca misma del barranco. Lo que allí se veía era espantoso, pero en modo alguno constituía una sorpresa. Había nuevas franjas aplastadas y monstruosas huellas. La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase, y entre las ruinas no pudo encontrarse resto alguno vivo o muerto. Sólo un insoportable hedor y una viscosidad bituminosa. La familia Frye había sido por completo borrada de la faz de Dunwich.</p> <p class="Estilo1" align="center">VIII</p> <p>Entre tanto, en Arkham, tras la puerta cerrada de una estancia con las paredes repletas de estanterías, se desarrollaba otra fase del horror, algo más apacible pero no menos estimulante desde una perspectiva espiritual. </p><p> El extraño manuscrito o diario de Wilbur Whateley, entregado a la Universidad de Miskatonic para su oportuna traducción, había sido la causa de muchos quebraderos de cabeza y no pocas muestras de desconcierto entre los especialistas en lenguas antiguas y modernas del claustro. Su mismo alfabeto, no obstante la similitud que a primera vista guardaba con la variante del árabe hablado en Mesopotamia, resultaba totalmente desconocido a las autoridades en la materia. La conclusión final de los lingüistas fue que el texto representaba un alfabeto artificial, debiendo tratarse de criptogramas, aunque ninguno de los métodos criptográficos normalmente utilizados pudo aportar la menor pista para su desciframiento, no obstante aplicarse en función de las lenguas que se suponía conocía el autor de aquellas páginas. En cuanto a los antiguos libros encontrados en el domicilio de los Whateley, si bien presentaban un gran interés y en varios casos prometían abrir nuevas y tenebrosas vías de investigación entre los filósofos y hombres de ciencia, no contribuyeron para nada a dilucidar el enigma. Uno de ellos, un pesado volumen con un cierre metálico, estaba escrito en otro alfabeto igualmente desconocido, si bien sus caracteres eran muy diferentes y guardaba cierta semejanza con el sánscrito. Finalmente, el viejo libro mayor cayó en manos del Dr. Armitage, y ello tanto en atención al especial interés que había demostrado en el caso Whateley como por sus vastos conocimientos lingüísticos y experiencia en las fórmulas místicas de la antigüedad y del medioevo.</p><p> Armitage sabía que el alfabeto era utilizado con fines esotéricos por ciertos cultos arcanos procedentes de épocas pasadas y que habían adoptado numerosos rituales y tradiciones de los zahoríes del mundo sarraceno. </p><p> Ahora bien, aquello no pasaba de tener una importancia secundaria, pues no era necesario conocer el origen de los símbolos si, como sospechaba, eran utilizados a modo de criptogramas dentro de una lengua moderna. </p><p> Estaba persuadido de que, habida cuenta de la voluminosa cantidad de texto que contenía, el autor difícilmente se habría tomado la molestia de utilizar otra lengua que la suya, salvo quizás a la hora de expresar ciertas fórmulas mágicas o conjuros especiales. En consecuencia, se dispuso a atacar el manuscrito partiendo de la hipótesis de que el grueso del mismo se hallaba en inglés.</p><p> Armitage sabía muy bien, tras los repetidos fracasos de sus colegas, que el enigma que encerraba aquel texto resultaría difícil de desentrañar y sería tarea harto dificultosa, por lo que había que desechar cualquier intento de aplicar métodos sencillos de investigación. La última decena de agosto la dedicó a recopilar todos los tratados de criptografía que pudo encontrar, echando mano de la copiosa bibliografía con que contaba la biblioteca y descifrando noche tras noche los saberes arcanos que se ocultaban en textos como la Poligrophia de Tritemio, el De furtivis literarum notis de Giambattista Porta, el Traité des chiffres de De Vigenere, el Cryptomenysis patefacta de Falconer, los tratados del siglo XVIII de Davys y Thicknesse y otros de autoridades en la materia tan recientes como Blair, Von Marten, amén de los escritos de Kluber. Con el tiempo acabó por convencerse de que se enfrentaba a uno de esos criptogramas especialmente sutiles e ingeniosos en los que muchas listas de letras separadas y que se corresponden entre sí se hallan dispuestas como si se tratara de una tabla de multiplicar, construyéndose el mensaje a partir de palabras clave arbitrarias sólo conocidas por los iniciados. Las autoridades de mayor antigüedad parecían ser de ayuda bastante más valiosa que las de épocas más recientes, de lo que Armitage dedujo que el código del manuscrito debía tener una gran antigüedad, transmitido sin duda a través de toda una larga cadena de ensayistas místicos. Varias veces pareció estar a punto de ver la luz esclarecedora, pero, de repente, algún obstáculo imprevisto le hacía retroceder en la marcha de la investigación. Hasta que, prácticamente ya encima septiembre, las nubes empezaron a clarear. Ciertas letras, tal como estaban utilizadas en determinados pasajes del manuscrito, fueron identificadas definitiva e inequívocamente, poniéndose de manifiesto que el texto se hallaba escrito en inglés.</p><p> En la tarde del dos de septiembre cayó, por fin, la última barrera importante que se interponía a la inteligibilidad del texto, y Armitage vio coronados sus esfuerzos al leer por vez primera un pasaje entero de los anales de Wilbur Whateley. En realidad se trataba de un diario, como todo hacía suponer, y estaba redactado en un estilo que mostraba claramente una mezcolanza de profunda erudición en el campo de las ciencias ocultas y de incultura general por parte del extraño ser que lo escribió. Ya el primer pasaje extenso que logró descifrar Armitage - una anotación fechada el 26 de noviembre de 1916 - resultó harto asombroso e intranquilizador. </p><p> Recordó que el autor de aquellas líneas era un niño de tres años y medio por entonces, si bien aparentaba ser un adolescente de doce o trece.</p> <p>Hoy aprendí el Aklo para el Sabaoth, pero no me gustó pues podía responderse desde la montaña y no desde el aire. Lo del piso de arriba me aventaja más de lo que pensaba y no parece que tenga mucho cerebro terrestre. Al ir a morderme maté de un tiro a Jack, el perro pastor de Elam Hutchins, y Elam dijo que si llegaba a morderme me mataría. Confío en que no lo haga. Anoche el abuelo me hizo pronunciar la fórmula mágica Dho y me pareció ver la ciudad secreta en los dos polos magnéticos. Una vez arrasada la tierra iré a esos polos, si es que no logro comprender la fórmula Dho-Hna cuando la aprenda. Los del aire me dijeron en el Sabat que la tarea de arrasar la tierra me llevará muchos años; para entonces supongo que ya habrá muerto el abuelo, así que voy a tener que aprender la posición de todos los ángulos de las superficies planas y todas las fórmulas mágicas que hay entre Yr y Nhhngr. Los del exterior me ayudarán, pero para cobrar forma corpórea requieren sangre humana. Parece que lo de arriba tendrá buen aspecto. Puedo vislumbrarlo cuando hago la señal Voorish o soplo los polvos de Ibn Ghazi, y se parece mucho a ellos el día de la Víspera de mayo en la Montaña. La otra cara la encuentro algo borrosa. Me pregunto cómo seré cuando la tierra haya sido arrasada y no quede ni un solo ser sobre ella. El que vino con el Aklo Sabaoth dijo que podría transfigurarme para parecer menos del exterior y seguir haciendo cosas.</p> <p>El amanecer encontró al Dr. Armitage sudoroso y despavorido de terror, totalmente enfrascado en su lectura. No había levantado los ojos del manuscrito en toda la noche. Sentado en su escritorio, a la luz de una lámpara eléctrica, fue pasando página tras página con temblorosa mano a medida que descifraba el críptico texto. En medio de semejante estado de agitación había telefoneado a su mujer para decirle que no iría a dormir aquella noche, y cuando a la mañana siguiente le llevó el desayuno a la biblioteca apenas probó bocado. No paró de leer ni un instante durante todo el día, deteniéndose con gran desesperación una que otra vez siempre que se hacía necesario volver a aplicar la intrincada clave para desentrañar el texto. Le llevaron la comida y la cena a su despacho, pero apenas tomó una pizca. Al día siguiente, ya bien entrada la noche se quedó adormecido sobre la silla, pero no tardaría en despertarse tras asaltarle unas pesadillas casi tan horribles como la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera y que acababa de descubrir.</p><p> La mañana del cuatro de septiembre el profesor Rice y el Dr. Morgan insistieron en ver a Armitage siquiera un momento, saliendo de la entrevista temblorosos y con el semblante demudado. Al anochecer Armitage se fue a la cama, pero sólo esporádicamente pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, miércoles, volvió a enfrascarse en la lectura del manuscrito y tomó infinidad de notas, tanto de los pasajes que iba leyendo como de los ya descifrados. En la madrugada se quedó dormido unos momentos en un sillón del despacho, pero antes de que amaneciese ya estaba de nuevo con la vista sobre el manuscrito. Aún no habían dado las doce cuando su médico, el doctor Hartwell, fue a verle e insistió, por su propio bien, en la necesidad de que dejase de trabajar. Pero Armitage se negó a seguir los consejos del médico, alegando que para él era de vital importancia acabar de leer el diario, al tiempo que le prometía una explicación más detallada en su debido momento. Aquella tarde, justo en el momento en que empezaba a oscurecer, acabó su alucinante y agotadora lectura y se dejó caer sobre la silla totalmente exhausto. Su mujer, que acudió a llevarle la cena, le encontró postrado en un estado casi comatoso, pero Armitage aún conservaba la conciencia suficiente como para proferir un fenomenal grito, que la hizo retroceder al advertir que sus ojos se posaban en las notas que había tomado. Levantándose a duras penas de la silla, recogió las hojas garrapateadas que había sobre la mesa y las metió en un gran sobre que guardó en el bolsillo interior del abrigo. Aún le quedaban fuerzas para regresar a casa por su propio pie, pero era tan evidente que precisaba de auxilios médicos que hubo que llamar urgentemente al doctor Hartwell. Al irse a la cama, siguiendo las indicaciones del médico, no cesaba de repetir una y otra vez "Pero, ¿qué hacer, Dios mío? ¿qué hacer?" Armitage durmió toda aquella noche, pero al día siguiente estuvo delirando a intervalos. No dio ninguna explicación al doctor Hartwell, pero en sus momentos de lucidez hablaba de la imperiosa necesidad de mantener una larga reunión con Rice y Morgan. No había quien entendiera sus desvaríos, en los que hacía desesperados llamamientos para que se destruyera algo que decía se encontraba en una casa herméticamente cerrada con tablones, al tiempo que hacía increíbles alusiones a un plan para eliminar de la faz de la tierra a toda la especie humana, y a toda la vida vegetal y animal, que se proponía llevar a cabo una terrible y antiquísima raza de seres procedentes de otras dimensiones siderales. En sus gritos decía cosas tales como que el mundo estaba en peligro, pues los Seres Ancianos se habían propuesto desmantelarlo y barrerlo del sistema solar y del cosmos de la materia para sumirlo en otro nivel, o fase incorpórea, del que había salido hacía billones y billones de milenios. En otros momentos pedía que le trajeran el temible Necronomicón y el Daemonoletreia de Remigio, volúmenes ambos en los que estaba persuadido de encontrar la fórmula mágica con la que conjurar tan aterrador peligro.</p><p> -¡Hay que detenerlos, hay que detenerlos como sea! - se lanzaba a gritar desesperadamente -. Los Whateley se proponen abrirles el camino, y lo peor de todo aún está por llegar. Digan a Rice y Morgan que hay que hacer algo. Es una operación que entraña un gran peligro, pero yo sé cómo fabricar los polvos... No ha recibido ningún alimento desde el dos de agosto, el día en que Wilbur vino a morir aquí, y a estas alturas...</p><p> Pero Armitage, pese a sus setenta y tres años, tenía aún una naturaleza resistente y el trastorno se le pasó en el curso de la noche y no vino acompañado de fiebres. El viernes se levantó ya avanzado el día, con la cabeza despejada, aunque con el semblante adusto por el miedo que le roía las entrañas y por la tremenda responsabilidad que ahora pesaba sobre él. </p><p> El sábado por la tarde se sintió con fuerzas para ir a la biblioteca y mantener una reunión con Rice y Morgan; los tres hombres estuvieron devanándose los sesos el resto del día con las más increíbles especulaciones y los más alucinantes debates. Sacaron montones de terribles libros sobre saberes arcanos de las estanterías y de los lugares donde estaban encerrados a buen recaudo, y estuvieron copiando esquemas y fórmulas mágicas con febril premura y en cantidades ingentes. No cabía la menor duda al respecto. Los tres habían visto el agonizante cuerpo de Wilbur Whateley postrado en una estancia de aquel mismo edificio, por lo que a ninguno de ellos se le pasó siquiera por la cabeza considerar el diario como los delirios de un loco.</p><p> Las opiniones sobre la conveniencia de dar cuenta a la policía de Massachusetts estaban encontradas, imponiéndose la negativa en última instancia. Había cosas en todo aquello que resultaban muy difíciles, por no decir imposibles, de creer por quienes no estaban al tanto de todo lo que allí sucedía, como muy bien se vería tras varias investigaciones realizadas con posterioridad a los hechos. Ya entrada la noche la sesión se levantó sin que hubieran trazado un plan definitivo, pero durante todo el domingo Armitage estuvo ocupado cotejando fórmulas mágicas y haciendo combinaciones de productos químicos sacados del laboratorio de la universidad. Cuanto más pensaba en el infernal diario, más dudas le asaltaban sobre la eficacia de cualquier agente material para destruir al ser que Wilbur Whateley había dejado tras de sí... el amenazador ser, desconocido para él, que unas horas después habría de abatirse sobre la localidad y acabaría siendo trágicamente conocido por el horror de Dunwich.</p><p> El lunes apenas difirió de la víspera para Armitage, pues la tarea en que estaba embarcado requería continuas búsquedas y experimentos. Nuevas consultas del diario de aquel monstruoso ser trajeron como consecuencia una serie de cambios en el plan originalmente trazado, y, con todo, sabía que al final seguiría adoleciendo de grandes faltas y riesgos. Para el martes ya había esbozado una línea precisa de actuación y creía que en menos de una semana estaría en condiciones de trasladarse a Dunwich. Pero con el miércoles vino la gran conmoción. Casi desapercibido, en una esquina del Arkham Advertiser, podía verse un pequeño despacho de la agencia Associated Press en el que se comentaba en tono jocoso que el whisky introducido de contrabando en Dunwich había producido un monstruo que batía todos los récords. Armitage, sobrecogido ante la noticia, telefoneó al instante a Rice y a Morgan. Hasta bien entrada la noche estuvieron debatiendo los planes a seguir, y al día siguiente se lanzaron apresuradamente a hacer los preparativos para el viaje. Armitage sabía muy bien que iban a tener que habérselas con pavorosas fuerzas, pero también veía claramente que era el único medio de acabar con aquel maléfico embrollo que otros antes que él habían venido a complicar y agravar.</p> <p class="Estilo1" align="center">IX</p> <p>El viernes por la mañana Armitage, Rice y Morgan salieron en automóvil hacia Dunwich, llegando al pueblo sobre la una de la tarde. Hacía un día espléndido, pero hasta en el fuerte sol reinante parecía presagiarse una inquietante calma, como si algo espantoso se cerniese sobre aquellas montañas extrañamente rematadas en forma de bóveda y sobre los profundos y sombríos barrancos de la asolada región. De vez en cuando podía divisarse recortado contra el cielo un lúgubre círculo de piedras en las cumbres montañosas. Por la atmósfera de silenciosa tensión que se respiraba en la tienda de Osborn, los tres investigadores comprendieron que algo horrible había sucedido, y pronto se enteraron de la desaparición de la casa y de la familia entera de Elmer Frye. Durante toda la tarde estuvieron recorriendo los alrededores de Dunwich, preguntando a la gente qué había sucedido y viendo con sus propios ojos, en medio de un creciente horror, las pavorosas ruinas de la casa de los Frye con sus persistentes restos de aquella sustancia bituminosa, las espantosas huellas dejadas en el corral, el ganado malherido de Seth Bishop y las impresionantes franjas de vegetación arrasada que había por doquier. El sendero dejado a todo lo largo de Sentinel Hill le pareció a Armitage de una significación casi devastadora, y durante un buen rato se quedó mirando la siniestra piedra en forma de altar que se divisaba en la cima.</p><p> Finalmente, los investigadores de Arkham, enterados de que aquella misma mañana habían llegado unos policías de Aylesbury en respuesta a las primeras llamadas telefónicas dando cuenta de la tragedia acaecida a los Frye, resolvieron ir en busca de los agentes y contrastar con ellos sus impresiones sobre la situación. Pero una cosa fue decirlo y otra hacerlo, pues no se veía a los policías por ninguna parte. Habían venido en total cinco en un coche, que se encontró abandonado en un lugar próximo a las ruinas del corral de Elmer Frye. Las gentes de la localidad, que hacía tan sólo un rato habían estado hablando con los policías, se hallaban tan perplejas como Armitage y sus compañeros. Fue entonces cuando al viejo Sam Hutchins se le vino a la cabeza una idea y, lívido, dio un codazo a Fred Farr al tiempo que apuntaba hacia el profundo y rezumante abismo que se abría frente a ellos.</p><p> -¡Dios mío!. - dijo jadeando - ¡Mira que les advertí que no bajasen al barranco! Jamás se me ocurrió que fuera a meterse nadie ahí con esas huellas y ese olor y con las chotacabras armando tal griterío a plena luz del día...</p><p> Un escalofrío se apoderó de todos los congregados - granjeros e investigadores - al oír las palabras del viejo Hutchins, y todos aguzaron instintivamente el oído. Armitage, ahora que se encontraba por vez primera frente al horror y su destructiva labor, no pudo evitar temblar ante la responsabilidad que se le venía encima. Pronto caería la noche sobre la comarca, las horas en que la gigantesca monstruosidad salía de su cubil para proseguir sus pavorosas incursiones. Negotium perambulans in tenebris... El anciano bibliotecario se puso a recitar la fórmula mágica que había aprendido de memoria, al tiempo que estrujaba con la mano el papel en que se contenía la otra fórmula alternativa que no había memorizado. </p><p> Seguidamente, comprobó que su linterna se encontraba en perfecto estado. </p><p> Rice, que estaba a su lado, sacó de un maletín un pulverizador de esos que se utilizan para combatir los insectos, mientras Morgan desenfundaba el rifle de caza en el que seguía confiando pese a las advertencias de sus compañeros de que las armas no valdrían de nada frente a tan monstruoso ser.</p><p> Armitage, que había leído el estremecedor diario de Wilbur, sabía muy bien qué base de materialización podía esperarse, pero no quiso atemorizar más a los vecinos de Dunwich con nuevas insinuaciones o pistas. Esperaba poder librar al mundo de aquel horror sin que nadie se enterase de la amenaza que se cernía sobre la humanidad entera. A medida que la oscuridad fue haciéndose más densa los vecinos de Dunwich comenzaron a dispersarse y emprendieron el regreso a casa, ansiosos por encerrarse en su interior pese a la evidencia de que no había cerrojo o cerradura que pudiese resistir los embates de un ser de tal descomunal fuerza que podía tronchar árboles y triturar casas a su antojo. Sacudieron la cabeza al enterarse del plan que tenían los investigadores de permanecer de guardia en las ruinas de la granja de Frye próxima al barranco. Al despedirse de ellos, apenas albergaban esperanzas de volver a verlos con vida a la mañana siguiente.</p><p> Aquella noche se oyó un enorme fragor en las montañas y las chotacabras chirriaron con endiablado estrépito. De vez en cuando, el viento que subía del fondo del barranco de Cold Spring traía un hedor insoportable a la ya cargada atmósfera nocturna, un hedor como el que aquellos tres hombres ya habían percibido en una anterior ocasión al encontrarse frente a aquella moribunda criatura que durante quince años y medio pasó por un ser humano. Pero la tan esperada monstruosidad no se dejó ver en toda la noche. No cabía duda, lo que había en el fondo del barranco aguardaba el momento propicio, y Armitage dijo a sus compañeros que sería suicida intentar atacarlo en medio de la oscuridad nocturna.</p><p> Al amanecer cesaron los ruidos. El día se levantó gris, desapacible y con ocasionales ráfagas de lluvia, mientras oscuros nubarrones se acumulaban del otro lado de la montaña, en dirección noroeste. Los tres científicos de Arkham no sabían qué hacer. Comoquiera que la lluvia arreciase se guarecieron bajo una de las pocas construcciones de la granja de los Frye que aún quedaban en pie, en donde debatieron la conveniencia de seguir esperando o arriesgarse y bajar al fondo del barranco a la caza de la monstruosa y abominable presa. El aguacero arreciaba por momentos y en la lejanía se oía el fragor producido por los truenos, en tanto que el cielo resplandecía por los relámpagos que lo rasgaban, y muy cerca de donde se encontraban se vio caer un rayo, como si directamente se dirigiese al maldito barranco. El cielo se oscureció totalmente, y los tres científicos esperaban que la tormenta, aunque violenta, pasara rápidamente y luego esclareciera.</p><p> Aún seguía cubierto de oscuros nubarrones el cielo cuando, no haría siquiera una hora, hasta ellos llegó un auténtico babel de voces que se acercaba por el camino. Al poco, pudo divisarse un grupo despavorido integrado por algo más de una docena de hombres que venían corriendo, y no cesaban de gritar y hasta de sollozar histéricamente. Uno de los que marchaban a la cabeza prorrumpió a balbucir palabras sin sentido, sintiendo un pavoroso escalofrío los investigadores de Arkham cuando las palabras adquirieron coherencia.</p><p> -¡Oh, Dios mío, Dios mío! - se oyó decir a alguien con una voz entrecortada - .Vuelve de nuevo, y esta vez en pleno día! ¡Ha salido, ha salido y se mueve en estos momentos! ¡Que el Señor nos proteja! Tras oírse unos jadeos, la voz se sumió en el silencio, pero otro de los hombres retomó el hilo de lo que decía el primero.</p><p> - Hace casi una hora Zeb Whateley oyó sonar el teléfono. Quien llamaba era Mrs. Corey, la mujer de George, el que vive abajo en el cruce. Dijo que Luther, el mozo, había salido en busca de las vacas al ver el tremendo rayo que cayó, cuando observó que los árboles se doblaban en la boca del barranco - del lado opuesto de la vertiente - y percibió el mismo hedor que se respiraba en las inmediaciones de las grandes huellas el lunes por la mañana. Y según ella, Luther dijo haber oído una especie de crujido o chapoteo, un ruido mucho más fuerte que el producido por los árboles o arbustos al doblarse, y de repente los árboles que había a orillas del camino se inclinaron hacia un lado y se oyó un horrible ruido de pisadas y un chapoteo en el barro. Pero, aparte de los árboles y la maleza doblados, Luther no vio nada.</p><p> Luego, más allá de donde el arroyo Bishop pasa por debajo del camino pudo oír unos espantosos crujidos y chasquidos en el puente, y dijo que parecía como si fuese madera que estuviese resquebrajándose. Pero, aparte de los árboles y los matorrales doblados, no vio nada en absoluto. Y cuando los crujidos se perdieron a lo lejos - en el camino que lleva a la granja del brujo Whateley y a la cumbre de Sentinel Hill -, Luther tuvo el valor de acercarse al lugar donde se oyeron los ruidos primero y se puso a mirar al suelo. No se veía otra cosa que agua y barro, el cielo estaba encapotado y la lluvia que caía empezaba a borrar las huellas, pero cerca de la boca del barranco, donde los árboles se hallaban caídos por el suelo, aún había unas horribles huellas tan gigantescas como las que vio el lunes pasado.</p><p> Al llegar aquí, tomó la palabra el hombre que había hablado en primer lugar.</p><p> - Pero eso no es lo malo; eso fue sólo el principio. Zeb convocó a la gente y todos estaban escuchando cuando se cortó una llamada telefónica que hacían desde la casa de Seth Bishop. Sally, la mujer de Seth, no paraba de hablar en tono muy acalorado, acababa de ver los árboles tronchados al borde del camino, y dijo que una especie de ruido acorchado, parecido al de las pisadas de un elefante, se dirigía hacia la casa. Luego, dijo que un olor espantoso se metió de repente por todos los rincones de la casa y que su hijo Chauncey no cesaba de gritar que el olor era idéntico al que había en las ruinas de la granja de Whateley el lunes por la mañana. Y, a todo esto, los perros no paraban de lanzar horribles aullidos y ladridos.</p><p> De repente, Sally pego un fenomenal grito y dijo que el cobertizo que había junto al camino se había derrumbado como si la tormenta se lo hubiese llevado por delante, sólo que apenas corría viento para pensar en algo así. </p><p> Todos escuchábamos con atención y a través del hilo podía oírse el jadeo de multitud de gargantas pegadas al teléfono. De repente, Sally volvió a proferir un espantoso grito y dijo que la cerca que había delante de la casa acababa de derrumbarse, aunque no se veía la menor señal que indicara a qué podría deberse. Luego, todos los que estaban pegados al hilo oyeron chillar también a Chauncey y al viejo Seth Bishop, y Sally decía a gritos que algo enorme había caído encima de la casa, no un rayo ni nada por el estilo, sino algo descomunal que se abalanzaba contra la fachada y los embates eran constates, aunque no se veía nada a través de las ventanas. Y luego... y luego... El terror podía verse reflejado en todos los rostros, y Armitage, aun cuando no estaba menos aterrado, tuvo el aplomo suficiente para decirle a quien tenía la palabra que prosiguiera.</p><p> - Y luego... luego, Sally lanzó un grito estremecedor y dijo "¡Socorro! ¡La casa se viene abajo!"... Y desde el otro lado del hilo pudimos oír un fenomenal estruendo y un espantoso griterío... igual que pasó con la granja de Elmer Frye, sólo que esta vez peor...</p><p> El hombre que hablaba hizo una pausa, y otro de los que venía en el grupo prosiguió el relato.</p><p> - Eso fue todo. No volvió a oírse ni un ruido ni un chillido más. Sólo el más absoluto silencio. Quienes lo escuchamos sacamos nuestros coches y furgonetas, y a continuación nos reunimos en casa de Corey todos los hombres sanos y robustos que pudimos encontrar, y hemos venido hasta aquí para que nos aconsejen qué hacer ahora. Es posible que todo sea un castigo del Señor por nuestras iniquidades, un castigo del que ningún mortal puede escapar.</p><p> Armitage comprendió que había llegado el momento de hacer algo y, con aire resuelto, se dirigió al vacilante grupo de despavoridos campesinos.</p><p> - No queda más remedio que seguirlo, señores - dijo tratando de dar a su voz el tono más tranquilizador posible -. Creo que hay una posibilidad de acabar de una vez por todas con lo que quiera que sea ese monstruo. Todos ustedes conocen de sobra la fama de brujos que tenían los Whateley, pues bien, este abominable ser tiene mucho de brujería, y para acabar con él hay que recurrir a los mismos procedimientos que utilizaban ellos. He visto el diario de Wilbur Whateley y examinado algunos de los extraños y antiguos libros que acostumbraba a leer, y creo conocer el conjuro que debe pronunciarse para que desaparezca para siempre. Naturalmente, no puede hablarse de una seguridad total, pero vale la pena intentarlo. Es invisible - como me imaginaba -, pero este pulverizador de largo alcance contiene unos polvos que deben hacerlo visible por unos instantes. Dentro de un rato vamos a verlo. Es realmente un ser pavoroso, pero aún hubiese sido mucho peor si Wilbur hubiese seguido con vida. Nunca llegará a saberse bien de qué se libró la humanidad con su muerte. Ahora sólo tenemos un monstruo contra el que luchar, pero sabemos que no puede multiplicarse. Con todo, es posible que cause aún mucho daño, así que no hemos de dudar a la hora de librar al pueblo de semejante monstruo.</p><p> "Hay que seguirlo, pues, y la forma de hacerlo es ir a la granja que acaba de ser destruida. Que alguien vaya delante, pues no conozco bien estos caminos, pero supongo que debe haber un atajo. ¿Están de acuerdo? Los hombres se movieron inquietos sin saber qué hacer, y Earl Sawyer, apuntando con un dedo tiznado por entre la cortina de lluvia que amainaba por momentos, dijo con voz suave: "Creo que el camino más rápido para llegar a la granja de Seth Bishop es atravesar el prado que se ve ahí abajo y vadear el arroyo por donde es menos profundo, para subir luego por las rastrojeras de Carrier y los bosques que hay a continuación. Al final se llega al camino alto que pasa a orillas de la granja de Seth, que está del otro lado." Armitage, Rice y Morgan se pusieron a caminar en la dirección indicada, mientras la mayoría de los aldeanos marchaban lentamente tras ellos. El cielo empezaba a clarear y todo parecía indicar que la tormenta había pasado. Cuando Armitage tomaba involuntariamente una dirección equivocada, Joe Osborn se lo indicaba y se ponía delante para mostrar el camino. El valor y la confianza de los hombres del grupo crecían por momentos, aunque la luz crepuscular de la frondosa ladera casi cortada a pico que había al final del atajo - por entre cuyos fantásticos y añejos árboles hubieron de trepar cual si de una escalera se tratase - pusieron tales cualidades a prueba.</p><p> Al final, llegaron a un camino lleno de barro justo al tiempo que salía el sol. Se hallaban algo más allá de la finca de Seth Bishop, pero los árboles tronchados y las inequívocas y horribles huellas eran buena prueba de que ya había pasado por allí el monstruo. Apenas se detuvieron unos momentos a contemplar los restos que quedaban en torno al gran hoyo. Era exactamente lo mismo que sucedió con los Frye, y nada vivo ni muerto podía verse entre las ruinas de lo que en otro tiempo fueran la granja y el establo de los Bishop. Nadie quiso permanecer allí mucho tiempo entre aquel hedor insoportable y aquella viscosidad bituminosa; todos volvieron instintivamente al sendero de espantosas huellas que se dirigían hacia la granja en ruinas de los Whateley y las laderas coronadas en forma de altar de Sentinel Hill.</p><p> Al pasar ante lo que fuera morada de Wilbur Whateley todos los integrantes del grupo se estremecieron visiblemente y sus ánimos comenzaron a flaquear. No tenía nada de divertido seguir la pista de algo tan grande como una casa y no lograr verlo, si bien podía respirarse en el ambiente una maléfica presencia infernal. Frente al pie de Sentinel Hill las huellas dejaban el camino podía apreciarse aún fresca la vegetación aplastada y tronchada a lo largo de la ancha franja que marcaba el camino seguido por el monstruo en su anterior subida y descenso de la montaña.</p><p> Armitage sacó un potente catalejo y se puso a escrutar las verdes laderas de Sentinel Hill. Seguidamente, se lo pasó a Morgan, que gozaba de una visión más aguda. Tras mirar unos instantes por el aparato Morgan lanzó un pavoroso grito, pasándoselo seguidamente a Earl Sawyer a la vez que le señalaba con el dedo un determinado punto de la ladera. Sawyer, tan desmañado como la mayoría de quienes no están acostumbrados a utilizar instrumentos ópticos, estuvo dándole vueltas unos segundos hasta que finalmente, y gracias a la ayuda de Armitage, logró centrar el objetivo. Al localizar el punto, su grito aún fue más estridente que el de Morgan.</p><p> -¡Dios Todopoderoso, la hierba y los matorrales se mueven! Está subiendo... lentamente... como si reptara... en estos momentos llega a la cima. ¡Qué el cielo nos ampare! El germen del pánico pareció cundir entre los expedicionarios. Una cosa era salir a la caza del monstruoso ser, y otra muy distinta encontrarlo. Era muy posible que los conjuros funcionaran, pero ¿y si fallaban? Empezaron a levantarse voces en las que se le formulaba a Armitage todo tipo de preguntas acerca del monstruo, pero ninguna parecía satisfacerles. Todos tenían la impresión de hallarse muy próximos a fases de la naturaleza y de la vida absolutamente extraordinarias y radicalmente ajenas a la existencia misma de la humanidad.</p> <p class="Estilo1" align="center">X</p> <p>Al final, los tres investigadores venidos de Arkham - el Dr. Armitage, de canosa barba, el profesor Rice, rechoncho y de cabellos plateados, y el Dr. </p><p> Morgan, delgado y de aspecto juvenil - acabaron subiendo solos la montaña. Tras instruir con suma paciencia a los aldeanos sobre cómo enfocar y utilizar el catalejo, lo dejaron con el atemorizado grupo que se quedó en el camino. A medida que subían aquellos tres hombres, los aldeanos fueron pasándoselo de mano en mano para poder verlos de cerca. </p><p> La subida era ardua, y en más de una ocasión tuvieron que echar una mano a Armitage. Muy por encima del esforzado grupo expedicionario el gran sendero abierto en la montaña retumbaba como si su infernal hacedor volviera a pasar por él con premiosa alevosía. Así pues, era patente que los perseguidores cobraban terreno.</p><p> Curtis Whateley - de la rama no degenerada de los Whateley - era quien miraba por el catalejo cuando los investigadores de Arkham se desviaron del sendero. Curtis dijo al resto del grupo que, sin duda, los tres hombres trataban de llegar a un pico inferior desde el que se divisaba el sendero, en un lugar muy por encima de donde se estaba aplastando la vegetación en aquellos momentos. Y así fue en realidad, pues los expedicionarios alcanzaron la pequeña elevación al poco de que el invisible monstruo pasara por allí.</p><p> Luego, Wesley Corey, que a la sazón miraba por el objetivo, gritó con todas sus fuerzas que Armitage se había puesto a ajustar el pulverizador que llevaba Rice, y todo indicaba que algo iba a ocurrir de un momento a otro. El desasosiego empezó a cundir entre el grupo del camino, pues, según les habían dicho, el pulverizador debería hacer visible por unos instantes al desconocido horror. Dos o tres hombres cerraron los ojos, en tanto que Curtis Whateley arrebató el catalejo a Wesley y lo dirigió hacia el punto más distante posible. Puro ver que Rice, desde el lugar de observación en que se encontraban los expedicionarios - por encima y justo detrás del monstruoso ser - tenía una excelente oportunidad para intentar diseminar los potentes polvos de prodigiosos efectos.</p><p> El resto de los que estaban en el camino sólo pudieron ver el fugaz resplandor de una nube grisácea - una nube del tamaño de un edificio relativamente alto - próxima a la cima de la montaña. Curtis, que era quien en aquellos momentos miraba por el catalejo, lo dejó caer de golpe sobre el barro que les cubría hasta los tobillos, al tiempo que lanzaba un grito aterrador. Se tambaleó, y habría caído al suelo de no ser por dos o tres compañeros que le ayudaron y le sostuvieron en pie. Un casi inaudible gemido era lo único que salía de sus labios.</p><p> -¡Oh, oh, Dios Todopoderoso!... eso... eso...</p><p> Luego se organizó. un auténtico pandemónium, pues todos querían preguntar a la vez, y sólo Henry Wheeler se ocupó de recoger el catalejo caído en tierra y de limpiarle el barro. Curtis seguía diciendo incoherencias y ni siquiera respuestas aisladas conseguía dar.</p><p> - Es mayor que un establo... todo hecho de cuerdas retorcidas... tiene una forma parecida a un huevo de gallina, pero enorme, con docenas de patas... </p><p> como grandes toneles medio cerrados que se echaran a rodar... no se ve que tenga nada sólido... es de una sustancia gelatinosa y está hecho de cuerdas sueltas y retorcidas, como si las hubieran pegado... tiene infinidad de enormes ojos saltones... diez o veinte bocas o trompas que le salen por todos los lados, grandes como tubos de chimenea, y no paran de moverse, abriéndose y cerrándose continuamente... todas grises, con una especie de anillos azules o violetas... ¡Dios del cielo! ¡y ese rostro semihumano encima...! El recuerdo de esto último, fuera lo que fuese, resultó demasiado fuerte para el pobre Curtis, quien perdió el sentido antes de poder articular una sola palabra más. Fred Farr y Will Hitcbins lo trasladaron a un lado del camino, dejándole tendido sobre la húmeda hierba. Henry Wheeler, temblando, cogió entre las manos el catalejo y lo enfocó hacia la montaña en un intento de ver qué pasaba. A través del objetivo podían divisarse tres pequeñas figuras que ascendían hacia la cumbre con la rapidez con que se lo permitía la abrupta pendiente. Eso era todo cuanto veía, ni más ni menos. </p><p> Luego, todos percibieron un raro e intempestivo ruido que procedía del fondo del valle a sus espaldas, e incluso salía de la misma maleza de Sentinel Hill. Era el griterío que armaba una legión de chotacabras y en su estridente coro parecía latir una tensa y maligna expectación.</p><p> Earl Sawyer cogió seguidamente el catalejo y dijo que se veía a las tres figuras de pie en la cumbre más alta, prácticamente al mismo nivel del altar de piedra, pero todavía a considerable distancia de éste. Uno de los hombres, dijo Earl Sawyer, parecía alzar los brazos por encima de su cabeza a intervalos rítmicos, y al decir esto los demás creyeron oír un tenue sonido cuasimusical a lo lejos, como si una ruidosa salmodia acompañara a sus gestos. La extraña silueta en aquel lejano pico debía constituir todo un grotesco e impresionante espectáculo, pero ninguno de los presentes se sentía con humor para hacer consideraciones estéticas.</p><p> - Me imagino que ahora están entonando el conjuro - dijo Wheeler en voz baja al tiempo que arrebataba el catalejo de manos de Sawyer. Mientras, las chotacabras chirriaban con singular estridencia y a un ritmo curiosamente irregular, que no guardaba ningún parecido con las modulaciones del ritual.</p><p> De repente, la luz del sol disminuyó sin que, a primera vista, se debiera a la acción de ninguna nube. Era un fenómeno realmente singular, y así lo apreciaron todos. Parecía como si en el interior de las montañas estuviera gestándose un estrepitoso fragor, extrañamente acorde con otro fragor que vendría del firmamento. Un relámpago rasgó el aire y los asombrados hombres buscaron en vano los indicios de la tormenta. La salmodia que entonaban los investigadores de Arkham llegaba ahora nítidamente hasta ellos, y Wheeler vio a través del catalejo que levantaban los brazos al compás de las palabras del conjuro. Podía oírse, asimismo, el furioso ladrido de los perros en una granja lejana.</p><p> Los cambios en las tonalidades de la luz solar fueron a más y los hombres apiñados en el camino seguían mirando perplejos al horizonte. Unas tinieblas violáceas, originadas como consecuencia de un espectral oscurecimiento del azul celeste, se cernían sobre las retumbantes colinas. </p><p> Seguidamente, volvió a rasgar el cielo un relámpago, algo más deslumbrante que el anterior, y todos creyeron ver como si una especie de nebulosidad se levantara en torno al altar de piedra allá en la lejana cumbre. </p><p> Nadie, empero, miraba con el catalejo en aquellos instantes. Las chotacabras seguían emitiendo sus irregulares chirridos, en tanto los hombres de Dunwich se preparaban, en medio de una gran tensión, para enfrentarse con la imponderable amenaza que parecía rondar por la atmósfera.</p><p> De repente, y sin que nadie lo esperara, se dejaron oír unos sonidos vocales sordos, cascados y roncos que jamás olvidarían los integrantes del despavorido grupo que los oyó. Pero aquellos sonidos no podían proceder de ninguna garganta humana, pues los órganos vocales del hombre no son capaces de producir semejantes atrocidades acústicas. Más bien se diría que habían salido del mismo averno, si no fuese harto evidente que su origen se encontraba en el altar de piedra de Sentinel Hill. Y hasta casi es erróneo llamar a semejantes atrocidades sonidos, por cuanto su timbre, horrible a la par que extremadamente bajo, se dirigía mucho más a lóbregos focos de la conciencia y al terror que al oído; pero uno debe calificarlos de tal, pues su forma recordaba, irrefutable aunque vagamente, a palabras semiarticuladas. Eran unos sonidos estruendosos - estruendosos cual los fragores de la montaña o los truenos por encima de los que resonaban - pero no procedían de ser visible alguno. Y como la imaginación es capaz de sugerir las más descabelladas suposiciones en cuanto a los seres invisibles se refiere, los hombres agrupados al pie de la montaña se apiñaron todavía más si cabe, y se echaron hacia atrás como si temiesen que fuera a alcanzarles un golpe fortuito.</p><p> - Ygnaiih... ygnaiih... thflthkh'ngha... Yog-Sothoth... - sonaba el horripilante graznido procedente del espacio -. Y'bthnk... h'ehye... n'grkdl'lh... En aquel momento, quienquiera que fuese el que hablase pareció titubear, como si estuviera librándose una pavorosa contienda espiritual en su interior. Henry Wheeler volvió a enfocar el catalejo, pero tan sólo divisó las tres figuras humanas grotescamente recortadas en la cima de Sentinel Hill, las cuales no paraban de agitar los brazos a un ritmo frenético y de hacer extraños gestos como si la ceremonia del conjuro estuviese próxima a su culminación. ¿De qué lóbregos avernos de terror propios del diabólico Aqueronte, de qué insondables abismos de conciencia extracósmica, de qué sombría y secularmente latente estirpe infrahumana procedían aquellos semiarticulados sonidos medio graznidos medio truenos? De repente, volvían a oírse con renovado ímpetu y coherencia al acercarse a su máximo, final y más desgarrador frenesí.</p><p> - Eh-ya-ya-ya-yahaah-e'yayayayaaaa... ngh'aaaaa... ngh'aaa... h'yuh... </p><p> ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!... pp-pp-pp-¡PADRE! ¡PADRE! ¡YOG- SOTHOTH! Eso fue todo. Los lívidos aldeanos que aguardaban en el camino sin salir de su estupor ante las palabras indiscutiblemente inglesas que habían resonado, profusa y atronadoramente, en el enfurecido y vacío espacio que había junto a la asombrosa piedra altar, no volverían a oírlas. Al punto, hubieron de dar un violento respingo ante la terrorífica detonación que pareció desgarrar la montaña; un estruendo ensordecedor e imponente, cuyo origen - ya fuese el interior de la tierra o los cielos - ninguno de los presentes supo localizar. Un único rayo cayó desde el cenit violáceo sobre la piedra altar y una gigantesca ola de inconmensurable fuerza e indescriptible hedor bajó desde la montaña bañando la comarca entera. </p><p> Arboles, maleza y hierbas fueron arrasados por la furiosa acometida, y los despavoridos aldeanos del grupo que se encontraba al pie de la montaña, debilitados por el letal hedor que casi llegaba a asfixiarles, estuvieron a punto de caer rodando por el suelo. En la lejanía se oía el furioso ladrido de los perros, en tanto que los prados y el follaje en general se marchitaban cobrando una extraña y enfermiza tonalidad grisáceo amarillenta, y los campos y bosques quedaban sembrados de chotacabras muertas.</p><p> El hedor desapareció al poco tiempo, pero la vegetación no volvió a brotar con normalidad. Incluso hoy sigue percibiéndose una extraña y nauseabunda sensación ante las plantas que crecen en las inmediaciones de aquella montaña de infausto recuerdo. Curtis Whateley comenzaba a volver en sí cuando se vio a los tres hombres de Arkham descender lentamente por la vertiente montañosa bajo los rayos de un sol cada vez más resplandeciente e inmaculado. Su semblante era grave y calmado, y parecían consternados por unas reflexiones sobre lo que venían de presenciar de naturaleza mucho más angustiosa que las que habían reducido al grupo de aldeanos a un estado de postración y acobardamiento. </p><p> En respuesta a la lluvia de preguntas que cayó sobre ellos, los tres investigadores se limitaron a sacudir la cabeza y a reafirmar un hecho de vital importancia.</p><p> - El monstruoso ser ha desaparecido para siempre - dijo Armitage -. Ha vuelto al seno de lo que era en un principio y ya no puede volver a existir. </p><p> Era una monstruosidad en un mundo normal. Sólo en una mínima parte estaba compuesto de materia, en cualquiera de las acepciones de la palabra. </p><p> Era igual que su padre, y una gran parte de su ser ha vuelto a fundirse con aquél en algún reino o dimensión desconocido allende nuestro universo material, en algún abismo desconocido del que sólo los más endiablados ritos de la malevolencia humana le permitirían salir tras invocarlo por unos momentos en las cumbres montañosas.</p><p> Seguidamente, se hizo un breve silencio, durante el cual los sentidos dispersos del infortunado Curtis Whateley volvieron a entretejerse poco a poco hasta formar una especie de continuidad, y llevándose las manos a la cabeza soltó un sordo gemido. La memoria le devolvió al momento en que le había abandonado, y volvió a invadirle la horrorosa visión que le había hecho desfallecer.</p><p> -¡Oh, oh, Dios mío, aquel rostro semihumano... aquel rostro semihumano!... aquel rostro de ojos rojos y albino pelo ensortijado, y sin mentón, igual que los Whateley... Era un pulpo, un ciempiés, una especie de araña, pero tenía una cara de forma semihumana encima de todo, y se parecía al brujo Whateley, sólo que medía yardas y yardas...</p><p> Y, exhausto, enmudeció, mientras el grupo entero de aldeanos se le quedaba mirando fijamente con una perplejidad aún no cristalizada en renovado terror. Sólo entonces el viejo Zebulón Whateley, a quien solían venirle a la cabeza antiguos recuerdos pero que no había abierto la boca hasta el momento, dijo en voz alta.</p><p> - Hace quince años - se puso a divagar -, oí decir al viejo Whateley que un día oiríamos al hijo de Lavinia pronunciar el nombre de su padre en la cumbre de Sentinel Hill...</p><p> Pero Joe Osborn le interrumpió para volver a preguntar a los hombres de Arkham.</p><p> - Pero, ¿qué era, después de todo, y cómo logró el joven brujo Whateley llamarle para que acudiera de los espacios? Armitage escogió sus palabras cuidadosamente a la hora de contestar.</p><p> - Era... bueno, era sobre todo una fuerza que no pertenece a la zona que habitamos del espacio sideral, una fuerza que actúa, crece y obedece a otras leyes distintas de las que rigen nuestra Naturaleza. A ninguno de nosotros se nos ocurre invocar a tales seres del exterior, sólo lo intentan las gentes y cultos más abominables. Y algo de ello puede decirse de Wilbur Whateley, algo que basta para hacer de él un ser demoníaco y un monstruo precoz, y para hacer de su muerte una escena de diabólico patetismo. Lo primero que pienso hacer es quemar este maldito diario, y si quieren obrar como hombres prudentes les aconsejo que dinamiten cuanto antes la piedra altar que hay en esa cima y echen abajo todos los círculos de monolitos que se levantan en las restantes montañas. Cosas así son las que, a la postre, traen a seres como esos de los que tanto gustaban los Whateley, unos seres a los que iban a dar forma terrestre para que borraran de la faz de la tierra a la especie humana y arrastraran a nuestro planeta al fondo de algún lugar execrable para alguna finalidad de naturaleza igualmente execrable.</p> "Pero por cuanto se refiere al ser que acabamos de devolver a su lugar de origen, los Whateley lo criaron para que desempeñara un terrible papel en los monstruosos hechos que iban a acontecer. Creció deprisa y se hizo muy grande por las mismas razones por las que lo hizo Wilbur, pero le superó porque contaba con un componente mayor de exterioridad. Y es innecesario preguntar por qué Wilbur lo llamó para que viniera del espacio... No lo llamó. Era su hermano gemelo, pero se parecía más a su padre que él.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-87231246735789539442007-06-30T12:23:00.000+00:002007-06-30T12:25:19.657+00:00La pata de monoLa noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.<br /><br />-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.<br /><br />-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.<br /><br />-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.<br /><br />-Mate -contestó el hijo.<br /><br />-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.<br /><br />-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.<br /><br />El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.<br /><br />-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.<br /><br />Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.<br /><br />-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.<br /><br />Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.<br /><br />-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.<br /><br />-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.<br /><br />-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.<br /><br />-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.<br /><br />-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?<br /><br />-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.<br /><br />-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.<br /><br />-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.<br /><br />Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.<br /><br />-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.<br /><br />La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.<br /><br />-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.<br /><br />-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.<br /><br />Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.<br /><br />-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.<br /><br />El sargento lo miró con tolerancia.<br /><br />-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.<br /><br />-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.<br /><br />-Se cumplieron -dijo el sargento.<br /><br />-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.<br /><br />-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.<br /><br />Habló con tanta gravedad que produjo silencio.<br /><br />-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?<br /><br />El sargento sacudió la cabeza:<br /><br />-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.<br /><br />-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?<br /><br />-No sé -contestó el otro-. No sé.<br /><br />Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.<br /><br />-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.<br /><br />-Si usted no la quiere, Morris, démela.<br /><br />-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.<br /><br />El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:<br /><br />-¿Cómo se hace?<br /><br />-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.<br /><br />-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?<br /><br />El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.<br /><br />-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.<br /><br />El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.<br /><br />-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.<br /><br />-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.<br /><br />-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.<br /><br />-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.<br /><br />El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.<br /><br />-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.<br /><br />-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.<br /><br />El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.<br /><br />-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.<br /><br />Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.<br /><br />-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.<br /><br />-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.<br /><br />-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.<br /><br />Sacudió la cabeza.<br /><br />-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.<br /><br />Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.<br /><br />-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.<br /><br />Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.<br /><br /><br />II<br /><br />A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.<br /><br />-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?<br /><br />-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.<br /><br />-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.<br /><br />-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.<br /><br />La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.<br /><br />Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.<br /><br />-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.<br /><br />-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.<br /><br />-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.<br /><br />-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?<br /><br />Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.<br /><br />Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.<br /><br />Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.<br /><br />-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.<br /><br />La señora White tuvo un sobresalto.<br /><br />-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?<br /><br />Su marido se interpuso.<br /><br />-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.<br /><br />Y lo miró patéticamente.<br /><br />-Lo siento... -empezó el otro.<br /><br />-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.<br /><br />El hombre asintió.<br /><br />-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.<br /><br />-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.<br /><br />Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.<br /><br />-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.<br /><br />-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.<br /><br />Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.<br /><br />-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.<br /><br />El otro se levantó y se acercó a la ventana.<br /><br />-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.<br /><br />No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.<br /><br />-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.<br /><br />El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?<br /><br />-Doscientas libras -fue la respuesta.<br /><br />Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.<br /><br /><br />III<br /><br />En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.<br /><br />Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.<br /><br />Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.<br /><br />El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.<br /><br />-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.<br /><br />-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.<br /><br />Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.<br /><br />-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.<br /><br />El señor White se incorporó alarmado.<br /><br />-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?<br /><br />Ella se acercó:<br /><br />-La quiero. ¿No la has destruido?<br /><br />-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?<br /><br />Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:<br /><br />-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?<br /><br />-¿Pensaste en qué? -preguntó.<br /><br />-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.<br /><br />-¿No fue bastante?<br /><br />-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.<br /><br />El hombre se sentó en la cama, temblando.<br /><br />-Dios mío, estás loca.<br /><br />-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!<br /><br />El hombre encendió la vela.<br /><br />-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.<br /><br />-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?<br /><br />-Fue una coincidencia.<br /><br />-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.<br /><br />El marido se volvió y la miró:<br /><br />-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...<br /><br />-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?<br /><br />El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.<br /><br />El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.<br /><br />Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.<br /><br />Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.<br /><br />-¡Pídelo! -gritó con violencia.<br /><br />-Es absurdo y perverso -balbuceó.<br /><br />-Pídelo -repitió la mujer.<br /><br />El hombre levantó la mano:<br /><br />-Deseo que mi hijo viva de nuevo.<br /><br />El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.<br /><br />Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.<br /><br />No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.<br /><br />Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.<br /><br />Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.<br /><br />-¿Qué es eso? -gritó la mujer.<br /><br />-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.<br /><br />La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.<br /><br />-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.<br /><br />-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.<br /><br />-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.<br /><br />-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.<br /><br />-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.<br /><br />Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:<br /><br />-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.<br /><br />Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.<br /><br />-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...<br /><br />Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.<br /><br />Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.<br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-47484160769728272882007-06-10T23:00:00.000+00:002007-06-10T23:01:50.494+00:00Un expreso del futuro<font style="color: rgb(255, 255, 255);" color="#800000">-Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón! </font> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-¿Una estación? </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Así que aquella “Utopía” se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra! </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás! </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente? </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos! </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración? </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre!</p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia: </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar? </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">-¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado! </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro! </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada. </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de profundidad? </p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);">Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.</p> <p style="color: rgb(255, 255, 255);" align="center">FIN</p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-11922452414005659882007-06-10T22:54:00.000+00:002007-06-10T22:56:27.345+00:00Frritt-Flacc<p><span style="color:#800000;">¡Frritt...!, es el viento que se desencadena. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">¡Flacc...!, es la lluvia que cae a torrentes. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">La mugiente ráfaga encorva los árboles de la costa volsiniana, y va a estrellarse contra el flanco de las montañas de Crimma. Las altas rocas del litoral están incesantemente roídas por las olas del vasto mar del Megalocride. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Frritt...! ¡Flacc...! </span></p> <p><span style="color:#800000;">En el fondo del puerto se oculta el pueblecillo de Luktrop. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Algunos centenares de casas, con verdes miradores que apenas las defienden contra los fuertes vientos. Cuatro o cinco calles empinadas, más barrancos que vías, empedradas con guijarros, manchadas por las escorias que proyectan los conos volcánicos del fondo. El volcán no está lejos: el Vanglor. Durante el día, sus emanaciones se esparcen bajo la forma de vapores sulfurosos. Por la noche, de tanto en tanto, se producen fuertes erupciones de llamas. Como un faro, con un alcance de ciento cincuenta kilómetros, el Vanglor señala el puerto de Luktrop a los buques de cabotaje, barcos de pesca y transbordadores cuyas rodas cortan las aguas del Megalocride. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Al otro lado de la villa se amontonan algunas ruinas de la época crimmeriana. Tras un arrabal de aspecto árabe, una kasbah de blancas paredes, techos redondos y azoteas devoradas por el sol. Es un cúmulo de piedras arrojadas al azar, un verdadero montón de dados cuyos puntos hubieran sido borrados por la pátina del tiempo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Entre todos ellos se destaca el Seis-Cuatro, nombre dado a una construcción extraña, de techo cuadrado, con seis ventanas en una cara y cuatro en la otra. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Un campanario domina la villa: el campanario cuadrado de Santa Philfilene, con campanas suspendidas del grosor de los muros, que el huracán hace resonar algunas veces. Mala señal. Cuando esto sucede, los habitantes tiemblan. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Esto es Luktrop. Unas cuantas moradas, miserables chozas esparcidas en la campiña, en medio de retamas y brezos, passim, como en Bretaña. Pero no estamos en Bretaña. ¿Estamos en Francia? No lo sé. ¿En Europa? Lo ignoro. </span></p> <p><span style="color:#800000;">De todos modos, no busquen Luktrop en el mapa, ni siquiera en el atlas de Stieler. </span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">II</span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Froc...! Un discreto golpe resuena en la estrecha puerta del Seis-Cuatro, abierta en el ángulo izquierdo de la calle Messagliere. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Es una casa de las más confortables, si esa palabra tiene algún sentido en Luktrop; una de las más ricas, si el ganar un año por otro algunos miles de fretzers constituye alguna riqueza. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Al froc ha respondido uno de esos ladridos salvajes, en los que hay algo de aullido, y que recuerdan el ladrido del lobo. Luego se abre, por encima de la puerta del Seis-Cuatro, una ventana de guillotina. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Al diablo los importunos! -dice una voz que revela mal humor. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Una jovencita, tiritando bajo la lluvia, envuelta en una mala capa, pregunta si el doctor Trifulgas está en casa. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Está o no está, según! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Vengo porque mi padre se está muriendo. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Dónde se muere? </span></p> <p><span style="color:#800000;">-En Val Karniu, a cuatro kertses de aquí. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Y se llama...? </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Von Kartif. </span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">III </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor Trifulgas es un hombre duro. Poco compasivo, no curaba si no era a cambio, y eso por adelantado. Su viejo Hurzof, mestizo de bulldog y faldero, tiene mas corazón que él. La casa del Seis-Cuatro inhospitalaria para los pobres, no se abre nada más que para los ricos. Además, hay una tarifa: tanto por una tifoidea, tanto por una congestión, tanto por una pericarditis, tanto por cualquier de las otras enfermedades que los médicos inventan por docenas. ¿Por qué tiene que molestarse en una noche como aquella al doctor Trifulgas?</span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Sólo el haberme hecho levantar vale ya diez fretzers! -murmuró al acostarse de nuevo.</span></p> <p><span style="color:#800000;">Apenas han transcurrido veinte minutos cuando el llamador de hierro vuelve a golpear la puerta del Seis-Cuatro. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor abandona gruñendo su caliente lecho y se asoma a la ventana. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Quién va? -grita.</span></p> <p><span style="color:#800000;">-Soy yo: la mujer de Vort Kartif. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿El hornero de Val Karniu? </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Sí! ¡Y si usted se niega a venir, morirá! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Pues bien, te quedarás viuda! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Aquí traigo veinte fretzers... </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Veinte fretzers por ir hasta Val Karniu, a cuatro kertser de aquí! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Por caridad! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Vete al diablo! </span></p> <p><span style="color:#800000;">Y la ventana vuelve a cerrarse. </span></p> <p><span style="color:#800000;">"Veinte fretzers! ¡Bonito hallazgo! ¡Arriesgarse a un catarro o a unas agujetas por veinte fretzers, sobre todo cuando mañana me esperan en Kiltreno, en casa del rico Edzingov, el gotoso, cuya gota me representa cincuenta fretzers por cada visita!" </span></p> <p><span style="color:#800000;">Pensando en esta agradable perspectiva, el doctor Trifulgas vuelve a dormirse más profundamente que antes. </span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">IV </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Frritt...! ¡Flacc...! Y luego: ¡froc...¡froc...! ¡froc...!</span></p> <p><span style="color:#800000;">A la ráfaga se le han unido esta vez tres aldabonazos, aplicados por una mano más decidida. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor duerme. Finalmente se despierta..., ¡pero de qué humor! </span></p> <p><span style="color:#800000;">Al abrir la ventana, el huracán penetra como un saco de metralla. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Es por el hornero... </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Aún ese miserable? </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Soy su madre! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Que la madre, la mujer y la hija revienten con él! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Ha sufrido un ataque.. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Pues que se defienda! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Nos han enviado algún dinero -señala la vieja-. Un adelanto sobre la venta de la casa a Dontrup, el de la calle Messagliere. ¡Si usted no acude, mi nieta no tendrá padre, mi hija no tendrá esposo y yo no tendré hijo...! </span></p> <p><span style="color:#800000;">Es a la vez conmovedora y terrible oír la voz de aquella anciana, pensar que el viento hiela la sangre en sus venas y que la lluvia cala sus huesos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Un ataque cuesta doscientos fretzers! -responde el desalmado Trifulgas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Sólo tenemos ciento veinte! </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Buenas noches! </span></p> <p><span style="color:#800000;">Y la ventana vuelve a cerrarse. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Pero, mirándolo bien, ciento veinte fretzers por hora y media de camino, más media hora de visita, hacen sesenta fretzers la hora, un fretzers por minuto. Poco beneficio, pero tampoco para desdeñar. </span></p> <p><span style="color:#800000;">En vez de volverse a acostar, el doctor se envuelve en su vestido de lana, se introduce en sus grandes botas impermeables, se cubre con su holopanda de bayeta, y con su gorro de piel en la cabeza y sus manoplas en las manos, deja encendida la lámpara cerca de su Códex, abierto en la pagina 197, y empujando la puerta del Seis-Cuatro se detiene en el umbral. </span></p> <p><span style="color:#800000;">La vieja aun sigue allí, apoyada en su bastón, descarnada por sus ochenta años de miseria. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Los ciento veinte fretzers...? </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Aquí están, y que Dios se los devuelva centuplicados!</span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Dios! ¡El dinero de Dios! ¿Hay alguien acaso que haya visto de qué color es?</span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor silba a Hurzof y, colocándole una linterna en la boca, emprende el camino. La vieja lo sigue.</span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">V </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Qué tiempo de Frritts y de Flaccs! Las campanas de Santa Philfilene se han puesto en movimiento a impulsos de la borrasca. Mala señal. ¡Bah! El doctor Trifulgas no es supersticioso, no cree en nada, ni siquiera en su ciencia, excepto en lo que le produce. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Qué tiempo! Pero también, ¡qué camino! Guijarros y escorias; guijarros, despojos arrojados por el mar sobre la playa, escorias que crepitan como los residuos de las hullas en los hornos. Ninguna otra luz mas que la vaga y vacilante de la linterna del perro Hurzof. A veces la erupción en llamas del Vanglor, en medio de las cuales parecen retorcerse extravagantes siluetas. No se sabe qué hay en el fondo de esos insondables cráteres. Tal vez las almas del mundo subterráneo que se volatilizan al salir. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor y la vieja siguen el contorno de las pequeñas bahías del litoral. El mar está teñido de un blanco lívido, blanco de duelo, y chispea al atacar la línea fosforescente de la resaca, que parece verter gusanos de luz al extenderse sobre la playa. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Ambos suben así hasta el recodo del camino, entre las dunas, cuyas atochas y juncos entrechocan con ruido de bayonetas. El perro se aproxima a su amo y aparece querer decirle: «¡Vamos! ¡Ciento veinte fretzers para encerrarlos en el arca! ¡Así se hace fortuna! ¡Una fanega más que agregar al cercado de la vida! ¡Un plato más en la cena de la noche! ¡Una empanada más para el fiel Hurzof! ¡Cuidemos a los enfermos ricos, y cuidémoslos... por su bolsa!» </span></p> <p><span style="color:#800000;">En aquel momento la vieja se detiene. Muestra con su tembloroso dedo una luz rojiza en la oscuridad. Es la casa de Vort Kartif, el hornero. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Allí? -dice el doctor. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-Sí -responde la vieja. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Harrahuau! -ladra el perro Hurzof. </span></p> <p><span style="color:#800000;">De repente truena el Vanglor, conmovido hasta los contrafuertes de su base. Un haz de fuliginosas llamas asciende al cielo, agujereando las nubes. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor Trifulgas rueda por el suelo. Jura como un cristiano, se levanta y mira. </span></p> <p><span style="color:#800000;">La vieja ya no está detrás de él. ¿Ha desaparecido en alguna grieta del terreno, o ha volado a través del frotamiento de las brumas? </span></p> <p><span style="color:#800000;">En cuanto al perro, allí está, de pie sobre sus patas traseras, con la boca abierta y la linterna apagada. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¡Adelante! -murmura el doctor Trifulgas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Ha recibido sus ciento veinte fretzers y, como hombre honrado que es, tiene que ganarlos. </span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">VI </span></p> <p><span style="color:#800000;">Sólo se ve un punto luminoso, a una distancia de medio kertse. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Es la lámpara del moribundo, del muerto tal vez. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Es, sin duda, la casa del hornero. La abuela la ha señalado con el dedo. No hay error posible. </span></p> <p><span style="color:#800000;">En medio de los silbadores Frritts, de los crepitantes Flaccs, del ruido sordo y confuso de la tormenta, el doctor Trifulgas avanza a pasos apresurados. </span></p> <p><span style="color:#800000;">A medida que avanza la casa se dibuja mejor, aislada como está en medio de la landa. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Es singular la semejanza que tiene con la del doctor, con el Seis-Cuatro de Luktrop, la misma disposición de ventanas en la fachada, la misma puertecita centrada. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor Trifulgas se apresura tanto como se lo permite la ráfaga. La puerta está entreabierta; no hay mas que empujarla. La empuja, entra, y el viento la cierra brutalmente tras él. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El perro Hurzof, fuera, aúlla, callándose por intervalos, como los chantres entre los versículos de un salmo de las Cuarenta Horas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Es extraño! Diríase que el doctor ha vuelto a su propia casa. Sin embargo, no se ha extraviado. </span></p> <p><span style="color:#800000;">No ha dado un rodeo que le haya conducido al punto de partida. Se halla sin lugar a dudas en Val Karniú, no en Luktrop. No obstante, el mismo corredor bajo y abovedado, la misma escalera de caracol de madera, gastada por el roce de las manos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Sube, llega a la puerta de la habitación de arriba. Por debajo se filtra una débil claridad, como en el Seis-Cuatro. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¿Es una alucinación? A la vaga luz reconoce su habitación, el canapé amarillo, a la derecha el cofre de viejo peral, a la izquierda el arca ferrada donde pensaba depositar sus ciento veinte fretzers. Aquí su sillón con orejeras de cuero, allí su mesa de retorcidas patas, y encima, junto a la lámpara que se extingue, su Códex, abierto en la página 197. </span></p> <p><span style="color:#800000;">-¿Qué me pasa? -murmura. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¿Qué tiene? ¡Miedo! Sus pupilas están dilatadas, su cuerpo contraído. Un sudor helado enfría su piel, sobre la cual siente correr rápidas horripilaciones. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Pero apresúrate! ¡Falta aceite, la lámpara va a extinguirse, el moribundo también! </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Sí! Allí está el lecho, su lecho de columnas, con su pabellón tan largo como ancho, cerrado por cortinas con dibujos de grandes ramajes. ¿Es posible que aquélla sea la cama de un miserable hornero? </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Con mano temblorosa, el doctor Trifulgas agarra las cortinas. Las abre. Mira. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El moribundo, con la cabeza fuera de las ropas, permanece inmóvil, como a punto de dar su último suspiro. </span></p> <p><span style="color:#800000;">El doctor se inclina sobre él... </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Ah! ¡Qué grito escapa de su garganta, al cual responde, desde fuera, el siniestro aullido de su perro! </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡El moribundo no es el hornero Vort Kartif...! ¡Es el doctor Trifulgas...! Es él mismo, atacado de congestión: ¡él mismo! Una apoplejía cerebral, con brusca acumulación de serosidades en las cavidades del cerebro, con parálisis del cuerpo en el lado opuesto a aquel en que se encuentra la lesión. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Sí! ¡Es él quien ha venido a buscarlo, por quien han pagado ciento veinte fretzers! ¡Él, que por dureza de corazón se negaba a asistir al hornero pobre! </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Él, el que va a morir! El doctor Trifulgas está como loco. Se siente perdido. Las consecuencias crecen de minuto en minuto. No sólo todas las funciones de relación se están suprimiendo en él, sino que de un momento a otro van a cesar los movimientos del corazón y de la respiración. Y, a pesar de todo, ¡aún no ha perdido por completo el conocimiento de sí mismo! </span></p> <p><span style="color:#800000;">¿Qué hacer? ¿Disminuir la masa de la sangre mediante una emisión sanguínea? El doctor Trifulgas es hombre muerto si vacila... </span> </p> <p><span style="color:#800000;">Por aquel tiempo aún se sangraba y, como al presente, los médicos curaban de la apoplejía a todos aquellos que no debían morir. </span> </p> <p><span style="color:#800000;">El doctor Trifulgas agarra su bolsa, saca la lanceta y pincha la vena del brazo de su doble; la sangre no acude a su brazo. Le da enérgicas fricciones en el pecho: el juego del suyo se detiene. Le abrasa los pies con piedras candentes: los suyos se hielan. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Entonces su doble se incorpora, se agita, lanza un estertor supremo...</span></p> <p><span style="color:#800000;">Y el doctor Trifulgas, pese a todo cuanto pudo inspirarle la ciencia, se muere entre sus manos. </span></p> <p><span style="color:#800000;">¡Frritt! ¡Flacc...!</span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">VII </span></p> <p><span style="color:#800000;">A la mañana siguiente no se encontró más que un cadáver en la casa del Seis-Cuatro: el del doctor Trifulgas. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Lo colocaron en un féretro y fue conducido con gran pompa al cementerio de Luktrop, junto a tantos otros a quienes él había enviado según su fórmula. </span></p> <p><span style="color:#800000;">En cuanto al viejo Hurzof, se dice que, desde aquel día, recorre sin cesar la landa, con la linterna encendida en la boca, aullando como un perro perdido. </span></p> <p><span style="color:#800000;">Yo no sé si es así; ¡pero pasan cosas tan raras en el país de Volsinia, precisamente en los alrededores de Luktrop! </span></p> <p><span style="color:#800000;">Por otra parte, se los repito, no busquen esta villa en el mapa, Los mejores geógrafos aún no han podido ponerse de acuerdo sobre su situación en latitud, ni siquiera en longitud.</span></p> <p align="center"><span style="color:#800000;">FIN</span></p>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-5549533451446924777.post-87190128048723642872007-04-01T01:42:00.000+00:002007-04-01T01:46:56.084+00:00El entierro prematuroHay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!<br /><br />Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.<br /><br />La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.<br /><br />Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.<br /><br />En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.<br /><br />La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.<br /><br />Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.<br /><br />Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.<br /><br />Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.<br /><br />La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.<br /><br />El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.<br /><br />Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.<br /><br />Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.<br /><br />Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.<br /><br />El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.<br /><br />Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..<br /><br />Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.<br /><br />Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.<br /><br />En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"<br /><br />Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:<br /><br />-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?<br /><br />-¿Y tú - pregunté- quién eres?<br /><br />-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!<br /><br />Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:<br /><br />-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?<br /><br />Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"<br /><br />Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!<br /><br />Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.<br /><br />Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.<br /><br />Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.<br /><br />Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.<br /><br />Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.<br /><br />-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.<br /><br />-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..<br /><br />-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.<br /><br />-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.<br /><br />Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.<br /><br />Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.<br /><br />Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjrvRBS7AfyqIcRv6SQ8e-ux9AEa-ZsEI6wx7abxyEQpFh7PBBLTzT22ym20l4qxihPTCpvfOmSVAWIP9vimqSZ9ZtfjinGTOZW7pVNkp1vPW-8EdM36hay5pO2VV5zEP6qnbEXjkLt1lY/s1600-h/fn_ripma1s.gif"><img style="margin: 0px auto 10px; display: block; text-align: center; cursor: pointer;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjrvRBS7AfyqIcRv6SQ8e-ux9AEa-ZsEI6wx7abxyEQpFh7PBBLTzT22ym20l4qxihPTCpvfOmSVAWIP9vimqSZ9ZtfjinGTOZW7pVNkp1vPW-8EdM36hay5pO2VV5zEP6qnbEXjkLt1lY/s320/fn_ripma1s.gif" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5048270127881690050" border="0" /></a>Unknownnoreply@blogger.com0